Archivo por meses: noviembre 2023

12 de noviembre de 2023: DOMINGO XXXII ORDINARIO «A»


 «Volverá el Señor para abrir y cerrar
la puerta del banquete de bodas»

Sab 6,12-16: «Quienes buscan la sabiduría la encuentran»
Sal 62: «Mi alma está sedienta de ti, Señor, Dios mío»
1Ts 4,12-18: «Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto»
Mt 25,1-13: «¡Que llega el esposo, salid a su encuentro!»

I. LA PALABRA DE DIOS

En estas últimas semanas del año litúrgico la Iglesia quiere fijar nuestra mirada en la venida de Cristo al final de los tiempos. En esta venida aparecerá como Rey y como Juez (evangelio de los dos próximos domingos); pero hoy se nos presenta como la llegada del Esposo

«No os aflijáis como los que no tienen esperanza». Hay un sentimiento de dolor por la muerte de los seres queridos que es natural. Pero también hay un tipo de tristeza que no tiene nada de cristiana y que sólo refleja falta de fe y de esperanza. El verdadero cristiano puede sentir pena en su sensibilidad, pero en el fondo de su alma está lleno de confianza, porque Cristo ha resucitado y los muertos resucitarán. 

«Dios llevará con él, por medio de Jesús, a los que han muerto». En esto se decide todo: en «morir en el Señor«. Para el cristiano, la verdadera tristeza no es la causada por el hecho de morir, sino por morir fuera de Jesús; porque esa sí que es verdadera muerte, la «muerte segunda», la muerte definitiva en los horrores del infierno por toda la eternidad. En cambio, el que muere en Jesús no puede perderse, pues Jesús no abandona a los suyos, sino que como Buen Pastor los conduce a las «verdes praderas de su reino» para hacerlos descansar. El que muere en el Señor no pierde ni siquiera su cuerpo. El que no muere en Jesús lo pierde todo, «se pierde a sí mismo».

El título de «Esposo», que se aplica a Yahvé en el Antiguo Testamento, Jesús lo toma para sí. Sin entrar en mayores explicaciones, este título subraya sobre todo la relación de profunda intimidad amorosa que Cristo-esposo establece con la Iglesia, su esposa y —en ella— con cada cristiano. Mientras llega ese momento, cada cristiano, y toda la Iglesia, debe estar vigilante.

El cristiano –según esta parábola– es el que está esperando a Cristo Esposo con un gran deseo que brota del amor y que le hace obrar en consecuencia, viviendo en gracia de Dios. Por tanto, es una espera amorosa y activa. Y no es una espera de estar con los brazos cruzados: el que espera de verdad prepara la lámpara, sale al encuentro. 

«Mejor es que vayáis a la tienda y os lo compréis». Esta respuesta sería egoísta si sólo se tratara de aceite material. Pero aquí tiene un sentido mucho más profundo: se trata de salvación o condenación, y nadie debe pensar que su respuesta personal a Cristo van a darla otros por él.

«Y se cerró la puerta». Es el dato más dramático de toda la parábola. Muchos de los invitados se quedarán fuera y para siempre. A un cristiano no lo salva automáticamente el hecho de pertenecer a la Iglesia por el bautismo, ni el estar invitado a las bodas del cielo, ni la sola fe en Jesús como su salvador personal («Señor, Señor, ábrenos»), sino el tener encendida la antorcha del amor, estando en gracia santificante, en el momento de su muerte, a la llegada del Esposo.

Precisamente, la parábola pone el acento en esta atención vigilante (esperanza) a Cristo que viene, estando preparado viviendo en gracia, con suficiente aceite de buenas obras de amor para que arda la lámpara de la fe. La lámpara sin aceite se apaga, «la fe sin obras está muerta». 

Lejos de temer esta venida, el cristiano la desea, como la esposa fiel desea la vuelta del esposo que marchó de viaje. Sólo la esposa infiel teme la llegada del esposo. El cristiano no se entristece por la muerte, «como los que no tienen esperanza». La muerte es sólo un «dormir» y el cristiano tiene la certeza de que será despertado y experimentará la dicha de estar «siempre con el Señor». Por eso, en lugar de vivir de espaldas a la muerte, el verdadero creyente vive aguardando serenamente el momento del encuentro con el divino Esposo, la vuelta de Jesús desde el cielo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Señor Jesucristo»
(672)

El Reino de Cristo, está presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús.» Nosotros vivimos el entretiempo que media de la primera a la segunda venida del Señor. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» y la prueba del mal, que afecta también a la Iglesia, e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia.

La espera en vigilia
(2612; 2849; 2699)

«Vigilia» es un término clásico del lenguaje cristiano para designar un tiempo largo dedicado a la oración en las horas de la noche. Tiempo de silencio exterior y de riqueza interior, porque es espera del Señor y todo se mira desde su próxima venida (Parusía). Tiempo simbólico que remite a la venida del Señor en la muerte de cada uno y al fin de los tiempos.

Jesús –«el Reino de Dios está próximo»– llama a la conversión y a la fe, pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél que «es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate; y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del «Tentador», desde el principio y en el último combate de su agonía. En la petición a nuestro Padre «no nos dejes caer en la tentación«, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es guarda del corazón, y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela».

El Señor conduce a cada persona por los caminos de la vida y de la manera que Él quiere. Cada fiel, a su vez, le responde según la determinación de su corazón y las expresiones personales de su oración. No obstante, la tradición cristiana ha conservado tres expresiones principales de la vida de oración: la oración vocal, la meditación, y la oración de contemplación. Tienen en común un rasgo fundamental: el recogimiento del corazón. Esta actitud vigilante para conservar la Palabra y permanecer en presencia de Dios hace de estas tres expresiones tiempos fuertes de la vida de oración.

El retorno del Señor es gozoso: se compara a un banquete de bodas y, al mismo tiempo, abre un gran interrogante: decide la suerte eterna que cada uno se ha labrado durante la propia vida. El entretiempo actual es tiempo de oración vigilante. En su centro, la Plegaria eucarística y la comunión, esperando la venida del Señor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera  que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con Él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde `habrá llanto y rechinar de dientes’» (Lumen gentium, 48).

«Acepta, Señor, en tu bondad, esta ofrenda de tus siervos y de toda tu familia santa, ordena en tu paz nuestros días, líbranos de la condenación eterna y cuéntanos entre tus elegidos» (Misal Romano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen.

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite.

¡Cómo golpearon las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen.

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. 

Amén.

5 de noviembre de 2023: DOMINGO XXXI ORDINARIO «A»


«En la Iglesia ante todo, la fraternidad»

Ml 1,14b-2.2b.8-10: «Os habéis separado del camino recto y habéis hecho que muchos tropiecen en la ley«
Sal 130, 1-3: «Guarda mi alma en la paz, junto a ti, Señor»
1Ts 2,7b-9.13: «Deseábamos entregaros no solo el Evangelio de Dios,
sino hasta nuestras propias personas»

Mt 23,1-12: «Ellos dicen, pero no hacen»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Os queríamos tanto que deseábamos entregaros no solo el evangelio de Dios, sino hasta nuestras propias personas». Además de acoger la Palabra de Dios estamos llamados también –todos– a transmitirla a los demás. Este es el mayor acto de caridad que podemos realizar, pues lo más grande que podemos dar es el Evangelio de Jesucristo.

Pero es preciso subrayar que esta increíble noticia del amor personal de Dios a cada uno, sólo puede ser hecha de manera creíble si el que transmite el evangelio está lleno de amor hacia aquel a quien se lo transmite. El evangelio no se comunica a base de argumentos. Para que cada hombre pueda entender que «Cristo me amó y se entregó por mí» (Gal 2,20), es necesario que el que le hable de Cristo le ame de tal modo que esté dispuesto a dar la vida por él. Y con un amor concreto y personal, lleno de ternura y delicadeza, «como una madre que cuida con cariño de sus hijos»; un amor que a san Pablo le llevó a «esfuerzos y fatigas», incluso a trabajar «día y noche para no ser gravoso a nadie»

Las palabras de Jesús en el Evangelio nos dan pie para examinar qué hay de fariseo dentro de nosotros mismos. En primer lugar, el Señor condena a los fariseos «porque ellos dicen, pero no hacen». Jesús condena, no la enseñanza transmitida por los escribas y los fariseos, sino la vida de éstos, que no se corresponde con la doctrina. También nosotros podemos caer en el engaño de hablar muy bien, de tener muy buenas palabras, pero no buscar y desear vivir aquello que decimos. Sin embargo, sólo agrada a Dios «el que hace la voluntad del Padre celestial», pues sólo ese tal «entrará en el Reino de los cielos».

En segundo lugar, Jesús les reprocha que «todo lo que hacen es para que los vea la gente». ¡Qué demoledor es este deseo de quedar bien a los ojos de los hombres! Incluso las mejores obras pueden quedar totalmente contaminadas por este deseo egoísta que lo estropea todo. Por eso san Pablo exclamará: «Si siguiera todavía agradando a los hombres, no sería siervo de Cristo» (Gal 1,10). El cristiano solo busca «agradar a Dios» (1 Tes 4,1) en toda su conducta; le basta saber que «tu Padre que ve en lo secreto te recompensará» (Mt 6,4).

Y, finalmente, Jesús les echa en cara que buscan los honores humanos, las reverencias de los hombres, la gloria mundana. También a nosotros fácilmente se nos cuela esa búsqueda de gloria que en realidad es sólo vanagloria, es decir, gloria vana, vacía. Los honores que los hombres consideran valiosos el cristiano los estima como basura (Flp 3,8), pues espera la verdadera gloria, la que viene de Dios, «que os ha llamada a su Reino y a su gloria» (1 Tes 2,12). En cambio, buscar la gloria que viene de los hombres es un grave estorbo para la fe (Jn 6,44).

Las frases «No os dejéis llamar «rabbí» … no llaméis padre… no os dejéis llamar maestros» no se puede entender literalmente, pues el mismo NT utiliza esos términos en otros pasajes. Los evangelistas usan con toda normalidad la palabra «padre» o «padres» (terrenos) en su sentido propio más de cuarenta veces; Jesús mismo cita el 4º mandamiento y exige su cumplimiento; san Pablo se considera «padre» de sus cristianos; san Juan los llama «hijitos»; históricamente, las primeras generaciones cristianas no tuvieron escrúpulo en aplicar ese apelativo a los superiores jerárquicos en la Iglesia, sabiendo que no desobedecían una orden del Señor. La prohibición de Jesús formula —a la manera de Mc 10,18 («No hay nadie bueno más que Dios»)— una cualidad típicamente divina, la paternidad, que no es propiedad de ninguna criatura (favorece esta interpretación el que en la mentalidad judía «llamar» es equivalente a «ser»; es decir, nadie «es» padre, sino por la gracia de Dios). Por tanto, lo que Jesús prohíbe a los suyos es suplantar a Dios Padre (Maestro, Jefe); si alguien puede ser llamado con ese nombre, será porque es, y en cuanto es, imagen del único verdadero Padre.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los fieles cristianos:
jerarquía, laicos, vida consagrada
(871 – 873)

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Por su regeneración en Cristo, se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores (jerarquía) les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos (jerarquía y laicos), hay fieles –los consagrados– que por la profesión de los consejos evangélicos se consagran a Dios y contribuyen a la misión salvífica de la Iglesia según la manera peculiar que les es propia.

Razón del ministerio eclesial
(874 – 876)

El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad: Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que están ordenados al bien de todo el Cuerpo. En efecto, los ministros que posean la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

«¿Cómo creerán en aquél a quien no han oído? ¿cómo oirán sin que se les predique? y ¿cómo predicarán si no son enviados?» Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el «poder sagrado») de actuar in persona Christi Capitis (en persona de Cristo Cabeza de la Iglesia). Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama «sacramento». El ministerio de la Iglesia se confiere por medio de un sacramento específico –el sacramento del Orden sacerdotal–.

El carácter de servicio del ministerio eclesial está intrínsecamente ligado a la naturaleza sacramental. En efecto, enteramente dependiente de Cristo, que da misión y autoridad, los ministros son  verdaderamente «esclavos de Cristo» (Rm 1, 1), a imagen de Cristo que, libremente ha tomado por nosotros «la forma de esclavo» (Flp 2, 7). Como la palabra y la gracia de la cual son ministros no son de ellos, sino de Cristo que se las ha confiado para los otros, ellos se harán libremente esclavos de todos (cf. 1 Co 9, 19). 

A la jerarquía se le pide fidelidad y actitud de servicio fraternal en el cumplimiento de su misión. A todos los fieles se les pide espíritu de colaboración con los legítimos pastores y comunión eclesial.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Los laicos «tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores, habida cuenta de la utilidad común y de la dignidad de las personas» (Código de Derecho Canónico 212,3).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas.

Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas.

Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma.

Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia.

Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes.

Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tú que sabes mi nombre.

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo. 

Amén.

¿Cómo podemos ayudar a nuestros difuntos?


SUFRAGIOS, la memoria provechosa para nuestros difuntos

La oración por los difuntos

Orar por los difuntos es una obra de misericordia y un acto de justicia y caridad. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos, y que sigue siendo también hoy una experiencia consoladora, es que el amor puede llegar hasta el más allá; que es posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto, más allá del confín de la muerte.

El cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino que también hace eficaz su intercesión en nuestro favor. «No dudemos, pues,  en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo).

La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es don de Dios, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos, cuyo número es incalculable (Cf. Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros.

La mejor ayuda a nuestros difuntos:
Misas e indulgencias

Dado que nadie conoce el estado en que una persona muere, la Iglesia celeste y la que peregrina en el mundo interceden por los difuntos para que alcancen la perfección necesaria para ver a Dios. La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, siempre ha honrado la memoria de los difuntos y ha enseñado que, por el misterio de la comunión de los santos, podemos ayudar a nuestros difuntos —las almas del Purgatorio—, pues después de la muerte ya no pueden merecer para sí mismos, mediante la oración, las limosnas, los sacrificios y obras de penitencia, las indulgencias en su favor y especialmente ofreciendo por ellos la Santa Misa pidiendo por el perdón de sus pecados y su eterno descanso, y agradeciendo los beneficios que recibieron en vida, «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (Cf. 2 M 12, 45). De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. El cristiano no teme el trance de la muerte ni la purificación que viene tras ella, pues es obra del amor de Dios que perfecciona a su criatura.

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