«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco.
Escuchadlo»
Sal 96: El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.
2 Pe 1, 16-19: Esta voz del cielo es la que oímos.
Mt 17, 1-9: Su rostro resplandecía como el sol.
I. LA PALABRA DE DIOS
«Seis días más tarde» de la confesión de fe de Pedro —Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo— y del primer anuncio de la pasión, Jesús, para fortalecer la fe de sus discípulos cuando llegase el momento de su pasión, los lleva a lo alto de un monte —que la tradición identifica con el Monte Tabor, en Galilea— y les muestra su gloria divina —«su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»—. Gloria que, por la Encarnación, permanecía oculta bajo el velo de su humanidad, semejante en todo a nosotros. Como todos los misterios de la vida terrena de Jesús, también la Transfiguración está relacionada con la Encarnación: en ella asumió nuestra carne para poder un día transfigurarla.
Para los discípulos, que acababan de oír que el Mesías realizaría su misión —no poniéndose al frente de un victorioso ejercito, sino mediante el sufrimiento— la Transfiguración tenía una función pedagógica: sostener su fe con una experiencia de gloria, breve anticipación de lo que verían cuando el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos.
«Aparecieron Moisés y Elías conversando con Él». Moisés y Elías —la Ley y los Profetas— representan la revelación del Antiguo Testamento, la Antigua Alianza, que llega a su plenitud en Jesucristo, Palabra última y definitiva de Dios, plenitud de la Revelación; de quién el Padre proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».
«Una nube luminosa los cubrió con su sombra». Como en las teofanías más importantes del Antiguo Testamento, la nube indica la presencia de Dios que se manifiesta, sin dejarse ver. Es también uno de los símbolos del Espíritu Santo.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Jesús, Hijo de Dios
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Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna . Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios». Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».
Una visión anticipada del Reino:
La Transfiguración
554 — 556
A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir […] y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén». Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle».
Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria», es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (Santo Tomás de Aquino).
En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro Bautismo; la Transfiguración «es es sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22):
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado, entenderían que padecías libremente, y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina, Himno Breve de la festividad de la Transfiguración del Señor).
«Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (San Agustín).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Sube la tríada humana hasta la cumbre.
Jesús se transfigura en su presencia.
Surgen Moisés y Elías, evidencia
de leyes y profetas, dogma y lumbre.
Resplandece el Mesías. Certidumbre
de su divinidad y omnipotencia.
Es su rostro esplendente transparencia
del Hijo en holocausto y mansedumbre.
Los apóstoles ven, anonadados,
los signos de la transfiguración
y sienten en su espíritu la paz.
Luz y blancura, símbolos sagrados
de eternidad y trascendencia, son
anuncio de armonía en la Unidad.
Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Amén.
