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3 de octubre de 2021: DOMINGO XXVII ORDINARIO “B”


“Poner plazos al amor
es no conocer a un Dios
que ama sin límites”

Gn 2,18-24: “Y serán los dos una sola carne”
Sal 127,1-6: “Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”
Hb 2,9-11: “El santificador y los santificados proceden todos del mismo
Mc 10,2-16: “Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre”

I. LA PALABRA DE DIOS

Ya en el libro del Génesis aparece la estructura del matrimonio como contrato natural indisoluble entre un hombre y una mujer, pero esta primitiva unidad e indisolubilidad del contrato no fue siempre observada, ni siquiera por el pueblo judío. Cristo, con su autoridad, dignifica la institución matrimonial, restableciendo la pureza de la “unidad” primitiva frente a la poligamia y la “indisolubilidad” del vínculo matrimonial frente al divorcio y elevando la institución del matrimonio a sacramento de la nueva Ley.

«¿Qué os ha mandado Moisés? … Moisés permitió». Jesús les preguntó qué «Qué os ha mandado» Moisés en nombre de Dios; ellos responden lo que Moisés «permitió»; a Jesús le interesa el mandamiento de Dios, no la dispensa del hombre; el sentido del matrimonio en el plan de Dios, no sus desviaciones por la obstinación del hombre.

Jesús invocará el Génesis para sancionar definitivamente la indisolubilidad del matrimonio. Al rechazar el divorcio, lo que hace Jesús es remitir al proyecto originario de Dios. No se trata de que el evangelio sea más estricto o exigente. Si Moisés permitió el divorcio, fue «por la dureza de vuestro corazón», es decir, como un mal consentido por la obstinación en el pecado. Como siempre, Cristo va a la raíz de la cuestión. Él viene a hacer posible la vivencia del matrimonio tal como el Creador lo había querido «al principio». La propia voluntad divina será la mejor garantía de la unión entre el hombre y la mujer: «Lo que Dios ha unido».

«Al principio de la creación». La unión matrimonial, recuerda Jesús, pertenece al diseño de Dios en cuanto obra de creación y está formalmente determinada en la ley divina, antes de la promulgación de la ley mosaica: un hombre con una mujer y para siempre. ¿Cómo puede el hombre atreverse a alterarla?

La palabra «carne», en sentido bíblico, no se refiere sólo al “cuerpo”, sino a la “persona” entera bajo el aspecto corporal. Por tanto, «serán una sola carne» indica que los esposos han de vivir una unión total: unión de cuerpos y voluntades, de mente y corazón, de vida y de afectos, de proyectos y actuaciones… Jesús insiste: «ya no son dos». La unión es tan grande que forman como una sola persona. Por eso el divorcio es un desgarrón de uno mismo y necesariamente es fuente de sufrimiento.

La infidelidad a la alianza conyugal la califica Jesús simple y llanamente de «adulterio». Con la mirada puesta en el diseño originario de Dios creador, Jesús quiere inculcar a los casados la máxima responsabilidad moral y que no disuelvan su matrimonio. La Iglesia ha tomado muy en serio esta llamada obligatoria, a pesar de la oposición de este mundo. Una interpretación complaciente con las apetencias humanas llevaría a una práctica muy parecida a la que Jesús condenó en los fariseos.

Cristo viene a hacerlo todo nuevo. Cristo manifiesta que los matrimonios pueden vivir el plan de Dios porque Él viene a sanar al ser humano en su totalidad, viene a dar un corazón nuevo, un nuevo modo de amar. Al renovar el corazón del hombre, renueva también el matrimonio y la familia, lo mismo que la sociedad, el trabajo, la amistad… todo. En cambio, al margen de Cristo sólo queda la perspectiva del corazón duro, irremediablemente abocado al fracaso del egoísmo. Sólo unidos a Cristo y apoyados en su gracia los matrimonios pueden ser fieles al plan de Dios y vivir a la verdad del matrimonio: ser uno en Cristo Jesús.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Hombre y mujer los creo
(1602 – 1605)

Dios creó a la vez al ser humano “hombre” y “mujer”, en igual perfección de naturaleza y dignidad de personas, y complementarios en cuanto masculino y femenino. Es decir, Dios nos ha creado, no “a medias” o “incompletos”; sino para la comunión de personas, en la que cada uno puede ser “ayuda” para el otro. Al crear al ser humano hombre y mujer, Dios confiere la dignidad personal de manera idéntica a uno y otra, pero con distinta identidad sexual.

La diferencia y la complementariedad físicas, morales y espirituales, están orientadas a los bienes del matrimonio y al desarrollo de la vida familiar. A cada uno, hombre y mujer, corresponde reconocer y aceptar su identidad sexual, masculina o femenina, como diseño y don del Creador.

La sexualidad hace referencia particularmente a la afectividad, a la capacidad de amar y de procrear y, de manera más general, a la aptitud para establecer vínculos de comunión con otro. No es algo puramente biológico, sino que afecta al núcleo íntimo de la persona humana en cuanto tal y abraza todos los aspectos de la persona humana, en la unidad de su cuerpo y de su alma. La sexualidad está ordenada al amor conyugal entre el hombre y la mujer.

La sexualidad es verdaderamente humana cuando está integrada en la relación de persona a persona, en el don mutuo, total y temporalmente ilimitado, del hombre y de la mujer en el matrimonio.

La íntima unión del hombre y de la mujer en el matrimonio –consecuencia y expresión de su amor– es una manera de imitar en la carne la generosidad y la fecundidad del Creador. La unión sexual tiene un doble y esencial valor unitivo y procreativo, diseñado por Dios, que no es lícito separar. De esta unión nacen todas las generaciones humanas.

El Creador estableció que en la función de la generación los esposos experimentasen un placer y una satisfacción del cuerpo y del espíritu. Por tanto los esposos no hacen nada malo procurando este placer y gozando de él. El placer sexual es pecado cuando es buscado por sí mismo, separado de las finalidades de procreación y de unión, o fuera del matrimonio.

La homosexualidad designa las relaciones entre hombres o mujeres que experimentan una atracción sexual hacia personas de su mismo sexo. Esta inclinación es objetivamente desordenada y su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado. ¿La homosexualidad es pecado? La tendencia homosexual, no; las prácticas homosexuales, sí.

Hay hombres y mujeres que presentan tendencias homosexuales profundamente arraigadas –que constituye para la mayoría de ellos una auténtica prueba– deben ser acogidos con respeto, compasión y delicadeza, evitando todo signo de discriminación injusta.

La práctica de la homosexualidad no puede recibir aprobación en ningún caso. Los actos homosexuales son depravaciones graves, intrínsecamente desordenados y contrarios a la ley natural. No proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual y cierran el acto sexual al don de la vida.

El matrimonio cristiano
(1612 -1617)

El Matrimonio es el Sacramento instituido por Cristo, por el cual un hombre y una mujer, bautizados, se unen ante Dios para siempre, con el fin de formar una comunidad de vida y amor, colaborando con el Creador en la transmisión de la vida.

El matrimonio está establecido sobre el consentimiento de los esposos. Los fines del Matrimonio son dos: el bien de los esposos, y la generación y educación de los hijos. El amor de los esposos y la generación de los hijos establecen entre los miembros de una familia relaciones personales y responsabilidades primordiales.

El amor conyugal tiene tres propiedades esenciales: 1º) la unidad (un solo hombre con una sola mujer); 2º) la indisolubilidad (hasta la muerte) y 3º) la apertura a la fecundidad (sin impedir los hijos).

El Sacramento del Matrimonio produce los siguientes efectos: da a los esposos la gracia de amarse con el amor con el que Cristo ama a su Iglesia; reafirma su unidad indisoluble, y les ayuda a santificarse y a educar a los hijos formando una familia cristiana.

Toda la vida cristiana está marcada por el amor esponsal de Cristo y de la Iglesia. Ya el Bautismo, entrada en el Pueblo de Dios, es un misterio nupcial. Es, por así decirlo, como el baño de bodas que precede al banquete de bodas, la Eucaristía. El Matrimonio cristiano viene a ser por su parte signo eficaz, sacramento de la alianza de Cristo y de la Iglesia. El Matrimonio cristiano significa la unión de Cristo con la Iglesia, de modo que los esposos están llamados a amarse mutuamente como Cristo ama a su Iglesia.

Son ofensas graves a la dignidad del matrimonio el adulterio, el divorcio, la poligamia, el incesto, la unión libre (parejas de hecho, concubinato o amancebamiento) y la “unión a prueba”.

Las parejas de bautizados que viven juntos sin recibir el Sacramento del Matrimonio (estén casados civilmente o no), y los divorciados (anteriormente casados por la Iglesia) que se casan nuevamente (civilmente) con otra persona (adulterio), realizan una unión irregular que va gravemente contra la Ley de Dios. Los que viven así, aunque no están separados de la Iglesia (es decir: no están excomulgados), no pueden recibir la Comunión eucarística, ni ningún otro Sacramento, mientras no regularicen su situación. Sí que pueden vivir la vida cristiana practicando la oración y educando a sus hijos en la fe.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

¿De dónde voy a sacar la fuerza para describir de manera satisfactoria la dicha del matrimonio que celebra la Iglesia, que confirma la ofrenda, que sella la bendición? Los ángeles lo proclaman, el Padre celestial lo ratifica… ¡Qué matrimonio el de dos cristianos, unidos por una sola esperanza, un solo deseo, una sola disciplina, el mismo servicio! Los dos hijos de un mismo Padre, servidores de un mismo Señor; nada los separa, ni en el espíritu ni en la carne; al contrario, son verdaderamente dos en una sola carne” (Tertuliano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Desde que mi voluntad
está a la vuestra rendida,
conozco yo la medida
de la mejor libertad.
Venid, Señor, y tomad
las riendas de mi albedrío;
de vuestra mano me fío
y a vuestra mano me entrego,
que es poco lo que me niego
si yo soy vuestro y vos mío

A fuerza de amor humano
me abraso en amor divino.
La santidad es camino
que va de mí hacia mi hermano.
Me dí sin tender la mano
para cobrar el favor;
me dí en salud y en dolor
a todos, y de tal suerte
que me ha encontrado la muerte
sin nada más que el amor.

Amén.

26 de septiembre de 2021: DOMINGO XXVI ORDINARIO «B»


«El que hace el bien, hace lo que Dios quiere»

Nm 11, 25-29: «¿Estás tú celoso por mí? ¡Ojalá todo el pueblo profetizara!»
Sal 18: «Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón»
St 5,1-6: «Vuestra riqueza está podrida»
Mc 9,38-43.45.47-48: «El que no está contra nosotros está a favor nuestro. Si tu mano te induce a pecar, córtatela»

I. LA PALABRA DE DIOS

En el Evangelio encontramos recogidas varias sentencias sobre el seguimiento de Jesús. Hay que evitar la envidia y la actitud sectaria y monopolizadora (1ª lectura), dejando campo libre a la intervención gratuita y sorprendente de Dios. Particularmente tremenda es la amenaza para los que escandalizan, es decir, para los que son estorbo o tropiezo para los demás en su adhesión a Cristo y a su palabra. Finalmente, el seguimiento de Cristo debe ser incondicional: estando en juego el destino definitivo del hombre, es preciso estar dispuesto a tomar cualquier decisión que sea necesaria por dolorosa que resulte.

«El que no está contra nosotros está a favor nuestro». Esta frase constituye un enigma, pues dice justamente lo contrario de otras palabras de Jesús en los evangelios de Mateo y Lucas: «Quién no está conmigo, está contra mí, y quién no recoge conmigo, desparrama» (Mt 12,30; Lc 11,23). La expresión se entiende mejor en el contexto en el que Jesús habla de su lucha contra el mal y el maligno. Por otro lado, Jesús ha venido con amor y paciencia ilimitados a hacer brotar el bien, dondequiera que se encuentre. Descubrimos en Jesús, junto a su combate contra el mal, un esfuerzo por «salvar lo que estaba perdido» (Lc 19,10). La postura que debemos adoptar en cada caso sólo podemos saberlo por las circunstancias y situaciones concretas. De todos modos, el evangelio nos exhorta a que superemos la mezquindad humana y nos abramos a todos los que defiendan una causa buena, aunque «no sean de los nuestros». Una tentación es la de creerse los únicos, los mejores. Sin embargo, todo el que se deje mover por Cristo, es de Cristo. Con cuanta facilidad se absolutizan métodos, medios, planes pastorales, maneras de hacer las cosas, carismas particulares, grupos… Pero toda intransigencia es una forma de soberbia, aparte de una ceguera.

«El que os dé a beber un vaso de agua porque sois de Cristo, en verdad os digo que no se quedará sin recompensa». Existen personas buenas que ayudan a los demás, aunque no conozcan a Cristo; en el juicio esas personas experimentarán la misericordia de Dios. Es en esas personas en las que piensa Jesús cuando dice: «El que no está contra nosotros, está a favor nuestro».

«Si tu mano te induce a pecar, córtatela». El evangelio es tajante. Y no porque sea duro o difícil. Nadie considera duro al médico que extirpa el cáncer. Más bien resultaría ridículo extirparlo sólo a medias. Lo que está en juego es si apreciamos la vida. El evangelio es tajante porque ama la vida, la vida eterna que Dios ha sembrado en nosotros, y por eso plantea guerra a muerte contra el pecado y todo lo que mata o entorpece esa vida: «más te vale entrar manco en la vida que ir con las dos manos a la gehenna, al fuego que no se apaga». Es una advertencia a no sobrevalorar las propias fuerzas y una amonestación a resistir inmediatamente y con decisión el ataque del mal. El Señor invita a una renuncia radical al pecado y al corte inmediato, y a menudo doloroso, cuando está amenazada la salvación de toda la persona. La cuestión decisiva es esta: ¿Deseamos de verdad la Vida eterna?

«Al que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar». Tampoco aquí Jesús exagera. También aquí es el amor a la Vida lo que está en juego, el bien de los hermanos. Y escándalo no es sólo una acción pecaminosa especialmente llamativa. Todo lo que resulte un estorbo para la fe del hermano –y especialmente para los más débiles en la fe– es escándalo. Toda mediocridad consentida y justificada es un escándalo, un tropiezo. Toda actitud de no hacer caso a la palabra de Dios es escándalo. Todo pecado, aún oculto, es escándalo.

Siempre será algo terriblemente grave destruir o poner en peligro la fe de los sencillos. Jesús advierte a los seductores malintencionados y a los irresponsables, y está decidido a proteger siempre a quienes creen en Él. La fe de la gente sencilla es un bien que nadie puede dañar impunemente.

«Dónde el gusano no muere y el fuego no se apaga». A quienes escandalicen o se valgan de su influjo para incitar a los demás al pecado, Jesús les amenaza con los peores castigos del infierno. Pena terrible que no se extinguirá, por más que la verdad de la eternidad del infierno desconcierte tanto a la conciencia humana en nuestros días.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La libertad, signo de la dignidad del hombre
(1701 – 1706)

La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad. Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo.

El juicio moral sobre las acciones propias y ajenas
(1790 – 1799)

La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que está solo con Dios, cuya voz resuena en lo más íntimo de ella. Ante una decisión moral, la conciencia puede formar un juicio recto de acuerdo con la razón y la ley divina o, al contrario, un juicio erróneo que se aleja de ellas.

La persona humana debe obedecer siempre el juicio cierto de su conciencia. Si obrase deliberadamente contra este último, se condenaría a sí mismo. Pero sucede que la conciencia moral puede estar en la ignorancia y formar juicios erróneos sobre actos proyectados o ya cometidos.

Esta ignorancia puede con frecuencia ser imputada a la responsabilidad personal. Así sucede cuando el hombre no se preocupa de buscar la verdad y el bien y, poco a poco, por el hábito del pecado, la conciencia se queda casi ciega. En estos casos, la persona es culpable del mal que comete. El desconocimiento de Cristo y de su evangelio, los malos ejemplos recibidos de otros, la servidumbre de las pasiones, la pretensión de una mal entendida autonomía de la conciencia, el rechazo de la autoridad de la Iglesia y de su enseñanza, la falta de conversión y de caridad pueden conducir a desviaciones del juicio en la conducta moral.

Si por el contrario, la ignorancia es invencible, o el juicio erróneo sin responsabilidad del sujeto moral, el mal cometido por la persona no puede serle imputado. Pero no deja de ser un mal, una privación, un desorden. Por tanto, es preciso trabajar por corregir la conciencia moral de sus errores.

El respeto del alma del prójimo:
el escándalo
(2284 – 2287)

El escándalo es la actitud o el comportamiento que llevan a otro a hacer el mal. El que escandaliza se convierte en tentador de su prójimo. Atenta contra la virtud y el derecho; puede ocasionar a su hermano la muerte espiritual. El escándalo constituye una falta grave, si por acción u omisión, arrastra deliberadamente a otro a una falta grave.

El escándalo adquiere una gravedad particular según la autoridad de quienes lo causan o de la debilidad de quienes lo padecen. Inspiró a nuestro Señor esta maldición: «al que escandalice a uno de estos pequeños que creen en mí, más le vale que le cuelguen al cuello una de esas piedras de molino que mueven los asnos y le hundan en lo profundo del mar» (Mt 18,6; Mc 9,42). El escándalo es grave cuando es causado por quienes, por naturaleza o por función, están obligados a enseñar y educar a los otros. Jesús, en efecto, lo reprocha a los escribas y fariseos: los compara a lobos disfrazados de corderos.

El escándalo puede ser provocado por la ley o por las instituciones, por la moda o por la opinión. Así se hacen culpables de escándalo quienes instituyen leyes o estructuras sociales que llevan a la degradación de las costumbres y a la corrupción de la vida religiosa, o a condiciones sociales que, voluntaria o involuntariamente, hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana conforme a los mandamientos. Lo mismo ha de decirse de los empresarios que imponen procedimientos que incitan al fraude, de los educadores que «exasperan» a sus alumnos, o los que, manipulando la opinión pública, la desvían de los valores morales.

El que usa los poderes de que dispone en condiciones que arrastran a hacer el mal se hace culpable de escándalo y responsable del mal que directa o indirectamente ha favorecido. «Es imposible que no vengan escándalos; pero, ¡ay de aquel por quien vienen!» (Lc 17,1).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Respecto de los falsos predicadores: «Pero si alguien me dice: ‘No sé qué hacer; ese hombre predica a Cristo, indica el camino para seguirle, se dice discípulo suyo, afirma que anuncia la verdad, ¿cómo no voy a seguir a quien enseña tales cosas?’, responderé: ‘Tiene una cosa en su lengua y otra en su conciencia’. Me dirás: ‘¿Y por dónde lo sé? ¿Acaso puedo yo leer las conciencias? Yo oigo que habla de Cristo y creo que profesa lo que oigo’. No te engañe el hijo de la falsedad, y, si tú eres hijo de la verdad, aprende, ¡oh cristiano!, que deseas oír y ver a Cristo. Si alguno te predicase a Cristo, examina y considera qué Cristo te predica y en dónde te lo predica» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

El hombre estrena claridad
de corazón, cada mañana;
se hace la gracia más cercana
y es más sencilla la verdad

¡Puro milagro de la aurora!
Tiempo de gozo y eficacia:
Dios con el hombre, todo gracia
bajo la luz madrugadora

¡Oh la conciencia sin malicia!
¡La carne, al fin, gloriosa y fuerte!
Cristo de pié sobre la muerte,
y el sol gritando la noticia

Guárdanos tú, Señor del alba,
puros, austeros, entregados;
hijos de luz resucitados
en la Palabra que nos salva

Nuestros sentidos, nuestra vida,
cuanto oscurece la conciencia
vuelve a ser pura transparencia
bajo la luz recién nacida.

Amén.

19 de septiembre de 2021: DOMINGO XXV ORDINARIO “B”


“Seguimos al que no ha venido a ser servido,
sino a servir”

Sb 2,12.17-20: “Lo condenaremos a muerte ignominiosa”
Sal 53,3- 8: “El Señor sostiene mi vida”
St 3,16-4,3: “El fruto de la justicia se siembra en la paz para quienes trabajan por la paz”
Mc 9,30-37: “El Hijo del Hombre va a ser entregado. Quien quiera ser el primero, que sea el servidor de todos”

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta el segundo anuncio de la pasión. Víctima de sus adversarios, que le acosan porque se sienten denunciados con su sola presencia (1ª lectura), Jesús camina consciente y libremente hacia el destino que el Padre le ha preparado. Frente a esta actitud suya, es brutal el contraste de los discípulos: no sólo siguen sin entender, y les asusta este lenguaje, sino que andan preocupados por quién de ellos es el más importante. Jesús recalca que la verdadera grandeza es la de quien, poniéndose en el último lugar, se hace siervo de los demás y acoge a los débiles y pequeños.

«Entregado en manos de los hombres». En manos de los pecadores. Esta expresión, no sólo se refiere a la traición que llevará a cabo uno de sus discípulos, ni a la simple entrega a un tribunal humano, sino que hace referencia a algo más profundo y vasto: a la entrega del Hijo del hombre a la violencia de los hombres, porque Dios lo permite y quiere. Ahí se expresa el sentido expiatorio de su muerte: «fue entregado por nuestros pecados y resucitado para nuestra justificación» (Rm 4,25) Dios entrega a su Hijo para que el mundo no perezca, y a su vez el Hijo se entrega libremente. Gracias a este acto de entrega todo hombre puede tener esperanza. La muerte de Jesús es un recuerdo indeleble de la malicia del pecado de los hombres, y también del poder de Dios. El Redentor ha dado su vida para que tengamos vida eterna. Su humillación nos levanta, nos dignifica. El Siervo de Yahvé ha expiado nuestros pecados cargando con ellos. Y camina confiado hacia la muerte porque sabe que hay quien se ocupa de Él: el desenlace de su vida lo comprueba, porque Dios Padre le ha resucitado.

Y al mismo tiempo es entregado por los hombres. Jesús ha sido condenado porque es la luz y las tinieblas rechazan la luz. El Justo es rechazado porque lleva una vida distinta de los demás, resulta incómodo, y su sola conducta es un reproche. También el cristiano, en la medida en que es luz, resulta molesto. Y por eso, forma parte de la herencia del cristiano el ser perseguido: «Ay si todo el mundo habla bien de ustedes» (Lc 6,26).

«Quien quiera ser el primero, que sea último de todos y el servidor de todos». Esta sentencia aparece repetida cinco veces en los Evangelios; tan importante era para la Iglesia primitiva. Resulta bochornoso que cuando Jesús está hablando de su pasión los discípulos estén buscando el primer puesto. Tan lejos estaban del Maestro, tan poco habían comprendido lo que significaba el seguimiento de Jesús. Jesús no pretende desencadenar una revolución contra los gobernantes terrenos, sino un orden nuevo que refleje el dominio de Dios y permita entrever su reino venidero. Pues, Dios domina mediante su amor misericordioso y Jesús ejerce su poder mediante su servicio, entregando su vida. Ésta es la auténtica liberación en la lucha incesante de los hombres entre sí, en la batalla de los intereses de grupo, en la guerra por el dominio y el poder. La mayor contradicción con el Evangelio es la búsqueda de poder, honores y privilegios. Sólo el que como Cristo se hace Siervo y esclavo de todos construye la Iglesia. Pero el que se deja llevar por la arrogancia, el orgullo, el afán de dominio o la prepotencia sólo contribuye a hundirla.

«Tomando un niño, lo puso en medio de ellos, lo abrazó …». Llama la atención que un niño sea el representante de Jesús, en estrecha semejanza con la escena del Juicio final, en que Jesús se identifica con los atribulados y los que padecen necesidad (Mt 25,31s). Jesús pone al niño ante los ojos de sus discípulos, no como símbolo de la pequeñez y humildad (como en Mt 18,3s), sino como objeto de sus cuidados; como diciendo: quién quiera pertenecerme debe respetar y querer al indefenso, al insignificante, al despreciado, al necesitado de protección. Cuando los discípulos actúan así, Jesús los considera como enviados suyos y toma la defensa –frente al lenguaje denigrante y los ataques contra sus discípulos– de aquellos a quienes ha hecho partícipes de su tarea. Así, un ataque a los discípulos, es un ataque a Dios mismo.

Entre los seguidores de Jesús, sigue hoy habiendo quienes miran la Cruz con recelo. La idea de hacernos siervos como Él no nos apasiona demasiado. Sin embargo, ¿se puede ejercer el sacerdocio –por ejemplo– de otra manera? ¿Se puede servir al pueblo de Dios sin parecerse al que dio la vida en rescate por muchos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

Razón del ministerio eclesial
(874 – 879)

Cristo el Señor, para dirigir al Pueblo de Dios y hacerle progresar siempre, instituyó en su Iglesia diversos ministerios que está ordenados al bien de todo el Cuerpo. El mismo Cristo es la fuente del ministerio en la Iglesia. Él lo ha instituido, le ha dado autoridad y misión, orientación y finalidad. Los ministros que poseen la sagrada potestad están al servicio de sus hermanos para que todos los que son miembros del Pueblo de Dios lleguen a la salvación.

Nadie, ningún individuo ni ninguna comunidad, puede anunciarse a sí mismo el Evangelio. «La fe viene de la predicación» (Rm 10, 17). Nadie se puede dar a sí mismo el mandato ni la misión de anunciar el Evangelio. El enviado del Señor habla y obra no con autoridad propia, sino en virtud de la autoridad de Cristo; no como miembro de la comunidad, sino hablando a ella en nombre de Cristo. Nadie puede conferirse a sí mismo la gracia, ella debe ser dada y ofrecida. Eso supone ministros de la gracia, autorizados y habilitados por parte de Cristo. De Él reciben la misión y la facultad (el “poder sagrado”) de actuar en la persona de Cristo Cabeza (in persona Christi Capitis). Este ministerio, en el cual los enviados de Cristo hacen y dan, por don de Dios, lo que ellos, por sí mismos, no pueden hacer ni dar, la tradición de la Iglesia lo llama “sacramento”. El ministerio de la Iglesia se confiere por medio del Sacramento del Orden.

En la Iglesia, el ministerio sacramental es un servicio ejercitado en nombre de Cristo y tiene una índole personal y una forma colegial.

Es propio de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener un carácter colegial. Por eso, todo obispo ejerce su ministerio en el seno del colegio episcopal, en comunión con el obispo de Roma, sucesor de San Pedro y jefe del colegio; los presbíteros ejercen su ministerio en el seno del presbiterio de la diócesis, bajo la dirección de su obispo.

Es propio también de la naturaleza sacramental del ministerio eclesial tener carácter personal. Cuando los ministros de Cristo actúan en comunión, actúan siempre también de manera personal. Cada uno ha sido llamado personalmente («Tú sígueme») para ser, en la misión común, testigo personal, que es personalmente portador de la responsabilidad ante Aquél que da la misión, que actúa “in persona Christi” y en favor de personas : “Yo te bautizo en el nombre del Padre …”; “Yo te perdono…”.

En persona de Cristo Cabeza
y en nombre de la Iglesia
(1548 – 1552)

En el servicio eclesial del ministro ordenado es Cristo mismo quien está presente a su Iglesia como Cabeza de su cuerpo, Pastor de su rebaño, sumo Sacerdote del sacrificio redentor, Maestro de la Verdad.

Esta presencia de Cristo en el ministro no debe ser entendida como si éste estuviese exento de todas las flaquezas humanas, del afán de poder, de errores, es decir del pecado. No todos los actos del ministro son garantizados de la misma manera por la fuerza del Espíritu Santo. Mientras que en los sacramentos esta garantía es dada de modo que ni siquiera el pecado del ministro puede impedir el fruto de la gracia, existen muchos otros actos en que la condición humana del ministro deja huellas que no son siempre el signo de la fidelidad al evangelio y que pueden dañar por consiguiente a la fecundidad apostólica de la Iglesia.

Este sacerdocio es ministerial (es un servicio) y está enteramente referido a Cristo y a los hombres. Depende totalmente de Cristo y de su sacerdocio único, y fue instituido en favor de los hombres y de la comunidad de la Iglesia. El sacramento del Orden comunica “un poder sagrado”, que no es otro que el de Cristo. El ejercicio de esta autoridad debe, por tanto, medirse según el modelo de Cristo, que por amor se hizo el último y el servidor de todos. El Señor dijo claramente que la atención prestada a su rebaño era prueba de amor a Él.

El sacerdocio ministerial no tiene solamente por tarea representar a Cristo –Cabeza de la Iglesia– ante la asamblea de los fieles, actúa también en nombre de toda la Iglesia cuando presenta a Dios la oración de la Iglesia y sobre todo cuando ofrece el sacrificio eucarístico.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Y, siendo que san Pablo podía recordar muchos aspectos grandiosos y divinos de Cristo, no dijo que se gloriaba de estas maravillas –que hubiese creado el mundo, cuando, como Dios que era, se hallaba junto al Padre, y que hubiese imperado sobre el mundo, cuando era hombre como nosotros–, sino que dijo: «Dios me libre de gloriarme si no es en la cruz de nuestro Señor Jesucristo»” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Cantemos al Señor con alegría,
unidos a la voz del pastor santo;
demos gracias a Dios, que es luz y guía,
solícito pastor de su rebaño.

Es su voz y su amor el que nos llama
en la voz del pastor que él ha elegido,
es su amor infinito el que nos ama
en la entrega y amor de este otro cristo.

Conociendo en la fe su fiel presencia,
hambrientos de verdad y luz divina,
sigamos al pastor que es providencia
de pastos abundantes que son vida.

Apacienta, Señor, guarda a tus hijos,
manda siempre a tu mies trabajadores;
cada aurora, a la puerta del aprisco,
nos aguarde el amor de tus pastores.

Amén.