Archivo por meses: enero 2025

2 de febrero de 2025: LA PRESENTACIÓN DEL SEÑOR


Mal 3, 1-4Llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando.
Sal 23El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria.
Hb 2, 14-18Tenía que parecerse en todo a sus hermanos.
Lc 2, 22-40. Mis ojos han visto a tu Salvador.

I. LA PALABRA DE DIOS

La Presentación de Cristo en el Templo es el cuarto misterio gozoso del Rosario y se celebra en el calendario litúrgico cuarenta días después de Navidad, el 2 de febrero. Esta fiesta se llama también de «la Candelaria», para subrayar que Cristo es la luz del mundo tal como lo predijo Simeón.

Los padres de Cristo le llevaron al templo, cuarenta días después de su nacimiento, para cumplir con dos ritos prescritos «según la Ley de Moisés»: la purificación ritual de la madre y la presentación del primogénito. La purificación de la mujer tras el parto era necesaria antes de que pudiera adorar en el Templo; se requería el sacrificio de un cordero o, en el caso de los pobres, «un par de tórtolas o dos pichones». Sin duda, las circunstancias de la concepción de María y del nacimiento de Cristo aseguraban su pureza, pero ella cumplió con la ley. El rito de presentación de un niño era una «redención pública» necesaria para cualquier hijo primogénito de cualquier tribu distinta de la de Leví. Los padres de familia ofrecían simbólicamente su hijo a Dios y lo recuperaban luego tras una pequeña ofrenda.

En el evangelio se menciona expresamente «la ley» cinco veces. El misterio que hoy celebramos expresa la voluntad del Hijo de Dios de someterse a una ley que no le obligaba, para rescatar a los que estaban bajo la Ley (cf. Gál 4,5), a los perdidos por la desobediencia (cf. Rom 5,19).

«Simeón, hombre justo y piadoso», es decir, exacto cumplidor de los preceptos de la Ley, con el que manifestaba su santo temor de Dios. «El consuelo de Israel» significaba la liberación realizada por el Mesías.

El cántico de Simeón, que la Iglesia repite y actualiza cada noche en la oración de Completas, es un pequeño himno inspirado por el Espíritu. La salvación que trae Cristo es la «luz» –revelación divina– que se ofrece, no sólo a Israel, sino a «todos los pueblos», si aceptan a Jesús por la fe. Jesús es la prueba –«signo de contradicción»– dada por Dios; y María está asociada a la obra redentora de su Hijo mediante la cruz: «una espada te traspasará el alma». La fe de María nunca vaciló ya que confiaba plenamente en la Palabra de Dios. Ella, más que cual otra persona de la historia, experimentó y participó íntimamente en el misterio del sufrimiento redentor.

«Y la gracia de Dios estaba con él». La gracia de Dios, la benevolencia divina, es decir que Dios lo miraba complacido. «El niño … iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría»: la personalidad humana de Jesús fue cultivada y modelada por una educación judía cuyos valores positivos asimiló plenamente; pero también fue dotada de una conciencia de sí mismo completamente original, que tocaba su relación con Dios y la misión que debía cumplir entre los hombres.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Presentación de Jesús en el Templo
529. 713

La Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al «Encuentro» de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, «luz de las naciones» y «gloria de Israel», pero también «signo de contradicción». La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado «ante todos los pueblos».

Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9;  Is 49, 1-6; Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos» (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.

Jesús y el Templo
583-586

Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).

Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).

Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).

Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Fiesta de la Presentación del Señor, llamada «Hypapante» por los griegos: cuarenta días después de Navidad, Jesús fue llevado al Templo por María y José, y lo que pudo aparecer como cumplimiento de la ley mosaica se convirtió, en realidad, en su encuentro con el pueblo creyente y gozoso. Se manifestó, así, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel (elog. del Martirologio Romano).

«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dios todopoderoso y eterno,
rogamos humildemente a tu majestad
que, así como tu Hijo unigénito
ha sido presentado en el templo
en la realidad de nuestra carne,
nos concedas, de igual modo,
ser presentados ante ti
con el alma limpia.
Amén.

26 de enero de 2025: DOMINGO III ORDINARIO “C”


El culto espiritual

Ne 8, 2-4a.5-6.8-10: Leyeron el libro de la Ley, explicando su sentido
Sal 18: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida
1 Co 12, 12-30: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro
Lc 1, 1-4; 4, 14-21: Hoy se ha cumplido esta Escritura

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta a Jesús en la Sinagoga proclamando la palabra divina. «Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». Esta actitud de los presentes ilumina de manera elocuente cuál ha de ser también nuestra actitud. Puesto que Cristo está presente en su Palabra, y cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Él mismo quien habla, no tiene sentido una postura impersonal. Sólo cabe estar a la escucha de Cristo mismo, con toda la atención de la mente y del corazón, pendientes de cada una de sus palabras, con «los ojos clavados en él».

«Hoy se ha cumplido esta Escritura». La palabra que Cristo nos comunica de manera personal en ese diálogo «de tú a tú» es además una palabra eficaz; o sea, que no sólo nos comunica un mensaje, sino que por su propio dinamismo realiza aquello que significa o expresa. Si escuchamos con fe lo que Cristo nos dice, experimentaremos gozosamente que esa palabra se hace realidad en nuestra vida.

«Me ha enviado a evangelizar a los pobres». Esta palabra de Cristo es siempre evangelio, buena noticia. Pero sólo puede ser reconocida y experimentada como tal por un corazón pobre. El que se siente satisfecho con las cosas de este mundo no capta la insondable riqueza de la palabra de Cristo ni experimenta su dulzura y su consuelo. Las riquezas entorpecen el fruto de la palabra. Sólo el que se acerca a ella con hambre y sed experimenta la dicha de ser saciado.

Hemos sido consagrados a Cristo en el bautismo. Estamos ungidos por el mismo Espíritu de Dios. Formamos parte de su Cuerpo Místico. Estamos llamados a su misma misión. También en nosotros la Palabra se cumple hoy, y participamos de la misión sacerdotal, profética y real de Cristo. Los bautizados estamos llamados a hacer presente nuestra configuración con Cristo en medio de nuestros ambientes temporales. Es nuestro culto espiritual.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un solo cuerpo.
Cristo, Cabeza de la Iglesia
(787 – 795)

Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo. La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad y las funciones de los miembros. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia.

Cristo es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Cristo y la Iglesia son, por tanto, el “Cristo total”. La Iglesia es una con Cristo.

Los fieles de Cristo:
jerarquía, laicos, vida consagrada
(871 – 873)

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) se consagran a Dios [vida consagrada].

Los fieles laicos.
Su vocación
(897 – 900)

Por laicos (o seglares) se entiende a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo. Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo. Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios.

Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas.

Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia.

Participación de los laicos
en la misión sacerdotal de Cristo
(901 – 903)

Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, si se realizan en el Espíritu, se convierten en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del Cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios. De manera particular, los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos.

Participación de los laicos
en la misión profética de Cristo
(904 – 907)

Cristo realiza su función profética, no sólo a través de la jerarquía, sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra. Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo creyente.

Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. En los laicos, esta evangelización adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo. Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes, como a los fieles.

Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores.

Participación de los laicos
en la misión real de Cristo
(908 – 913)

Por su obediencia hasta la muerte, Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, al reino del pecado. «El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«En la Sinagoga estaba establecido el pasaje que debía leerse. Pero, sea cual sea el pasaje, hoy está escrito para mí. Tanto si escucho la Escritura en la asamblea de los fieles, como si la escucho en privado, si Tú, Señor, lees por mí, siempre habrá un texto que me dirá algo en la situación en que me encuentro. Y si mi corazón está lleno de ti, descubriré inmediatamente la palabra que me puede dar el empuje y la ayuda que necesito» (Un monje de la Iglesia oriental).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Por los siglos.

Amén.

19 de enero de 2025: DOMINGO II ORDINARIO “C”


La familia, iglesia doméstica

Is 62, 1-5: Se regocija el marido con su esposa
Sal 95: Contad las maravillas del Señor a todas las naciones
1 Co 12, 4-11: El mismo y único Espíritu reparte a cada uno en particular como él quiere
Jn 2,1-11: Este fue el primero de los signos que Jesús realizó en Caná de Galilea

I. LA PALABRA DE DIOS

Finalizado ya el tiempo de Navidad y Epifanía, la liturgia de este domingo todavía se detiene a contemplar algo de lo que en ese tiempo se nos ha dado. Las Bodas de Caná son el tercer misterio de epifanía que –aunque no tiene una fiesta propia, como la adoración de los Magos y el Bautismo del Señor– manifiesta a Cristo como «el Esposo». Todo cristiano está llamado a una unión esponsal con Cristo, marcada por el amor, la entrega y la fidelidad.

El Evangelio habla de misterio nupcial: «había una boda». Cristo aparece como el Esposo que celebra el festín de las bodas con la Esposa, la Iglesia, cuyo modelo es María –«La Mujer»–. En efecto, la liturgia de Navidad y Epifanía nos ha hecho contemplar el misterio de la Encarnación como los desposorios del Verbo con la humanidad.

Isaías profetiza lo que el Evangelio manifestará. La venida del Mesías será como la de un novio regio que alegrará y elevará a su esposa. Expresa el amor apasionado de Cristo por su Iglesia, a la que anhela embellecer y adornar con su propia santidad: «por amor de Jerusalén, no descansaré hasta que rompa la aurora de su justicia». La Iglesia, antes abandonada y devastada, ahora es la «Desposada». El amor de Cristo, lavándola y uniéndola consigo, la ha hecho nueva: «Te pondrán un nombre nuevo, pronunciado por la boca del Señor». Más aún, la ha engalanado, depositando en ella sus propias gracias y virtudes, la ha colmado de una gloria que es visible para todos los pueblos.

El salmo 95 canta estas maravillas obradas en la Iglesia Esposa, invitando a «toda la tierra» a unirse a su alabanza. Es un himno exultante: «Contad a los pueblos su gloria, sus maravillas a todas las naciones», pues la gloria de la Iglesia le viene de su Esposo. «Cantad al Señor un cántico nuevo», pues la Iglesia, que ha sido renovada por la gracia de la Navidad, es capaz de cantar de manera nueva.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los milagros de Jesús:
signos del Reino de Dios
(561, 547 — 550)

La vida entera de Cristo fue una continua enseñanza: su silencio, sus milagros, sus gestos, su oración, su amor al hombre, su predilección por los pequeños y los pobres, la aceptación total del sacrificio en la cruz por la salvación del mundo, su resurrección, son la actuación de su palabra y el cumplimiento de la revelación.

Jesús acompaña sus palabras con numerosos «milagros, prodigios y signos» que manifiestan que el Reino está presente en Él. Ellos atestiguan que Jesús es el Mesías anunciado. Por la Cruz de Cristo será definitivamente establecido el Reino de Dios: Dios reinó desde el madero de la Cruz.

El matrimonio cristiano:
signo eficaz del amor esponsal de Cristo
(1612 — 1613, 1617)

En el umbral de su vida pública, Jesús realiza su primer signo —a petición de su Madre— con ocasión de un banquete de bodas. La Iglesia concede una gran importancia a la presencia de Jesús en las bodas de Caná. Ve en ella la confirmación de la bondad del matrimonio y el anuncio de que en adelante el matrimonio será un signo eficaz de la presencia de Cristo.

Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. Puesto que es signo y comunicación de la gracia, el matrimonio entre bautizados es un verdadero sacramento de la Nueva Alianza.

El matrimonio en el plan de Dios
(1603 — 1608)

Dios, que ha creado al hombre por amor, lo ha llamado también al amor, vocación fundamental e innata de todo ser humano. Porque el hombre fue creado a imagen y semejanza de Dios, que es Amor. Habiéndolos creado Dios hombre y mujer, el amor mutuo entre ellos se convierte en imagen del amor absoluto e indefectible con que Dios ama al hombre. Este amor es bueno, muy bueno, a los ojos del Creador. Y este amor que Dios bendice es destinado a ser fecundo y a realizarse en la obra común del cuidado de la creación. «Y los bendijo Dios y les dijo: «Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla«».

La íntima comunidad de vida y amor conyugal, está fundada por el Creador y provista de leyes propias. El mismo Dios es el autor del matrimonio. La vocación al matrimonio se inscribe en la naturaleza misma del hombre y de la mujer, según salieron de la mano del Creador. El matrimonio no es una institución puramente humana. La salvación de la persona y de la sociedad humana y cristiana está estrechamente ligada a la prosperidad de la comunidad conyugal y familiar.

El matrimonio
bajo la esclavitud del pecado
(1606 — 1608)

Todo hombre, tanto en su entorno como en su propio corazón, vive la experiencia del mal. Esta experiencia se hace sentir también en las relaciones entre el hombre y la mujer. En todo tiempo, la unión del hombre y la mujer vive amenazada por la discordia, el espíritu de dominio, la infidelidad, los celos y conflictos que pueden conducir hasta el odio y la ruptura.

Según la fe, este desorden que constatamos dolorosamente, no se origina en la naturaleza del hombre y de la mujer, ni en la naturaleza de sus relaciones, sino en el pecado. El primer pecado, ruptura con Dios, tiene como consecuencia primera la ruptura de la comunión original entre el hombre y la mujer. Sus relaciones quedan distorsionadas por agravios recíprocos; su atractivo mutuo, don propio del creador, se cambia en relaciones de dominio y de concupiscencia; la hermosa vocación del hombre y de la mujer de ser fecundos, de multiplicarse y someter la tierra queda sometida a los dolores del parto y los esfuerzos de ganar el pan.

Sin embargo, el orden de la Creación subsiste aunque gravemente perturbado. Para sanar las heridas del pecado, el hombre y la mujer necesitan la ayuda de la gracia que Dios, en su misericordia infinita, jamás les ha negado. Sin esta ayuda, el hombre y la mujer no pueden llegar a realizar la unión de sus vidas en orden a la cual Dios los creó «al comienzo».

El matrimonio en Cristo
(1614 — 1616, 1661)

En su predicación, Jesús enseñó sin ambigüedad el sentido original de la unión del hombre y la mujer, tal como el Creador la quiso al comienzo: la autorización, dada por Moisés, de repudiar a la mujer era una concesión a la dureza del corazón; la unión matrimonial del hombre y la mujer es indisoluble: Dios mismo la estableció: «lo que Dios unió, que no lo separe el hombre».

Viniendo para restablecer el orden inicial de la creación perturbado por el pecado, Cristo da la fuerza y la gracia para vivir el matrimonio en la dimensión nueva del Reino de Dios. Siguiendo a Cristo, renunciando a sí mismos, tomando sobre sí sus cruces, los esposos podrán «comprender» el sentido original del matrimonio y vivirlo con la ayuda de Cristo. Esta gracia del Matrimonio cristiano es un fruto de la Cruz de Cristo, fuente de toda la vida cristiana.

El Sacramento del Matrimonio, instituido por Cristo, es el Sacramento por el que un hombre y una mujer –bautizados– se unen ante Dios para siempre, con el fin de formar una comunidad de vida y amor, colaborando con el Creador en la transmisión de la vida. Por tanto los fines del Matrimonio son dos: el bien de los esposos y la generación y educación de los hijos.

El amor conyugal tiene tres propiedades esenciales: la unidad fiel –un sólo hombre con sólo una mujer–, la indisolubilidad –hasta la muerte– y la apertura a la vida –sin impedir los hijos–. Sin embargo, los esposos a los que Dios no ha concedido tener hijos pueden llevar una vida conyugal plena de sentido, humana y cristianamente. Su matrimonio puede irradiar una fecundidad de caridad, de acogida y de sacrificio.

El sacramento del Matrimonio significa la unión de Cristo con la Iglesia y produce los siguientes efectos: da a los esposos la gracia de amarse con el amor con el que Cristo ama a su Iglesia; reafirma su unidad indisoluble, y les ayuda a santificarse y a educar a los hijos formando una familia cristiana.

Las parejas de bautizados que hacen vida matrimonial sin recibir el Sacramento del Matrimonio, o los divorciados que se casan otra vez, son uniones irregulares que van gravemente contra la Ley de Dios. Los que viven así, aunque no están separados de la Iglesia, no pueden recibir la comunión eucarística, ni ningún otro Sacramento, mientras no regularicen su situación. Sí que pueden vivir la vida cristiana practicando la oración y educando a sus hijos en la fe.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Qué matrimonio el de dos cristianos!.. Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne. Donde la carne es una, también es uno el espíritu» (Tertuliano).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Oh, Dios, que en la Sagrada Familia
nos dejaste un modelo perfecto de vida familiar
vivida en la fe y la obediencia a tu voluntad.

Ayúdanos a ser ejemplo de fe y amor
a tus mandamientos.

Socórrenos en nuestra misión
de transmitir la fe a nuestros hijos.

Abre su corazón para que crezca en ellos
la semilla de la fe que recibieron en el bautismo.

Fortalece la fe de nuestros jóvenes,
para que crezcan en el conocimiento de Jesús.

Aumenta el amor y la fidelidad
en todos los matrimonios,
especialmente aquellos que pasan
por momentos de sufrimiento o dificultad.

Amén.