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20 de agosto de 2023: DOMINGO XX ORDINARIA «A»


 «La fe grande y victoriosa»

I. LA PALABRA DE DIOS

«También los perritos se comen las migajas que caen de la mesa de los amos». Impresiona, ante todo, de esta mujer pagana su profunda humildad. Pide ayuda a Jesús, pero reconoce que no tiene ningún derecho a esta ayuda. Lo espera todo y sólo de la benevolencia y de la misericordia de Jesús. Todo es gracia. Y no hay otra manera válida de acercarnos a Dios –en la oración, en los sacramentos, etc.– más que con la disposición del pobre que mendiga su gracia. No podemos exigir ni reclamar nada de Dios. «Como están los ojos de los esclavos fijos en las manos de sus señores, así están nuestros ojos en el Señor esperando su misericordia».

«Mujer, qué grande es tu fe: que se cumpla lo que deseas». Impresiona también su fe, que produce admiración al mismo Jesús. A pesar de las dificultades que Jesús le pone, con unas palabras muy duras, ella sigue esperando el milagro, sin desanimarse. ¿Tiene mi fe esa misma vitalidad y energía? ¿Tiene esa capacidad de esperar contra toda esperanza? Las dificultades, ¿derrumban mi fe o, por el contrario, la hacen crecer?

Y, finalmente, impresiona el amor a su hija. Conoce la necesidad de su hija –«mi hija tiene un demonio muy malo»– y está dispuesta a no marcharse hasta que consiga el milagro. Insiste sin cansarse. Su compasión contrasta con la postura de los discípulos que le piden a Jesús que se lo conceda para quitársela de encima y para que deje de molestar. ¿Cómo es mi amor a los demás? ¿Me importan? ¿Voy hasta el final en la ayuda que puedo darles, incansablemente, a pesar de las dificultades? ¿O cuando los ayudo es para conseguir que me dejen en paz?

La súplica de la mujer —«Ten compasión de mí, Señor Hijo de David»—, repetida por otros en los evangelios, se ha convertido en la tradición cristiana en la llamada «oración a Jesús».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios rige la vida de los humanos
por su providencia:
(301 — 307)

Realizada la creación, Dios no abandona su criatura a ella misma. No sólo le da el ser y el existir, sino que la mantiene a cada instante en el ser, le da el obrar y la lleva a su término. Reconocer esta dependencia completa con respecto al Creador es fuente de sabiduría y de libertad, de gozo y de confianza.

Llamamos divina providencia a las disposiciones por las que Dios conduce la obra de su creación hacia esta perfección. Dios guarda y gobierna por su providencia todo lo que creó.

Jesús pide un abandono filial en la providencia del Padre celestial que cuida de las más pequeñas necesidades de sus hijos: «No anden, pues, preocupados diciendo: ¿qué vamos a comer? ¿Qué vamos a beber?… Ya sabe su Padre celestial que tienen necesidad de todo eso. Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6, 31 33; cf 10, 29 31).

Dios concede a los hombres incluso poder participar libremente en su providencia confiándoles la responsabilidad de «someter» la tierra y dominarla. Dios da así a los hombres el ser causas inteligentes y libres para completar la obra de la Creación, para perfeccionar su armonía para su bien y el de sus prójimos. Los hombres, cooperadores a menudo inconscientes de la voluntad divina, pueden entrar libremente en el plan divino no sólo por sus acciones y sus oraciones, sino también por sus sufrimientos. Entonces llegan a ser plenamente «colaboradores de Dios» y de su Reino.

La confianza y la perseverancia
en la oración
(2735 —  2741)

La confianza filial se prueba en la tribulación, particularmente cuando se ora pidiendo para sí o para los demás. Hay quien deja de orar porque piensa que su oración no es escuchada. A este respecto se plantean dos cuestiones: Por qué la oración de petición no ha sido escuchada; y cómo la oración es escuchada o «eficaz».

He aquí una observación llamativa: cuando alabamos a Dios o le damos gracias por sus beneficios, en general no estamos preocupados por saber si esta oración le es agradable. Por el contrario, cuando pedimos, exigimos ver el resultado. ¿Cuál es entonces la imagen de Dios presente en este modo de orar: Dios como medio o Dios como el Padre de Nuestro Señor Jesucristo?

¿Estamos convencidos de que «nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26)? ¿Pedimos a Dios los «bienes convenientes«? Nuestro Padre sabe bien lo que nos hace falta antes de que nosotros se lo pidamos, pero espera nuestra petición porque la dignidad de sus hijos está en su libertad. Por tanto es necesario orar con su Espíritu de libertad, para poder conocer en verdad su deseo.

«No tienen porque no piden. Piden y no reciben porque piden mal, con la intención de malgastarlo en sus pasiones» (St 4, 2-3). Si pedimos con un corazón dividido, «adúltero» (St 4, 4), Dios no puede escucharnos porque Él quiere nuestro bien, nuestra vida. 

La fe se apoya en la acción de Dios en la historia. La confianza filial es suscitada por medio de su acción por excelencia: la Pasión y la Resurrección de su Hijo. La oración cristiana es cooperación con su Providencia y su designio de amor hacia los hombres.

La transformación del corazón  del que ora es la primera respuesta a nuestra petición. La oración de Jesús hace de la oración cristiana una petición eficaz. Él es su modelo. Él ora en nosotros y con nosotros. Puesto que el corazón del Hijo no busca más que lo que agrada al Padre, ¿cómo el de los hijos de adopción se apegaría más a los dones que al Dador?

Jesús ora también por nosotros, en nuestro lugar y en favor nuestro. Todas nuestras peticiones han sido recogidas una vez por todas en sus Palabras en la Cruz; y escuchadas por su Padre en la Resurrección: por eso no deja de interceder por nosotros ante el Padre. Si nuestra oración está resueltamente unida a la de Jesús, en la confianza y la audacia filial, obtenemos todo lo que pidamos en su Nombre, y aún más de lo que pedimos: recibimos al Espíritu Santo, que contiene todos los dones.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No te aflijas si no recibes de Dios inmediatamente lo que pides: es Él quien quiere hacerte más bien todavía mediante tu perseverancia en permanecer con Él en oración. Él quiere que nuestro deseo sea probado en la oración. Así nos dispone para recibir lo que Él está dispuesto a darnos» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos. 

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Por los siglos de los siglos.
Amén.

13 de agosto de 2023: DOMINGO XIX ORDINARIO «A»


«La «poca fe» y las vacilaciones del corazón»

1R 19,9a.11-13a: «Permanece de pie en el monte ante el Señor«
Sal 84,9-13: «Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación»
Rm 9,1-5: «Desearía ser un proscrito por el bien de mis hermanos«
Mt 14,22-33: «Mándame ir a ti sobre el agua»

I. LA PALABRA DE DIOS

En este evangelio hay que destacar tres elementos: 1º) Jesús «a solas para orar» en el monte y su teofanía caminando sobre el agua: «¡Animo, soy Yo, no tengáis miedo!».  2º) La situación de los discípulos: «se asustaron y gritaron de miedo», sacudidos por las olas, en medio de la noche. 3º) La sentencia del Maestro: «¡Hombre de poca fe! ¿Por qué has dudado?» y la confesión de fe de los discípulos: «Realmente eres Hijo de Dios».

El relato evangélico del caminar prodigioso de Jesús sobre las aguas del lago reproduce un hecho real, aunque no podamos determinarlo en todos sus detalles; lo esencial de la escena está en que Jesús auxilió a sus discípulos en un apuro y se les reveló mediante la fórmula «Yo soy» (típica fórmula de revelación de Yahveh en el Antiguo Testamento); de ahí la doble confesión de Pedro como «Señor» y la de todos los de la barca: «Realmente, eres Hijo de Dios».

La barca «sacudida por las olas» apunta a la Iglesia en sus difíciles comienzos (y siempre). En ella Pedro ocupa un lugar relevante. Y Pedro y todos los ocupantes de la barca, confiesan a Jesús como «Hijo de Dios». Esta confesión es el corazón de la fe de la Iglesia. A propósito de esta fórmula, Jesús distinguió siempre su filiación respecto de Dios de la filiación de todos los demás; la intensidad de esta conciencia, manifestada sobre todo ante los Doce, hace explicable que la Iglesia primitiva encontrara en el título «Hijo de Dios» el medio más directo para confesar su fe en Jesús.

A pesar de los grandes dones de Dios, nuestra «poca fe» vacila. Sólo el contacto asiduo con el Maestro reaviva la fe, la hace grande. Esto requiere la firme decisión del corazón de buscar al que nos busca, de orar, de celebrar la Eucaristía.

Son numerosas las ocasiones en que los evangelistas nos repiten que Jesús se retiraba a solas a orar. Un gesto vale más que mil palabras. Con ello nos enseña también a nosotros la necesidad que tenemos de oración silenciosa, de estar con el Padre a solas, sabiendo que nos ama y nos cuida. Sin una vida profunda de oración, nuestra existencia será como la barca zarandeada por las olas, alborotada por cualquier dificultad, sin raíces, sin estabilidad.

El que ora de verdad va alimentando su vida de fe, va echando raíces en Dios. La oración le da ojos para conocer a Jesús y descubrirle en todo, incluso en medio de las dificultades, del sufrimiento y de las pruebas: «Realmente eres Hijo de Dios». La falta de oración, en cambio, hace que se sienta a Jesús como «un fantasma», como algo irreal; el que no ora es un hombre de poca fe, duda y hasta acaba perdiendo la fe. 

El que trata de manera íntima y familiar con Dios experimenta la seguridad de saberse acompañado, de saberse protegido por un amor que es más fuerte que el dolor y que la muerte. El que no ora se siente solo. El que ora convive con Cristo y experimenta la fuerza de sus palabras: «¡Ánimo, soy yo, no tengáis miedo!». Es necesario volver a descubrir entre los cristianos la dicha de la oración. Cristo no quiere siervos, sino amigos que vivan en íntima familiaridad con Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús de Nazaret, Hijo único de Dios
(441 – 445, 454)

El nombre de «Hijo de Dios» significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre y Él mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios.

Hijo de Dios, en el Antiguo Testamento, es un título dado a los ángeles, al pueblo elegido, a los hijos de Israel y a sus reyes. Significa una filiación adoptiva que establece entre Dios y su criatura unas relaciones de una intimidad particular.

En el Nuevo Testamento no ocurre así. Cuando Pedro confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo», Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Pablo dirá a propósito de su conversión en el camino de Damasco: «Cuando Aquél que me separó desde el seno de mi madre y me llamó por su gracia, tuvo a bien revelar en mí a su Hijo para que le anunciase entre los gentiles». «Y en seguida se puso a predicar a Jesús en las sinagogas: que él era el Hijo de Dios». Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia.

Si Pedro pudo reconocer el carácter transcendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque este lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús ha respondido: «Vosotros lo decís: yo soy». Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre –distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo–  superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» salvo para ordenarles «vosotros, pues, orad así: Padre Nuestro»; y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre».

Los Evangelios narran en dos momentos solemnes –el bautismo y la transfiguración de Cristo–  que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios». Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque solamente en el misterio pascual el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos». Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad».

La llamada universal a la oración
 (2560 – 2567)

Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de Él. La oración es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre.

Aunque el hombre olvide a su Creador, o se esconda lejos de su Rostro, aunque corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberle abandonado, Dios llama incansablemente a cada uno al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa del amor del Dios fiel, vivo y verdadero, es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta.

La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.

Cristo orante, modelo y maestro de oración
(2599, 2620 – 2621)

El Hijo de Dios hecho hombre también aprendió a orar conforme a su corazón de hombre. Él aprende de su madre las fórmulas de oración; de ella, que conservaba todas las «maravillas » del Todopoderoso y las meditaba en su corazón. Lo aprende en las palabras y en los ritmos de la oración de su pueblo, en la sinagoga de Nazaret y en el Templo. Pero su oración brota de una fuente secreta distinta, como lo deja presentir a la edad de los doce años: «Yo debía estar en la casa de mi Padre» (Lc 2, 49). Aquí comienza a revelarse la novedad de la oración en la plenitud de los tiempos: la oración filial, que el Padre esperaba de sus hijos, va a ser vivida por fin por el propio Hijo único en su Humanidad, con y para los hombres.

El modelo perfecto de oración se encuentra en la oración filial de Jesús. Hecha con frecuencia en la soledad, en lo secreto, la oración de Jesús entraña una adhesión amorosa a la voluntad del Padre hasta la cruz y una absoluta confianza en ser escuchada.

Jesús instruye a sus discípulos para que oren con un corazón purificado, una fe viva y perseverante, una audacia filial. Les insta a la vigilancia y les invita a presentar sus peticiones a Dios en su Nombre. Él mismo escucha las plegarias que se le dirigen.

El combate de la oración
(2725)

La oración es un don de la gracia y una respuesta decidida por nuestra parte. Supone siempre un esfuerzo. La oración es un combate. ¿Contra quién? Contra nosotros mismos y contra las astucias del Tentador que hace todo lo posible para separar al hombre de la oración, de la unión con su Dios. Se ora como se vive, porque se vive como se ora. El que no quiere actuar habitualmente según el Espíritu de Cristo, tampoco podrá habitualmente orar en su Nombre.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es posible, incluso en el mercado o en un paseo solitario, hacer una frecuente y fervorosa oración. Sentados en vuestra tienda, comprando o vendiendo, o incluso haciendo la cocina» (S.  Juan Crisóstomo).

«Pues ¡ea, hijas mías!, no haya desconsuelo cuando la obediencia os trajere empleadas en cosas exteriores; entended que si es en la cocina, entre los pucheros anda el Señor ayudándoos en lo interior y exterior.» (Santa Teresa de Jesús, Fundaciones 5,8)

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo». Amén.

6 de agosto de 2023: FIESTA DE LA TRANSFIGURACIÓN DEL SEÑOR


«Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco.
Escuchadlo»

Dan 7, 9-10. 13-14: Su vestido era blanco como nieve.
Sal 96: El Señor reina, Altísimo sobre toda la tierra.
2 Pe 1, 16-19: Esta voz del cielo es la que oímos.
Mt 17, 1-9: Su rostro resplandecía como el sol.

I. LA PALABRA DE DIOS

«Seis días más tarde» de la confesión de fe de Pedro —Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo—  y del primer anuncio de la pasión, Jesús, para fortalecer la fe de sus discípulos cuando llegase el momento de su pasión, los lleva a lo alto de un monte —que la tradición identifica con el Monte Tabor, en Galilea— y les muestra su gloria divina —«su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz»—. Gloria que, por la Encarnación, permanecía oculta bajo el velo de su humanidad, semejante en todo a nosotros. Como todos los misterios de la vida terrena de Jesús, también la Transfiguración está relacionada con la Encarnación: en ella asumió nuestra carne para poder un día transfigurarla.

Para los discípulos, que acababan de oír que el Mesías realizaría su misión —no poniéndose al frente de un victorioso ejercito, sino mediante el sufrimiento— la Transfiguración  tenía una función pedagógica: sostener su fe con una experiencia de gloria, breve anticipación de lo que verían cuando el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos.

«Aparecieron Moisés y Elías conversando con Él». Moisés y Elías —la Ley y los Profetas— representan la revelación del Antiguo Testamento, la Antigua Alianza, que llega a su plenitud en Jesucristo, Palabra última y definitiva de Dios, plenitud de la Revelación; de quién el Padre proclama: «Este es mi Hijo, el amado, en quien me complazco. Escuchadlo».

«Una nube luminosa los cubrió con su sombra». Como en las teofanías más importantes del Antiguo Testamento, la nube indica la presencia de Dios que se manifiesta, sin dejarse ver. Es también uno de los símbolos del Espíritu Santo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús, Hijo de Dios
444

Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado». Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» (Jn 3, 16) y afirma mediante este título su preexistencia eterna . Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios». Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

Una visión anticipada del Reino:
La Transfiguración
554 — 556

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir […] y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día» (Mt 16, 21): Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén». Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle».

Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria», es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (Santo Tomás de Aquino).

En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro Bautismo; la Transfiguración «es es sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección. Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22):

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«En el monte te transfiguraste, Cristo Dios, y tus discípulos contemplaron tu gloria, en cuanto podían comprenderla. Así, cuando te viesen crucificado, entenderían que padecías libremente, y anunciarían al mundo que tú eres en verdad el resplandor del Padre» (Liturgia bizantina, Himno Breve de la festividad de la Transfiguración del Señor).

«Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Sube la tríada humana hasta la cumbre.
Jesús se transfigura en su presencia.
Surgen Moisés y Elías, evidencia
de leyes y profetas, dogma y lumbre.

Resplandece el Mesías. Certidumbre
de su divinidad y omnipotencia.
Es su rostro esplendente transparencia
del Hijo en holocausto y mansedumbre.

Los apóstoles ven, anonadados,
los signos de la transfiguración
y sienten en su espíritu la paz.

Luz y blancura, símbolos sagrados
de eternidad y trascendencia, son
anuncio de armonía en la Unidad.

Gloria al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo.
Amén.