«Convertíos para ser libres»
Is 8,23b-9,3: En la Galilea de los gentiles el pueblo vio una luz grande
Sal 26, 1-14: El Señor es mi luz y mi salvación
1Co 1,10-13.17: Decid todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros
Mt 4,12-23: Se estableció en Cafarnaún, para que se cumpliera lo dicho por Isaías
I. LA PALABRA DE DIOS
En Jesucristo se cumple el anuncio de Isaías: Él es la luz que ilumina las tinieblas y libera a los que habitan en sombras de muerte.
Jesús, en la «Galilea de los gentiles», llama a los pecadores y los incorpora a su intimidad y a su misión, que es iluminar y liberar, proclamando el Evangelio del Reino. Enseñando y curando las enfermedades, Jesucristo realiza su misión iluminadora y liberadora.
«Convertíos» Jesús usa las mismas palabras que Juan el Bautista; la diferencia está en que Juan anunciaba el reino de Dios pensando en el juicio divino sobre el mundo, mientras que Jesús lo proclamaba, especialmente, con la oferta de la misericordia y el perdón del Padre, a quien quisiera acogerlo. Solamente exige una condición: «convertíos».
El primer mandamiento decía: «no vayan detrás de otros dioses» (Dt 6,14); Jesús dice: «Venid en pos de mí», y lo hace para vincularlos, no precisamente a una nueva escuela al estilo de los rabinos, sino a su persona, a la comunidad de vida con Él.
«Pescadores de hombres» … «echando la red en el mar». «Congregadores» de hombres, para ofrecerles la salvación definitiva; «repasando las redes», este verbo griego se usa en las cartas del NT para una tarea propia de los «pescadores de hombres»: «rehacer la armonía» entre los creyentes en Jesús.
«Enseñando…, proclamando el evangelio… y curando». San Mateo resume así la actividad de Jesús: discursos y milagros, «obras y palabras»; es la misma tarea que encomendará a los suyos.
«Os ruego, hermanos, en nombre de nuestro Señor Jesucristo, que digáis todos lo mismo y que no haya divisiones entre vosotros». San Pablo arremete con todas sus energías contra las divisiones en la Iglesia. Evitar las divisiones no es algo simplemente «deseable». Si la Iglesia es una, y la unidad es una nota tan esencial como la santidad, cualquier división –por pequeña que parezca– desfigura el rostro de la Iglesia, destruye la Iglesia. La unidad dentro de la Iglesia es un don y una tarea, gracia de Dios que hemos de pedir, y respuesta nuestra a esa gracia; la razón última de esa unidad es Cristo, que no está dividido.
«Yo soy de Pablo, yo soy de Apolo…» Todas las divisiones nacen de una consideración puramente humana, mundana. Mientras nos quedemos en los hombres estaremos echando todo a perder. Los hombres somos sólo colaboradores subordinados, siervos inútiles: «yo planté, Apolo regó, pero es Dios quien dio el crecimiento» (1 Cor 3,6). Quedarse en los hombres es una idolatría, y todo afán de protagonismo es una forma de robar la gloria que sólo a Dios corresponde. Por eso San Pablo responde con absoluta contundencia: « ¿Fue crucificado Pablo por vosotros? ¿Fuisteis bautizados en nombre de Pablo?» Es como decir: No hay más salvador que Cristo Jesús. El colaborador debe permanecer en su lugar. Lo demás es mentir y desfigurar la realidad.
«¿Está dividido Cristo?» Puesto que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo (1 Cor 12,12), toda división en la Iglesia en realidad desgarra al mismo Cristo. La falta de unidad en nuestros criterios, en nuestras actuaciones, en nuestras relaciones… tiene el efecto horrible de presentar un Cristo en pedazos. En consecuencia, se hace imposible que la gente crea.
Por eso San Pablo se muestra tan intransigente en este punto y apela a la necesidad absoluta de estar todos «unidos con un mismo pensar y un mismo sentir». Lo cual viene a significar no pensar ni actuar desde un punto de vista humano, sino siempre y en todo desde la fe, que es la que da realmente consistencia y unidad: «poniendo empeño en conservar la unidad del Espíritu… Un sólo cuerpo y un sólo Espíritu… Un sólo Señor, una sola fe, un sólo bautismo, un sólo Dios y Padre de todos» (Ef 4,3-6).
Convertíos de corazón a Jesucristo. Él es la base de nuestra libertad. Hay que predicarlo en un mundo desunido por falta de amor. Trabajar por la conversión de todos al amor es construir hoy el Reino de Dios.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Jesús llama a la conversión
(1427, 1428)
Jesús llama a la conversión. Esta llamada es una parte esencial del anuncio del Reino: «El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y creed en la Buena Nueva». En la predicación de la Iglesia, esta llamada se dirige primeramente a los que no conocen todavía a Cristo y su Evangelio. Así, el Bautismo es el lugar principal de la conversión primera y fundamental. Por la fe en la Buena Nueva y por el Bautismo se renuncia al mal y se alcanza la salvación, es decir, la remisión de todos los pecados y el don de la vida nueva.
Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación.
Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del «corazón contrito», atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.
La conversión es el camino
para la liberación
(1989 — 1993)
La primera obra de la gracia del Espíritu Santo es la conversión, que obra la justificación. Movido por la gracia, el hombre se vuelve a Dios y se aparta del pecado, acogiendo así el perdón y la justicia de lo alto. La justificación entraña, por tanto, el perdón de los pecados, la santificación y la renovación del hombre interior.
La justificación arranca al hombre del pecado que contradice al amor de Dios, y purifica su corazón. La justificación es prolongación de la iniciativa misericordiosa de Dios que otorga el perdón, reconcilia al hombre con Dios, libera de la servidumbre del pecado y sana.
La justificación establece la colaboración entre la Gracia de Dios y la libertad del hombre. Por parte del hombre se expresa en el asentimiento de la fe a la Palabra de Dios que lo invita a la conversión, y en la cooperación de la caridad al impulso del Espíritu Santo que lo previene y lo custodia: Cuando Dios toca el corazón del hombre mediante la iluminación del Espíritu Santo, el hombre no está sin hacer nada al recibir esta inspiración, que por otra parte puede rechazar; y, sin embargo, sin la gracia de Dios, tampoco puede dirigirse, por su voluntad libre, hacia la justicia delante de Él.
Libertad y responsabilidad:
(1731 — 1734; 1742)
La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.
Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.
En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a «la esclavitud del pecado» (cf Rm 6, 17).
La libertad hace al hombre responsable de sus actos en la medida en que éstos son voluntarios. El progreso en la virtud, el conocimiento del bien, y la ascesis acrecientan el dominio de la voluntad sobre los propios actos.
La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones de mundo exterior. Por el trabajo de la gracia, el Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.
La libertad es una exigencia inseparable
de la dignidad de la persona humana.
(1738)
La libertad se ejercita en las relaciones entre los seres humanos. Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«El que asciende no deja nunca de ir de comienzo en comienzo mediante comienzos que no tienen fin. Jamás el que asciende deja de desear lo que ya conoce» (San Gregorio de Nisa).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Dios omnipotente y misericordioso,
aparta de nosotros todos los males,
para que, bien dispuesto
nuestro cuerpo y nuestro espíritu,
podamos libremente cumplir tu voluntad.
aparta de nosotros todos los males,
para que, bien dispuesto
nuestro cuerpo y nuestro espíritu,
podamos libremente cumplir tu voluntad.
Amén.
Si en el Salmo de hoy se nos recuerda que: -«El Señor es mi luz y Salvaciòn-«. ¿Que esperamos para convertirnos?. ¿Està en nuestra manos?.¿Rotundamente NO?. Pero………… Implora la Gracia de Dios, para que esto ocurra, y es la ùnica manera de conseguirlo. Pongamos de nuestra parte todo lo que estè a nuestro alcance, el resto y mas importante lo hace siempre Dios que nos Ama. y Jesucristo que nos ha redimido . Y si queremos, una Madre intercesora, la de Dios y nuestra, que tambièn intercederà para que seamos felices eternamente.
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