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14 de enero de 2024: DOMINGO II ORDINARIO “B”


«¿Dónde vives? Venid y lo veréis» 

1 Sam 3,3b-10.19: «Habla, Señor, que tu siervo escucha»
Sal 39: «Aquí estoy, Señor, para hacer tu voluntad»
1 Co 6,13c-15a.17-20: «¡Vuestros cuerpos son miembros de Cristo!»
Jn 1,35-42: «Vieron dónde vivía y se quedaron con él»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Este es el Cordero de Dios». El evangelista Juan es el único evangelista que indica que los primeros seguidores de Jesús habían pertenecido al grupo de discípulos de Juan el bautista. Todo empieza con un testimonio. La fe de sus discípulos y el hecho de que sigan a Jesús es consecuencia del testimonio de Juan. Así de sencillo. ¡Cuántas veces a lo largo de nuestra vida tenemos oportunidad de dar testimonio de Cristo! En cualquier circunstancia podemos indicar como Juan, con un gesto o una palabra, que Cristo es el Cordero de Dios, es decir, el que salva al hombre y da sentido a su vida. El que muchos crean en Cristo y le sigan depende de nuestro testimonio, mediante la palabra y sobre todo con la vida.

«Venid y veréis». El testimonio de Juan despierta en sus acompañantes el interés por Jesús; sienten una fuerte atracción por Él. Por eso le siguen. Jesús no les da razones ni argumentos. Simplemente les invita a estar con Él, a hacer la experiencia de su intimidad. Y esta fue tan intensa que se quedaron el día entero; y san Juan, muchos años más tarde recuerda incluso la hora –«era como la hora décima»–, las cuatro de la tarde. También nosotros somos invitados a hacer esta experiencia de amistad con Cristo, de intimidad con Él. –Venid y veréis. «Gustad y ved que bueno es el Señor» (Sal 34,9).

«¡Hemos encontrado al Mesías! …  Y lo llevó a Jesús» La expresión usada («hemos encontrado») en griego se dice heurékamen, que recuerda el famoso grito de Arquímedes (¡Eureka!, ¡lo encontre!) cuando descubrió su famoso principio hidrostático. Pero, en la historia humana, el descubrimiento de cualquier persona por otra siempre es de más valor que descubrir un principio de la física; más aún, si la persona encontrada es Cristo.

La experiencia de Cristo es contagiosa. El que ha experimentado la bondad de Cristo no tiene más remedio que darla a conocer. El que ha estado con Cristo se convierte también él en testigo. Y no pretende que los demás se queden en él o en su grupo, sino que los lleva a Cristo. La actitud de Andrés nos enseña la manera de actuar todo auténtico apóstol: «Hemos encontrado al Mesías… Y lo llevó a Jesús».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Las llaves del Reino
(551)

Desde el comienzo de su vida pública Jesús eligió unos hombres en número de doce para estar con Él y participar en su misión; les hizo partícipes de su autoridad «y los envió a proclamar el Reino de Dios y a curar» (Lc 9,2). Ellos permanecen para siempre asociados al Reino de Cristo porque por medio de ellos dirige su Iglesia.

El apostolado
(863, 864, 1998)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, el alma de todo apostolado.

La Iglesia es una, santa, católica y apostólica en su identidad profunda y última, porque en ella existe ya y será consumado al fin de los tiempos «el Reino de los cielos», «el Reino de Dios», que ha venido en la persona de Cristo y que crece misteriosamente en el corazón de los que le son incorporados hasta su plena manifestación escatológica. Entonces todos los hombres rescatados por Él, hechos en Él «santos e inmaculados» en presencia de Dios en el Amor, serán reunidos como el único Pueblo de Dios, «la Esposa del Cordero», «la Ciudad Santa que baja del Cielo de junto a Dios y tiene la gloria de Dios» (Ap 21, 10-11); y «la muralla de la ciudad se asienta sobre doce piedras, que llevan los nombres de los doce apóstoles del Cordero» (Ap 21, 14).

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Muchas veces, Señor, a la hora décima
-sobremesa en sosiego-,
recuerdo que, a esa hora, a Juan y a Andrés
les saliste al encuentro.
Ansiosos caminaron tras de tí…
«¿Qué buscáis…?» Les miraste. Hubo silencio.

El cielo de las cuatro de la tarde
halló en las aguas del Jordán su espejo,
y el río se hizo más azul de pronto,
¡el río se hizo cielo!
«Rabbí -hablaron los dos-, ¿en dónde moras?»
«Venid, y lo veréis». Fueron, y vieron…

«Señor, ¿en dónde vives?»
«Ven, y verás». Y yo te sigo y siento
que estás… ¡en todas parte!,
¡Y que es tan fácil ser tu compañero!

Al sol de la hora décima, lo mismo,
que a Juan y a Andrés
-es Juan quien da fe de ello-,
lo mismo, cada vez que yo te busco,
Señor, ¡sal a mi encuentro!

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.

 Amén.

Encuentro con Cristo


¿Para qué son estas páginas?

Autor: D. Juan Esquerda Biffet

Para que en medio de este mundo sin equilibrio, que desconoce el optimismo y la esperanza, sepas vivir con Cristo y ver todas las cosas centradas en aquel que es fundamento de nuestra esperanza. Entonces descubrirás que el mundo es muy hermoso. Entonces irradiarás a Cristo en tu ambiente, allí donde Cristo te llama.

Sin prisas, en un rato de intimidad ante el sagrario, confidencialmente, después de saludar al Señor, de exponerle tus cosas, puedes utilizar una de las presentes páginas para un coloquio sabroso o para meditar un rato a los pies del Maestro, como Magdalena, o como san Juan sobre el pecho de Jesús. No digas nunca que eres amigo de Cristo, si no sabes pasar un rato, sin prisas, junto a él.

El Evangelio es siempre nuevo y nunca cambia. Cuando lo leemos, escuchamos o meditamos, entonces acontece, se actualiza en nuestro “contexto” de aquí y ahora. En él nos espera “alguien” que “vive” y que nos lleva en su corazón, como parte de su misma biografía, y que nos ama hasta darse a sí mismo como “consorte”.

En estas “meditaciones” sobre el Evangelio, no he intentado dar una metodología especial y menos una ideología, sino una ayuda o motivación para que cada uno aprenda personalmente a dejarse sorprender por Cristo, como María, su Madre y nuestra, que lo recibió en su corazón y en su seno para transmitirlo al mundo.

NO ESTOY RECOGIENDO FIRMAS CONTRA EL PAPA


NO ESTOY CONTRA EL PAPA

Soy sacerdote católico. El pasado 6 de enero, solemnidad de la Epifanía del Señor, se cumplieron 36 años desde que fui ordenado sacerdote en la Catedral de Cádiz. En esa celebración hice pública y solemnemente, ante Dios y su Iglesia, unas promesas sacramentales, que ratificaban las que hice cuando fui ordenado diácono unos meses antes. Entre ellas, prometí:

— Desempeñar siempre el ministerio sacerdotal en el grado de presbítero, como fiel colaborador del Orden episcopal, apacentando el rebaño del Señor bajo la guía del Espíritu Santo.

— Desempeñar con dedicación y sabiduría el ministerio de la palabra en la predicación del Evangelio y la exposición de la fe católica y proclamar esta fe de palabra y obra, según el Evangelio y la tradición de la Iglesia».

— Obediencia y respeto a mí obispo y a sus sucesores.

Cada año, en la Misa Crismal, he renovado con gozo las promesas y pedido a Dios su gracia para cumplirlas con fidelidad.

Es verdad que, por mi debilidad y pecados, he tenido que recurrir muchas veces y con frecuencia al sacramento de la reconciliación, y recibir el perdón de Dios de manos de un hermano sacerdote. Aún así, a pesar de mis debilidades y por la misericordia de Dios, creo que puedo decir con humildad y agradecimiento, como san Pablo, que he combatido el noble combate y, aunque todavía pienso que no se ha completado mi carrera, he mantenido la fe (cf 2 Tim 4,7). Hoy vuelvo a repetir las palabras que puse en la estampa de recordatorio de mi ordenación: «Doy gracias a Cristo Jesús, Señor nuestro, que me hizo capaz, se fio de mí y me confió este ministerio» (1 Tim 1,12).

De mis 36 años de sacerdote, la gran mayoría de ellos los he ejercido como párroco. 17 de ellos, los más gozosos de mi vida sacerdotal, como misionero fidei donum —enviado por mi obispo— en Hispanoamérica; entre los pobres, campesinos y braceros emigrantes, en los campos de caña del este de la República Dominicana y en las estribaciones de la selva amazónica de Perú. Y, por obediencia a mi obispo, regresé a mi diócesis de Cádiz y Ceuta, cuando fui requerido para ello.

En los años de mi ministerio (especialmente, en los años de misionero, en Hispanoamérica) he dado una infinidad de bendiciones a personas que por una u otra circunstancia (homosexualidad, adulterio, amancebamiento u otras) no podían recibir la absolución sacramental, pero que, conscientes de sus pecados y de su debilidad, deseaban ser ayudados por Dios para salir de la situación que les impedía recibir los sacramentos. Muchos de ellos, conscientes del pecado en que vivían, ordenaron su situación y comenzaron a recibir los sacramentos y vivir en gracia de Dios. Y, como yo, me consta, otros muchos compañeros sacerdotes. No sé si esas bendiciones eran litúrgicas o pastorales, pero ciertamente eran reales, y en los que no pusieron obstáculos, Dios actuó. Y la mayoría de ellas las impartí revestido de alba y estola y en la capilla o templo, o cuando no había templo, debajo de un árbol de mango. Por eso, por mucho que lo intento, y muchas veces que la leo, no entiendo a qué viene la Declaración del Prefecto de la Fe, ni qué aclara, ni que novedad aporta. Y sé que muchos de entre nuestros fieles, tampoco. Incluso a muchos nos parece escandalosa, por lo que, sin decir explícitamente, parece dar a entender. 

No seré yo quién acuse a nadie de herejía, pero no puedo dar mi asentimiento a lo que es confuso, contradictorio y daña la unidad de la fe y la comunión en la Iglesia. En estas circunstancia de confusión y escándalo, el silencio de los pastores sería una grave falta contra la caridad pastoral. Por eso, junto con otros hermanos sacerdotes misioneros, iniciamos la petición al Santo Padre para que, por el bien de la Iglesia, retirase la Declaración «Fiducia supplicans».

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