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7 de enero de 2024: DOMINGO DEL BAUTISMO DEL SEÑOR “B”


«Te he llamado,… te he tomado de la mano,…
y te he hecho alianza de un pueblo, luz de las naciones»

Is 42,1-4.6-7: «Mirad a mi siervo, en quien me complazco»
Sal 28: «El Señor bendice a su pueblo con la paz»
Hch 10,34-38: «Ungido por Dios con la fuerza del  Espíritu Santo»
Mc 1,7-11: «Tú eres mi  Hijo amado, en ti me complazco»

I. LA PALABRA DE DIOS

«La caña cascada no la quebrará, la mecha vacilante no la apagará». Son palabras que manifiestan la confianza de Dios en el hombre, a pesar de todas sus debilidades y vacilaciones. Quien sigue a Cristo habrá de estimar posible su salvación por lejana y difícil que le parezca. Nuestra esperanza está puesta en Jesucristo, no en nuestras fuerzas.

San Marcos destaca el carácter teofánico del Bautismo de Jesús. El relato es una manifestación de fe en la divinidad de Cristo y un anuncio de lo que sucede en el Bautismo cristiano: que también somos ungidos por el Espíritu Santo, que somos hechos hijos de Dios, que entramos en comunión con la Santísima Trinidad.

El pasaje incluye, además del relato del bautismo en sí –muy breve en Marcos–, el anuncio del Bautista de que «Él os bautizará con Espíritu Santo»; con ello se pone de relieve que precisamente por ser el Mesías y estar lleno del Espíritu, Jesús puede bautizar –es decir, sumergir– en Espíritu a todos los que le aceptan.

«Fue bautizado por Juan». Siendo inocente y santo, al bautizarse, Jesús pasa por un pecador; por eso Juan quiere impedírselo (Mt 3,14). Jesús inicia su vida pública con la humillación, lo mismo que había sido su infancia y seguirá siendo toda su vida hasta acabar en la suprema humillación de la cruz. Jesús vive en la humillación permanente; no sólo acepta la humillación, sino que Él mismo la elige. ¿Y nosotros?

«Vio rasgarse los cielos». Los cielos –tanto tiempo cerrados– ahora se rasgan: en Jesús se ha restablecido la comunicación de Dios con los hombres y de los hombres con Dios; con Jesús, siervo de Yahvé e Hijo muy amado de Dios, comienza una etapa nueva. 

En el relato del bautismo, Jesús aparece como el «Hijo amado» del Padre. Esta es su identidad y su misterio a la vez: este hombre es el Hijo único del Padre, Dios igual que Él. Toda la vida humana de Jesús es una vida filial; vive como Hijo, y se sabe y se siente amado por el Padre: «El Padre ama al Hijo y lo ha puesto todo en sus manos» (Jn 3,35). También nosotros somos hijos de Dios por la gracia recibida en el bautismo. Pero nuestra vida cristiana no tendrá base sólida ni cobrará altura si no vivimos en la benevolencia del Padre y no experimentamos la alegría de ser hijos amados de Dios.

El «Espíritu … bajaba hacia él como una paloma». El bautismo de Jesús pone de relieve que Él es efectivamente el Mesías, el Ungido de Dios. Ungido por el Espíritu Santo, toda su existencia va a ser conducida por este Espíritu (Lc 4,1.4).

Dios viene al mundo a través de la Encarnación de Jesucristo, Hijo de Dios, segunda Persona de la Santísima Trinidad. El bautismo de Cristo fue la primera manifestación explícita de la Santísima Trinidad: la presencia física del Hijo, la voz del Padre, y el Espíritu Santo, bajando como una paloma.

Jesús es totalmente dócil a la acción del Espíritu Santo en Él, y nos da su mismo Espíritu a nosotros. ¿Tengo conciencia de ser «templo del Espíritu Santo»? (1Cor 6,19) ¿Conozco al Espíritu Santo o soy como aquellos discípulos de Juan que ni siquiera sabían que existía el Espíritu Santo? (He 19,2). «Los que se dejan llevar por el Espíritu, esos son los hijos de Dios» (Rom 8,14): ¿me dejo guiar dócilmente por este Espíritu que mora en mí? ¿Experimento como Jesús «la alegría del Espíritu Santo»? (Lc 10,21). ¿Dejo que Él produzca en mí sus frutos? (Gal 5,22-23).

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús, el Cristo, el Mesías, el Ungido
(151, 436, 438)

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en Aquel que él ha enviado, «su Hijo amado», en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí». Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Porque «ha visto al Padre», él es único en conocerlo y en poderlo revelar.

Cristo viene de la traducción griega del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido«. Pasa a ser nombre el propio de Jesús porque Él cumple perfectamente la misión divina que esa palabra significa.

La consagración mesiánica de Jesús manifiesta su misión divina. «Por otra parte, eso es lo que significa su mismo nombre, porque en el nombre de Cristo está sobre entendido El que ha ungido, El que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: El que ha ungido, es el Padre. El que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción» (S. Ireneo de Lyon). Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena en el momento de su bautismo por Juan, cuando «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder» (Hch 10, 38) «para que él fuese manifestado a Israel» (Jn 1, 31) como su Mesías. Sus obras y sus palabras lo dieron a conocer como «el santo de Dios».

El bautismo de Jesús
(536, 537)

El bautismo de Jesús es, por su parte, la aceptación y la inauguración de su misión de Siervo doliente. Se deja contar entre los pecadores; es ya «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo»; anticipa ya el «bautismo» de su muerte sangrienta. Viene ya a «cumplir toda justicia», es decir, se somete enteramente a la voluntad de su Padre: por amor acepta el bautismo de muerte para la remisión de nuestros pecados. A esta aceptación responde la voz del Padre que pone toda su complacencia en su Hijo. El Espíritu que Jesús posee en plenitud desde su concepción viene a «posarse» sobre Él. De Él manará este Espíritu para toda la humanidad. En su bautismo, «se abrieron los cielos» que el pecado de Adán había cerrado; y las aguas fueron santificadas por el descenso de Jesús y del Espíritu como preludio de la nueva creación.

Por el bautismo, el cristiano se asimila sacramentalmente a Jesús que anticipa en su bautismo su muerte y su resurrección: debe entrar en este misterio de rebajamiento humilde y de arrepentimiento, descender al agua con Jesús, para subir con Él, renacer del agua y del Espíritu para convertirse, en el Hijo, en hijo amado del Padre y vivir una vida nueva.

Los frutos del Bautismo
(1279)

El fruto del Bautismo, o gracia bautismal, es una realidad rica que comprende: el perdón del pecado original y de todos los pecados personales; el nacimiento a la vida nueva, por la cual el hombre es hecho hijo adoptivo del Padre, miembro de Cristo, templo del Espíritu Santo. Por la acción misma del bautismo, el bautizado es incorporado a la Iglesia, Cuerpo de Cristo, y hecho partícipe del sacerdocio de Cristo.

El Sello o carácter bautismal
(1280, 1272, 1273, 1274)

El Bautismo imprime en el alma un signo espiritual indeleble de su pertenencia a Cristo, el carácter, que consagra al bautizado al culto de la religión cristiana. Este sello no es borrado por ningún pecado, aunque el pecado impida al Bautismo dar frutos de salvación. Dado una vez por todas, por razón del carácter, el Bautismo no puede ser reiterado.

El sello bautismal capacita y compromete a los cristianos a servir a Dios mediante una participación viva en la santa Liturgia de la Iglesia y a ejercer su sacerdocio bautismal por el testimonio de una vida santa y de una caridad eficaz.

El «sello del Señor», es el sello con que el Espíritu Santo nos ha marcado «para el día de la redención». El Bautismo, en efecto, es el sello de la vida eterna. El fiel que «guarde el sello» hasta el fin, es decir, que permanezca fiel a las exigencias de su Bautismo, podrá morir marcado con «el signo de la fe», con la fe de su Bautismo, en la espera de la visión bienaventurada de Dios –consumación de la fe– y en la esperanza de la resurrección.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Considera dónde eres bautizado, de dónde viene el Bautismo: de la cruz de Cristo, de la muerte de Cristo. Ahí está todo el misterio: Él padeció por ti. En él eres rescatado, en él eres salvado» (San Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Una voz se levanta en el llano:
«Convertíos y haced penitencia»;
el Señor se sumerge en las aguas
para darnos la vida por ellas.

En Caná manifiesta su gloria
con el cambio del agua en el vino,
esperando la hora fijada
en que habrá de explicar este signo.

Escuchando tu voz, Padre amado,
veneramos a tu único Hijo,
sobre el cual el Espíritu Santo
descendió para ser tu testigo.

Amén.

6 de enero de 2024: LA EPIFANÍA DEL SEÑOR


Amanece el Señor,
y los pueblos caminan a su luz

Is 60,1-6 La gloria del Señor amanece sobre ti
Sal 71 Se postrarán ante ti, Señor, todos los pueblos de la tierra
Ef 3,2-3a.5-6 Ahora ha sido revelado que los gentiles son coherederos de la promesa
Mt 2,1-12 Venimos a adorar al Rey

I. LA PALABRA DE DIOS

Isaías anuncia un universalismo centrado en torno a la ciudad de Jerusalén. Pero ahora, la referencia para el creyente no es una ciudad; es una Persona: Jesucristo.

La noticia de «que también los gentiles son coherederos, miembros del mismo cuerpo y partícipes de la Promesa en Jesucristo, por el evangelio» , es la motivación principal de la misión de San Pablo.

San Mateo quiere dejar bien sentada la universalidad de la salvación de Cristo, y más teniendo en cuenta que los destinatarios principales de su mensaje eran judíos, marcados aún por el nacionalismo a ultranza. En el momento de redactar el evangelio, la ruptura de fronteras y razas por el cristianismo era ya una realidad. El encuentro de Jesús con los hombres y las culturas, cuando es auténtico, hace superar los nacionalismos particularistas.

La identidad de Jesús como Cristo, el Hijo de Dios, fue revelada por etapas: en primer lugar a María y José, después a los pastores, después a los Reyes Magos; y más tarde a San Juan Bautista, y a los discípulos, en las bodas de Caná. La misión de la Iglesia consiste en dar a conocer a Cristo a todas las naciones. Los pastores representan a los pobres e ignorantes, mientras que los Reyes Magos representan a los creyentes de otras religiones, a los paganos y a los sabios. Todos están llamados a compartir el don de la salvación en el reino de Cristo recibiendo la Buena Noticia y reconociendo a Jesús como el Cristo, el Hijo de Dios, y el rey de todas las naciones.

«Unos magos de Oriente», unos sabios o astrólogos, con algún conocimiento de las doctrinas del mesianismo judío, que eran muy probablemente también mercaderes, caravaneros que transportaban a Egipto productos para embalsamar. A oídos judíos, «magos» sonaba a «paganos». En estos «magos», representantes de las religiones paganas del entorno de Israel, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen la Buena Noticia de salvación por la Encarnación. Toda la escena de la Epifanía gira en torno a la adoración: «venimos a adorarlo». Los Magos se rinden ante Cristo y le adoran, reconociéndole como Rey –el «oro»– y como Dios –el «incienso»– y preanunciando el misterio de su muerte, como hombre que era, y resurrección –la «mirra»–. La adoración brota espontánea precisamente al reconocer la grandeza de Cristo y su soberanía, sobre todo, al descubrir su misterio insondable. En medio de un mundo que no sólo no adora a Cristo, sino que es indiferente ante Él o le rechaza abiertamente, los cristianos estamos llamados más que nunca a vivir el sentido de adoración, de reverencia y admiración, en la actitud profundamente religiosa de quien se rinde ante el misterio de Dios.

Y, finalmente, aparece el símbolo de la luz. «la estrella que habían visto salir comenzó a guiarlos». Para los comentaristas judíos de la biblia, «la estrella de Jacob» era interpretada como sinónimo del Mesías. San Justino la relaciona con la estrella anunciada por Balaán en el libro de los Números (24,17): «sale una estrella de Jacob». San Ignacio de Antioquía entendía la aparición de la estrella como la victoria de Cristo sobre las fuerzas del mal, que dominaban el mundo por medio de los astros. Su nacimiento destruyó toda magia y todo poder de maldad. Después de guiar a los Magos, la finalidad de la estrella había terminado. De ahora en adelante, la luz del mismo Cristo guía al pueblo de Dios.

El primer detalle que el evangelio de hoy sugiere es el enorme atractivo de Jesucristo. Apenas ha nacido y unos magos de países lejanos vienen a adorarlo. Ya desde el principio, sin haber hecho ni dicho nada, Jesús comienza a brillar y a atraer. Es lo que después ocurrirá en su vida pública continuamente: «¿Quién es este?» (Mc 4,41). «Nunca hemos visto cosa igual» (Mc 2,12). ¿Me siento yo atraído por Cristo? ¿Me fascina su grandeza y su poder? ¿Me deslumbra la hermosura de aquel que es «el más bello de los hombres» (Sal 45,3)?

La estrella que conduce a los Magos hasta Cristo expresa de una manera gráfica lo que ha de ser la vida de todo cristiano: una luz que, brillando en medio de las tinieblas de nuestro mundo, ilumine «a los que viven en tinieblas y en sombra de muerte» (Lc 1,79), les conduzca a Cristo para que experimenten su atractivo y le adoren, y les muestre «una razón para vivir» (Fil 2,15-16).

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios ha enviado a su Hijo para salvarnos
(422)

«Al llegar la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer, nacido bajo la ley, para rescatar a los que se hallaban bajo la ley, y para que recibiéramos la filiación adoptiva». He aquí «la Buena Nueva de Jesucristo, Hijo de Dios»: Dios ha visitado a su pueblo, ha cumplido las promesas hechas a Abraham y a su descendencia; lo ha hecho más allá de toda expectativa: Él ha enviado a su «Hijo amado».

Nosotros creemos y confesamos que Jesús de Nazaret, nacido judío de una hija de Israel, en Belén en el tiempo del rey Herodes el Grande y del emperador César Augusto; de oficio carpintero, muerto crucificado en Jerusalén, bajo el procurador Poncio Pilato, durante el reinado del emperador Tiberio, es el Hijo eterno de Dios hecho hombre, que ha «salido de Dios», «bajó del cielo», «ha venido en carne», porque «la Palabra se hizo carne, y puso su morada entre nosotros, y hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad… Pues de su plenitud hemos recibido todos, y gracia tras gracia».

Movidos por la gracia del Espíritu Santo y atraídos por el Padre nosotros creemos y confesamos a propósito de Jesús: «Tú eres el Cristo, el Hijo de Dios vivo». Sobre la roca de esta fe, confesada por San Pedro, Cristo ha construido su Iglesia.

La Epifanía,
manifestación de Jesús al mundo
(528)

La Epifanía es la manifestación de Jesús como Mesías de Israel, Hijo de Dios y Salvador del mundo. Con el bautismo de Jesús en el Jordán y las bodas de Caná, la Epifanía celebra la adoración de Jesús por unos «magos» venidos de Oriente. En estos «magos», representantes de religiones paganas de pueblos vecinos, el Evangelio ve las primicias de las naciones que acogen, por la Encarnación, la Buena Nueva de la salvación. La llegada de los magos a Jerusalén, para «rendir homenaje al rey de los Judíos», muestra que buscan en Israel –a la luz mesiánica de la estrella de David– al que será el Rey de las naciones. Su venida significa que los gentiles no pueden descubrir a Jesús y adorarle como Hijo de Dios y Salvador del mundo sino volviéndose hacia los judíos y recibiendo de ellos su promesa mesiánica, tal como está contenida en el Antiguo Testamento. La Epifanía manifiesta que «la multitud de los gentiles entra en la familia de los patriarcas» (S. León Magno).

La salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia
(846 – 850)

«Fuera de la Iglesia no hay salvación». ¿Cómo entender esta afirmación tantas veces repetida por los Padres de la Iglesia? Formulada de modo positivo, significa que toda salvación viene de Cristo-Cabeza por la Iglesia que es su Cuerpo. La Iglesia peregrina es necesaria para la salvación. Cristo, en efecto, es el único Mediador y camino de salvación que se nos hace presente en su Cuerpo, en la Iglesia. Él, al inculcar con palabras, bien explícitas, la necesidad de la fe y del bautismo, confirmó al mismo tiempo la necesidad de la Iglesia, en la que entran los hombres por el bautismo como por una puerta. Por eso, no podrían salvarse los que sabiendo que Dios fundó, por medio de Jesucristo, la Iglesia católica como necesaria para la salvación, sin embargo, no hubiesen querido entrar o perseverar en ella.

Esta afirmación no se refiere a los que, sin culpa suya, no conocen a Cristo y a su Iglesia. Los que sin culpa suya no conocen el Evangelio de Cristo y su Iglesia, pero buscan a Dios con sincero corazón e intentan en su vida, con la ayuda de la gracia, hacer la voluntad de Dios, conocida a través de lo que les dice su conciencia, pueden conseguir la salvación eterna.

Aunque Dios, por caminos conocidos sólo por Él, puede llevar a la fe, «sin la que es imposible agradarle», a los hombres que ignoran el Evangelio sin culpa propia, corresponde, sin embargo, a la Iglesia la necesidad y, al mismo tiempo, el derecho sagrado de evangelizar.

La misión es exigencia de la catolicidad de la Iglesia. La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser «sacramento universal de salvación», por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo».

El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor.

Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia». En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad». Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia, a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Precisamente porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

La fidelidad de los bautizados,
condición primordial para la misión
(2044)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Para la evangelización del mundo hacen falta, sobre todo, evangelizadores. Por eso, todos, comenzando desde las familias cristianas, debemos sentir la responsabilidad de favorecer el surgir y madurar de vocaciones específicamente misioneras, ya sacerdotales y religiosas, ya laicales, recurriendo a todo medio oportuno, sin abandonar jamás el medio privilegiado de la oración, según las mismas palabras del Señor Jesús: “La mies es mucha y los obreros pocos. Pues, ¡rogad al dueño de la mies que envíe obreros a su mies!”» (San Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Ayer, en leve centella,
te vio Moisés sobre el monte;
hoy no basta el horizonte
para contener tu estrella.

Los magos preguntan; y ella
de un Dios infante responde
que en duras pajas se acuesta
y más se nos manifiesta
cuando más hondo se esconde.

Amén

1º de enero de 2024: SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS


«Bienaventurado el vientre que te llevó
y los pechos que te criaron»

Núm 6,22-27: «Invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los bendeciré«
Sal 66: «Que Dios tenga piedad y nos bendiga»
Gal 4,4-7: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Y a los ocho días, le pusieron por nombre Jesús»

I. LA PALABRA DE DIOS

La historia del hombre ha sido bendecida por Dios, por eso el creyente mira al mañana con esperanza. Su fundamento son las promesas de Dios. Y estas promesas tienen rostro y nombre: Abraham, Moisés… Jesús. Cristo Jesús hace que llegue la benevolencia y bendición divina a todos los pueblos de la tierra año tras año, hasta el fin del mundo.

«El Señor te bendiga y te proteja». La primera lectura hace alusión a la circunstancia del inicio del año civil. Sólo podemos comenzar adecuadamente un nuevo año de nuestra vida y de la historia del mundo implorando la bendición de Dios. Apoyados en esta bendición podemos mirar el futuro con esperanza. Solamente sostenidos por ella podremos afrontar las luchas y dificultades de cada día.

«Nacido de mujer». El Hijo de Dios es verdaderamente hombre porque ha nacido de María. Por eso María es Madre de Dios. Y por eso ocupa un lugar central en la fe y en la espiritualidad cristianas. Por toda la eternidad, Jesús será el nacido de mujer, el hijo de María. Este es el designio providencial de Dios. Ella es la colaboradora de Dios para entregar a su Hijo al mundo. Y esto que realizó una vez por todos lo sigue realizando en cada persona.

«Encontraron a María y a José y al niño». No podemos separar lo que Dios ha unido. Ni María sin Jesús, ni Jesús sin María. Ni ellos sin José. No se trata de lo que los hombres queramos pensar o imaginar, sino de cómo Dios ha hecho las cosas en su plan de salvación. Nuestra espiritualidad personal subjetiva ha de adecuarse a la objetividad del proyecto de Dios.

Dios ha «bendecido» especialmente a María para hacerla Madre de Dios, y la «bendición» ha culminado en la Maternidad. María sabe que no es ella la depositaria última de Cristo como definitiva bendición del Padre. Ella es la primera de los bendecidos, pero el don es para toda la humanidad: Cristo nos es dado a todos.

«María guardaba todas estas cosas y las meditaba en su corazón». Además de presentar a María como observadora, reflexiva, inteligente y de profunda vida interior, el evangelista san Lucas parece querer aludir a su principal fuente de información directa o indirecta (quizá a través de Juan), de estos relatos acerca de la infancia de Jesús.

«Se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño». La circuncisión de Jesús es el signo de su inserción en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la alianza, de su sumisión a la Ley, y de su consagración al culto de Israel, en el que participará a lo largo de toda su vida. Un misterio (junto con el de su Presentación en el Templo y la Purificación de María) que expresa la voluntad del Hijo de Dios de someterse a una ley que no le obligaba, «para rescatar a los que estaban bajo la Ley», a los perdidos por la desobediencia (cf Rm 5,19).

«Le pusieron por nombre Jesús». En el centro del versículo, y de toda la historia humana, hay un Nombre que hizo suyo, hace veinte siglos, un bebé de ocho días; Dios, cuyo nombre es oculto (Gn 32,30; Ex 3,14), tiene ya nombre de verdadera criatura humana.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre
(466)

La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la Persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne.

María, Madre de Dios
(495, 503, 508)

De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, llena de gracia, es el fruto excelente de la redención; desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

María, llamada en los Evangelios la «Madre de Jesús», es aclamada por su prima Isabel, bajo el impulso del Espíritu, como «la Madre de mi Señor», desde antes del nacimiento de su Hijo. En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo Eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotokos) porque es la Madre de Jesús, y Jesús además de ser verdadero hombre es también verdadero Dios.

La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios. La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre. Consubstancial con el Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas divina y humana.

María, Virgen y Madre
(506, 507, 510, 721)

María fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre (S. Agustín): Ella, con todo su ser, es «la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe, no adulterada por duda alguna, y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador.

María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia: La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo. 

María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. 

María en el año litúrgico
(1171, 1172)

Las fiestas en torno al Misterio de la Encarnación (Anunciación, Navidad, Epifanía) conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de Pascua.

En la celebración de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el fruto excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser.

El culto a la Santísima Virgen María
(971, 975)

Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo.

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial (culto de hiperdulía). Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente; encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, síntesis de todo el Evangelio.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Vino Nuestro Señor Jesucristo a liberarnos de nuestras dolencias, no a cargar con ellas; no a rendirse a los vicios sino a remediarlos… y por eso convenía que naciese de manera nueva quien traía la gracia nueva de la santidad inmaculada… Convino que la virtud del Hijo velase por la virginidad de la Madre y que tan grato claustro del pudor y morada de santidad fuera guardada por la gracia del Espíritu Santo» (San León Magno).

«Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin  mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos!« (liturgia de S. Juan Crisóstomo, tropario «O monoghenis«).

«Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe, que al concebir en su seno la carne de Cristo» (S. Agustín).

«Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor, más aún, es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo, porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Bajo tu amparo nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades;
ante bien, líbranos siempre de todo peligro,
oh Virgen gloriosa y bendita.

Amén.

(Esta es la oración más antigua que se conoce a la Virgen María).