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16 de noviembre de 2025: DOMINGO XXXIII ORDINARIO “C”


Creo en la vida eterna

Mal 3,19-20a: A vosotros os iluminará un sol de justicia.

Sal 97: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

2 Ts 3, 7-12: Si alguno no quiere trabajar, que no coma.

Lc 21,5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

I. LA PALABRA DE DIOS

Malaquías y los últimos profetas anteriores a la venida de Jesucristo anunciaron «el día del Señor», grande y terrible. Las descripciones bíblicas del «último día» hablan de destrucción de lo que es pasajero y de revelación del único Señor y Dios. ¿Producen temor, o más bien alimentan nuestra esperanza en el Señor que viene?.

El apóstol Pablo critica en la segunda lectura a los que viven sin trabajar, a costa de los demás, con la excusa de esperar la venida del Señor. Él, con su ejemplo de vida, les enseña a mantenerse vigilantes, pero con serenidad y laboriosidad.

En el Evangelio, a pesar de la brillantez de la entrada de Jesús en Jerusalén, el presagio de la Pasión ya cercana oscureció los últimos días del Maestro en la ciudad santa. Jesús aprovechó para instruir a los discípulos acerca de la próxima destrucción del Templo y de la ciudad, así como sobre las persecuciones que acompañarían a la Iglesia, teniendo como perspectiva última el final de los tiempos.

«No quedará piedra sobre piedra». Jesús anuncia a todos la ruina de lo que más amaban. Pero el peligro más serio no era la caída de Jerusalén, ni la destrucción del Templo, sino la falta de fidelidad por cansancio en la larga espera, llena de persecuciones y dificultades, antes de entrar en la “gloria”. «Perseverancia» es paciencia, constancia, capacidad de resistir.

«Mirad que nadie os engañe». Son muchas veces las que el Nuevo Testamento nos advierte que surgirán falsos maestros y profetas (1 Tim 1,3-7; 6,3-5; 2 Tim 4,3-4; 2 Pe 2,1-3…) y que hemos de estar atentos para no dejarnos embaucar. En estos tiempos de confusión es necesaria más que nunca una fe firme y vigilante, una fe consciente y bien formada que sea capaz de discernir para detectar y denunciar estos falsos mesías: «muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy”». Al final se pondrá de manifiesto su falsedad, pues desaparecerán como la paja, «no les dejará ni copa ni raíz» (primera lectura). Pero mientras tanto pueden causar estragos.

«Todos os odiarán a causa de mi nombre». La persecución no debe sorprender al cristiano. Está más que avisada por Cristo. Más aún, está asegurada al que le es fiel a Él y a su evangelio. «Esto os servirá de ocasión para dar testimonio». Jesús y su Espíritu no abandonarán nunca a sus mártires (= testigos); les darán la capacidad de hablar con sabiduría elocuente. Por lo demás, nada más falso que concebir la vida en este mundo como un remanso de paz. La vida nos ha sido dada para combatir, para luchar por Cristo y por los hermanos. El que renuncia a luchar ya está derrotado. La seguridad nos viene de la protección fiel de Cristo, que ha luchado y sufrido antes que nosotros y más que nosotros.

Con la mirada puesta en las cosas últimas y definitivas, la Palabra de Dios quiere liberarnos de falsas seguridades, ilusiones y espejismos. Lo mismo que aquellos judíos deslumbrados por la belleza exterior del templo, también nosotros nos deslumbramos por cosas que son pura apariencia, que son efímeras y pasajeras. Frente a tanta falsedad que nos acecha en el mundo en que vivimos, frente a tantas ofertas vanas e inconsistentes, sólo la Palabra de Dios es la verdad, sólo ella «permanece para siempre».

La enseñanza de la Iglesia sobre el juicio final y el último día es un mensaje esperanzador. Quien vive en Cristo, espera y ansía ver a Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El juicio final
(1020, 1038 – 1041)

El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores, precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28‑29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… y serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31ss).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación». Inspira el santo temor de Dios (respeto a Dios). Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído».

La esperanza de los cielos nuevos
y la tierra nueva
(1042 – 1048)

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres.

La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra». En este “universo nuevo” Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado».

Frutos para la vida eterna
(1049 – 1050)

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.

Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal.

Venga a nosotros tu Reino
(2816 – 2821)

Marana Tha”, es el grito del Espíritu y de la Esposa: “ven, Señor Jesús”: es a Cristo en persona a quien llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete.

«El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo». Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡venga tu Reino!».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Todo el mal que hacen los malos se registra –y ellos no lo saben–. El día en que «Dios no se callará» … Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá Él, a los pobrecitos para ustedes. Yo, su cabeza gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubieran dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados de ustedes para llevar sus buenas obras a mi tesoro: como no han depositado nada en sus manos, no poseen nada en Mí” (San Agustín).

«A la tarde [de la vida] te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.

Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.

Este mundo bueno fue
si bien usásemos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquel
que atendemos.

Amén.

9 de noviembre de 2025: Domingo de la Dedicación de la Basílica de Letrán


Fiesta de la Dedicación de la basílica de Letrán en honor de Cristo Salvador, construida por el emperador Constantino como sede de los obispos de Roma. Su anual celebración en toda la Iglesia latina es un signo permanente de amor y de unidad con el Romano Pontífice.

Ez 47, 1-2. 8-9. 12. Vi agua que manaba del templo, y habrá vida allí donde llegue el torrente.
Sal 45. Un río y sus canales alegran la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada.
1 Cor 3, 9c-11. 16-17. Sois templo de Dios.
Jn 2, 13-22. Hablaba del templo de su cuerpo.

I. LA PALABRA DE DIOS

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Jesús realmente murió, pero no permaneció bajo el dominio de la muerte. De manera implícita estas palabras, además del anunció de su muerte y resurrección, dicen más: si la resurrección de un cadáver requiere la intervención divina, al declararse Jesús autor de su propia resurrección, está afirmando su divinidad.

«Él hablaba del templo de su cuerpo». La humanidad de Jesús es el verdadero templo de los cristianos; «Porque en él habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,3); a su imagen, en medida muy inferior, también el cristiano es «templo de Dios».

«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Cada cristiano que está en gracia de Dios es templo de Dios en el que habita el Espíritu Santo. La comunidad cristiana, la Iglesia, es también Cuerpo místico de Cristo y templo del Espíritu Santo.

«Mire cada cual cómo construye». Una llamada a la responsabilidad que a cada uno le corresponde en la construcción de la comunidad, en la tarea de la edificación de la Iglesia.

«Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo». Jesucristo es quién ha puesto los cimientos de la Iglesia sobre los Apóstoles. No se construye la unidad de la Iglesia fuera de la herencia –»La Escritura y a la palabra que había dicho Jesús«: la verdad revelada, el depósito de la fe– recibida de los Apóstoles.

«Si alguno destruye el templo de Dios…»: No se puede pretender «agrandar la tienda», con la excusa de que quepan «¡Todos, todos, todos!», construyendo (añadiendo, cambiando, quitando) fuera de la verdad recibida de los Apóstoles, sería «destruir» el templo de Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús es el nuevo Templo

Cristo es el nuevo Templo. Así lo había anunciado cuando expulsó a los mercaderes del Templo: « Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».  Él hablaba del templo de su cuerpo»La Humanidad sacratísima de nuestro Señor Jesucristo es la verdadera morada, camino y lugar de nuestro encuentro con Dios.

A partir de la muerte redentora de Cristo en la cruz, pierde sentido el antiguo Templo de Jerusalén. Ahora, en el lugar del Templo está Jesús, el crucificado y resucitado. Todo templo nos remite en definitiva a Él, el verdadero templo y centro de la Iglesia. Ahora la tienda de Dios, la nube de su presencia, se encuentran allí donde se celebra el misterio de su Cuerpo y de su Sangre. Esto quiere decir, que ahora la sacralidad es mayor y más potente, porque es más auténtica de lo que lo era en la Antigua Alianza; y también quiere decir que se ha hecho más vulnerable y requiere de mayor atención y respeto por nuestra parte: no solamente pureza ritual, sino también una completa preparación del corazón.

El lugar de la celebración de la fe
(1179-1186, 1197-1199)

El edificio material de piedra es el signo visible de la Iglesia viva edificada por Dios; el lugar donde, en las celebraciones litúrgicas, hace de nosotros templos vivos de su gloria, edificados sobre su Hijo Jesucristo, piedra angular de la misma. Por ello, desde muy antiguo se llamó «iglesia» al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía.

El templo debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía.

El templo tiene una significación escatológica. Para entrar en la casa de Dios ordinariamente se franquea un umbral, símbolo del paso desde el mundo herido por el pecado al mundo de la vida nueva al que todos los hombres son llamados. La Iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora.

Significado de los distintos elementos de las iglesias:

El altar es símbolo de Cristo. Los antiguos Padres de la Iglesia no dudaron en afirmar que Cristo fue, al mismo tiempo, Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio: el Padre lo ungió con el Espíritu Santo y lo constituyó sumo Sacerdote para que, en el altar de su cuerpo, ofreciera el sacrificio de su vida por la salvación de todos.

El altar cristiano es ara del sacrificio eucarístico y al mismo tiempo la mesa del Señor, alrededor de la cual los sacerdotes y los fieles, en una misma acción pero con funciones diversas, celebran el memorial de la muerte y resurrección de Cristo y comen la Cena del Señor. Por eso, el altar, como mesa del banquete sacrificial, se viste con manteles y adorna festivamente con velas y flores. Ello significa claramente que es la mesa del Señor, a la cual todos los fieles se acercan alegres para nutrirse con el alimento celestial que es el cuerpo y la sangre de Cristo inmolado.

El sagrario (o tabernáculo) debe estar situado dentro de las iglesias en un lugar de los más dignos con el mayor honor. La nobleza, la disposición y la seguridad del tabernáculo eucarístico deben favorecer la adoración del Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar.

La sede del sacerdote debe significar el oficio de presidente de la asamblea y director de la oración.

El ambón: la dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que, durante la liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fieles.

La pila bautismal: la reunión del pueblo de Dios comienza por el Bautismo; por tanto, el templo debe tener lugar apropiado para la celebración del Bautismo (baptisterio o capilla bautismal) y favorecer el recuerdo de las promesas del bautismo con el agua bendita.

El confesionario: la renovación de la vida bautismal exige la penitencia. Por tanto el templo debe estar preparado para que se pueda expresar el arrepentimiento y la recepción del perdón, lo cual exige asimismo un lugar apropiado.

Los santos Óleos. El Santo Crisma, cuya unción es signo sacramental del sello del don del Espíritu Santo, es tradicionalmente conservado y venerado en un lugar seguro del santuario, junto con el Óleo de los Catecúmenos y el de los Enfermos.

Las imágenes sagradas están destinadas a despertar y alimentar nuestra fe en el Misterio de Cristo. A través del icono de Cristo y de sus obras de salvación, es a Él a quien adoramos. A través de las sagradas imágenes de la Santísima Madre de Dios, de los ángeles y de los santos, veneramos a quienes en ellas son representados.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Todo lo que implica irreverencia a las cosas sagradas es injuria que se hace a Dios, y constituye un sacrilegio. En el sacrilegio hallamos una razón especial de deformidad, porque con él se viola una cosa sagrada al no tratarla con el debido respeto. Si uno viola una cosa sagrada, va en contra por eso mismo de la reverencia a Dios debida y peca, por consiguiente, con pecado de irreligiosidad (Santo Tomás de Aquino).

Estos lugares sagrados no pueden ser profanados por otras actividades que no sean la oración, el silencio y la liturgia. La iglesia es la casa de Dios. Está reservada exclusivamente para Él. Entramos con respeto y veneración, debidamente vestidos, porque temblamos ante la grandeza de Dios. No temblamos de miedo, sino de respeto, de estupor y admiración (Card. Robert Sarah).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh, Dios,
que preparas una morada eterna a tu majestad
con piedras vivas y elegidas,
multiplica en tu Iglesia

el espíritu de gracia que le has dado,
de modo que tu pueblo fiel
crezca siempre
para la edificación
de la Jerusalén del cielo.

Por  Jesucristo nuestro Señor. Amén.

2 de noviembre de 2025: DOMINGO, Conmemoración de todos los fieles difuntos


SUFRAGIOS, la memoria provechosa para nuestros difuntos

Las Misas no son homenajes a los difuntos

Ofrecemos la Misa, no en honor, ni como homenaje a los difuntos, ni como un mero acto de recuerdo entrañable; sino en sufragio de sus almas, para el perdón y la purificación de sus pecados.

Sentimos naturalmente el dolor, por la separación temporal de una persona querida, pero también el gozo sereno que nos da la esperanza en la resurrección. Porque creemos en la misericordia de Dios, en el perdón de los pecados y en la vida eterna.

¿Cómo podemos ayudar de verdad
a nuestros difuntos?

La oración por los difuntos

Orar por los difuntos es una obra de misericordia y un acto de justicia y caridad. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos, y que sigue siendo también hoy una experiencia consoladora, es que el amor puede llegar hasta el más allá; que es posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto, más allá del confín de la muerte.

El cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino que también hace eficaz su intercesión en nuestro favor. «No dudemos, pues,  en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo).

La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es don de Dios, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos, cuyo número es incalculable (Cf. Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros.

La mejor ayuda a nuestros difuntos:
Misas e indulgencias

Dado que nadie conoce el estado en que una persona muere, la Iglesia celeste y la que peregrina en el mundo interceden por los difuntos para que alcancen la perfección necesaria para ver a Dios. La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, siempre ha honrado la memoria de los difuntos y ha enseñado que, por el misterio de la comunión de los santos, podemos ayudar a nuestros difuntos —las almas del Purgatorio—, pues después de la muerte ya no pueden merecer para sí mismos, mediante la oración, las limosnas, los sacrificios y obras de penitencia, las indulgencias en su favor y especialmente ofreciendo por ellos la Santa Misa pidiendo por el perdón de sus pecados y su eterno descanso, y agradeciendo los beneficios que recibieron en vida, «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (Cf. 2 M 12, 45). De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. El cristiano no teme el trance de la muerte ni la purificación que viene tras ella, pues es obra del amor de Dios que perfecciona a su criatura.

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