Mal 3, 1-4. Llegará a su santuario el Señor a quien vosotros andáis buscando.
Sal 23. El Señor, Dios del universo, él es el Rey de la gloria.
Hb 2, 14-18. Tenía que parecerse en todo a sus hermanos.
Lc 2, 22-40. Mis ojos han visto a tu Salvador.
I. LA PALABRA DE DIOS
La Presentación de Cristo en el Templo es el cuarto misterio gozoso del Rosario y se celebra en el calendario litúrgico cuarenta días después de Navidad, el 2 de febrero. Esta fiesta se llama también de «la Candelaria», para subrayar que Cristo es la luz del mundo tal como lo predijo Simeón.
Los padres de Cristo le llevaron al templo, cuarenta días después de su nacimiento, para cumplir con dos ritos prescritos «según la Ley de Moisés»: la purificación ritual de la madre y la presentación del primogénito. La purificación de la mujer tras el parto era necesaria antes de que pudiera adorar en el Templo; se requería el sacrificio de un cordero o, en el caso de los pobres, «un par de tórtolas o dos pichones». Sin duda, las circunstancias de la concepción de María y del nacimiento de Cristo aseguraban su pureza, pero ella cumplió con la ley. El rito de presentación de un niño era una «redención pública» necesaria para cualquier hijo primogénito de cualquier tribu distinta de la de Leví. Los padres de familia ofrecían simbólicamente su hijo a Dios y lo recuperaban luego tras una pequeña ofrenda.
En el evangelio se menciona expresamente «la ley» cinco veces. El misterio que hoy celebramos expresa la voluntad del Hijo de Dios de someterse a una ley que no le obligaba, para rescatar a los que estaban bajo la Ley (cf. Gál 4,5), a los perdidos por la desobediencia (cf. Rom 5,19).
«Simeón, hombre justo y piadoso», es decir, exacto cumplidor de los preceptos de la Ley, con el que manifestaba su santo temor de Dios. «El consuelo de Israel» significaba la liberación realizada por el Mesías.
El cántico de Simeón, que la Iglesia repite y actualiza cada noche en la oración de Completas, es un pequeño himno inspirado por el Espíritu. La salvación que trae Cristo es la «luz» –revelación divina– que se ofrece, no sólo a Israel, sino a «todos los pueblos», si aceptan a Jesús por la fe. Jesús es la prueba –«signo de contradicción»– dada por Dios; y María está asociada a la obra redentora de su Hijo mediante la cruz: «una espada te traspasará el alma». La fe de María nunca vaciló ya que confiaba plenamente en la Palabra de Dios. Ella, más que cual otra persona de la historia, experimentó y participó íntimamente en el misterio del sufrimiento redentor.
«Y la gracia de Dios estaba con él». La gracia de Dios, la benevolencia divina, es decir que Dios lo miraba complacido. «El niño … iba creciendo y robusteciéndose, lleno de sabiduría»: la personalidad humana de Jesús fue cultivada y modelada por una educación judía cuyos valores positivos asimiló plenamente; pero también fue dotada de una conciencia de sí mismo completamente original, que tocaba su relación con Dios y la misión que debía cumplir entre los hombres.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La Presentación de Jesús en el Templo
529. 713
La Presentación de Jesús en el Templo (cf. Lc 2, 22-39) lo muestra como el Primogénito que pertenece al Señor (cf. Ex 13,2.12-13). Con Simeón y Ana, toda la expectación de Israel es la que viene al «Encuentro» de su Salvador (la tradición bizantina llama así a este acontecimiento). Jesús es reconocido como el Mesías tan esperado, «luz de las naciones» y «gloria de Israel», pero también «signo de contradicción». La espada de dolor predicha a María anuncia otra oblación, perfecta y única, la de la Cruz que dará la salvación que Dios ha preparado «ante todos los pueblos».
Los rasgos del Mesías se revelan sobre todo en los Cantos del Siervo (cf. Is 42, 1-9; Is 49, 1-6; Is 50, 4-10 y 52, 13-53, 12). Estos cantos anuncian el sentido de la Pasión de Jesús, e indican así cómo enviará el Espíritu Santo para vivificar a la multitud: no desde fuera, sino desposándose con nuestra «condición de esclavos» (Flp 2, 7). Tomando sobre sí nuestra muerte, puede comunicarnos su propio Espíritu de vida.
Jesús y el Templo
583-586
Como los profetas anteriores a Él, Jesús profesó el más profundo respeto al Templo de Jerusalén. Fue presentado en él por José y María cuarenta días después de su nacimiento (Lc. 2, 22-39). A la edad de doce años, decidió quedarse en el Templo para recordar a sus padres que se debía a los asuntos de su Padre (cf. Lc 2, 46-49). Durante su vida oculta, subió allí todos los años al menos con ocasión de la Pascua (cf. Lc 2, 41); su ministerio público estuvo jalonado por sus peregrinaciones a Jerusalén con motivo de las grandes fiestas judías (cf. Jn 2, 13-14; 5, 1. 14; 7, 1. 10. 14; 8, 2; 10, 22-23).
Jesús subió al Templo como al lugar privilegiado para el encuentro con Dios. El Templo era para Él la casa de su Padre, una casa de oración, y se indigna porque el atrio exterior se haya convertido en un mercado (Mt 21, 13). Si expulsa a los mercaderes del Templo es por celo hacia las cosas de su Padre: «No hagáis de la Casa de mi Padre una casa de mercado. Sus discípulos se acordaron de que estaba escrito: ‘El celo por tu Casa me devorará’ (Sal 69, 10)» (Jn 2, 16-17). Después de su Resurrección, los Apóstoles mantuvieron un respeto religioso hacia el Templo (cf. Hch 2, 46; 3, 1; 5, 20. 21).
Lejos de haber sido hostil al Templo (cf. Mt 8, 4; 23, 21; Lc 17, 14; Jn 4, 22) donde expuso lo esencial de su enseñanza (cf. Jn 18, 20), Jesús quiso pagar el impuesto del Templo asociándose con Pedro (cf. Mt 17, 24-27), a quien acababa de poner como fundamento de su futura Iglesia (cf. Mt 16, 18). Aún más, se identificó con el Templo presentándose como la morada definitiva de Dios entre los hombres (cf. Jn 2, 21; Mt 12, 6). Por eso su muerte corporal (cf. Jn 2, 18-22) anuncia la destrucción del Templo que señalará la entrada en una nueva edad de la historia de la salvación: «Llega la hora en que, ni en este monte, ni en Jerusalén adoraréis al Padre»(Jn 4, 21; cf. Jn 4, 23-24; Mt 27, 51; Hb 9, 11; Ap 21, 22).
Jesús anunció, no obstante, en el umbral de su Pasión, la ruina de ese espléndido edificio del cual no quedará piedra sobre piedra (cf. Mt 24, 1-2). Hay aquí un anuncio de una señal de los últimos tiempos que se van a abrir con su propia Pascua (cf. Mt 24, 3; Lc 13, 35).
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
Fiesta de la Presentación del Señor, llamada «Hypapante» por los griegos: cuarenta días después de Navidad, Jesús fue llevado al Templo por María y José, y lo que pudo aparecer como cumplimiento de la ley mosaica se convirtió, en realidad, en su encuentro con el pueblo creyente y gozoso. Se manifestó, así, como luz para alumbrar a las naciones y gloria de su pueblo, Israel (elog. del Martirologio Romano).
«Hemos visto la verdadera Luz, hemos recibido el Espíritu celestial, hemos encontrado la verdadera fe: adoramos la Trinidad indivisible porque ella nos ha salvado» (Oficio Bizantino de las Horas).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Dios todopoderoso y eterno,
rogamos humildemente a tu majestad
que, así como tu Hijo unigénito
ha sido presentado en el templo
en la realidad de nuestra carne,
nos concedas, de igual modo,
ser presentados ante ti
con el alma limpia.
Amén.
