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20 de febrero de 2022: DOMINGO VII ORDINARIO “C”


Imágenes de Dios, amor sin límites

1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23: El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1 Co 15, 45-49: Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lc 6, 27-38: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, la generosidad con que David perdonó a su enemigo mortal Saúl, es un ejemplo humano de la compasión y misericordia divina que canta el Salmo 102.

La predicación moral de Cristo tiene en el Evangelio de hoy una de sus enseñanzas centrales: el amor a los enemigos, consecuencia de la fe en el Padre, revelado por Jesús. 

Es asombrosa la capacidad de muchos cristianos de reducir el evangelio a algunas normas éticas “escogidas y razonables”, es decir, a su propia medida. Sin embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Quizá el pecado radical es precisamente no contemplar al Padre.

Sólo desde ahí es inteligible el mandato de Cristo de amar a los enemigos. No sólo de perdonar –menos todavía el «perdono, pero no olvido»; que ni es perdón, ni es nada–, sino de amar positivamente, hasta dar la vida por los mismos enemigos, como ha hecho Cristo.

Dios no es una idea abstracta, ha mostrado perfectamente su imagen en Jesucristo, que ama hasta a los enemigos y es compasivo y misericordioso. Hemos sido creados a imagen y semejanza de este Dios y –por el Bautismo– hechos hijos en el Hijo. La misericordia y compasión de Dios es el modelo supremo de la conducta cristiana. Dios, cuyo amor es sin límites, llama al cristiano a lo mismo.

Muchos cristianos tienen de tales sólo el nombre. Aman a los que los aman a ellos, hacen el bien a quien se lo hace a ellos, prestan cuando esperan sacar alguna ganancia. Y lo malo es que no sólo son “fallos” de hecho, sino que la misma mentalidad, la manera de pensar de muchos, no es evangélica, no es la de Cristo. Y no digamos nada de la sentencia evangélica: «A quien te pide, dale»; o del «no juzguéis». Se hace urgente una conversión en la mente y en el corazón para acercarnos al evangelio que hemos dado por imposible. Pero ¡Dios lo puede todo! Pidámoselo con confianza.

Cristo resucitado es testimonio de la forma de vida gloriosa a la que estamos llamados los cristianos, es el nuevo Adán, primicia de una humanidad nueva (segunda lectura).

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Dios Misericordioso y Clemente»
(231, 210 – 211)

El Dios de nuestra fe se ha revelado como Él que es; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor.

Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro, Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor. A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YaHWeH«. Y el Señor pasa delante de Moisés, y  proclama: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad«. Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona.

El Nombre Divino «Yo soy» o «Él es» expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, «mantiene su amor por mil generaciones«. Dios revela que es «rico en misericordia» llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él mismo lleva el Nombre divino: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy«.

Dios es Amor
(218-221)

A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados.

El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo. Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos. Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada; este amor vencerá incluso las peores infidelidades; llegará hasta el don más precioso: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único«.

El amor de Dios es eterno. «Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará«. «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti«.

Pero S. Juan irá todavía más lejos al afirmar: «Dios es Amor«; el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.

El hombre, imagen de Dios
(357, 1701 – 1715)

Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio de Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. En Cristo, «imagen del Dios invisible«, el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza» del Creador. 

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse, de darse libremente y estar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unidad de las Personas divinas entre sí. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios.

Dotada de un alma espiritual e inmortal, la persona humana es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma. Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.

La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien.

En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, signo eminente de la imagen divina.

Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa «a hacer el bien y a evitar el mal«. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia. Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal en el ejercicio de su libertad y sujeto al error. De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.

El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios, tiene la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, desarrollada y madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Sta. Catalina de Siena).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

El Dios uno y trino,
misterio de amor,
habita en los cielos
y en mi corazón.

Dios escondido en el misterio,
como la luz que apaga estrellas;
Dios que te ocultas a los sabios,
y a los pequeños te revelas.

No es soledad, es compañía.
es un hogar tu vida eterna,
es el amor que se desborda
de un mar inmenso sin riberas.

Padre de todos, siempre joven,
al Hijo amado eterno que engendras,
y el Santo Espíritu procede
como el Amor que a los dos sella.

Padre, en tu gracia y tu ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y  hermanos todos en tu Iglesia. 

Amén.

6 de febrero de 2022: DOMINGO V ORDINARIO “C”


Vuestra vocación es la libertad

Is 6, 1-2a. 3-8: Aquí estoy, mándame
Sal 137,1- 8: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor
1 Co 15, 1-11: Predicamos así, y así lo creísteis vosotros
Lc 5, 1-11: Dejándolo todo, lo siguieron

I. LA PALABRA DE DIOS

La segunda lectura responde a las preguntas de los corintios sobre la resurrección de los muertos. San Pablo escribe un texto fundamental del Nuevo Testamento: el testimonio de los testigos de la resurrección.

En la vocación del profeta Isaías se destaca la elección de Dios que purifica y capacita al profeta a pesar de su fragilidad humana.

La vocación de los primeros discípulos de Jesús, San Lucas la narra precedida de “la pesca milagrosa”; con este signo Jesús llama la atención de aquellos hombres, y ellos responden con prontitud, dejándolo todo. El seguimiento definitivo de Jesús por parte de los primeros discípulos irá precedido de una etapa de enseñanza y milagros que les hacen experimentar su amor y su poder salvador.

La grandeza de Pedro en este pasaje evangélico consiste en no fiarse de sí mismo, de su propio juicio, de su “experiencia”. Humanamente hablando, como pescador experimentado que era, tenía razones de sobra para oponerse a la orden de Jesús: «hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada». Sin embargo, deja sus conocimientos y su experiencia particular a un lado para apoyarse en la palabra de Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes». Muchas dificultades en nuestra vida de fe provienen de esto: nos aferramos a “nuestras experiencias”, muchas veces mal hechas, en lugar de fiarnos pura y simplemente de la palabra de Cristo.

Es precisamente este salto de la fe el que capacita a Pedro para colaborar eficazmente con Cristo. Primero ha tenido que pasar por la experiencia de un fracaso: sus muchos esfuerzos no han conseguido nada. Y desde esa experiencia de su pobreza puede abrirse a recibir una gran redada, una pesca abundante, pero como don, como gracia. Sólo así Jesús puede decirle: «Desde ahora serás pescador de hombres».

Y es que para colaborar con Cristo en su misión y en su tarea no bastan las cualidades humanas naturales. Para ser instrumento activo de Cristo y de su obra nos hace falta “perder pie” y caminar en la fe, apoyados en la humildad. Es también esta la experiencia de Pedro –«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador»–, que va unida al asombro por la grandeza de Cristo y por su capacidad de realizar acciones que sobrepasan infinitamente las posibilidades humanas. La reacción de Pedro nace del santo temor: se ve demasiado cerca de lo sobrenatural –antes llamó a Jesús «Maestro», como a un rabino; ahora lo llama «Señor»– y confiesa su condición de pecador. Ante Dios, toda criatura es impura y necesita perdón.

El profeta y el apóstol son hombres limitados, pecadores, pero reciben una gran misión: así se describe en la vocación del profeta Isaías y en el Evangelio. Reconocer la propia limitación es condición necesaria para aceptar el don de la vocación y la tarea que la misión implica.

La vocación cristiana es el seguimiento de Cristo. Seguimiento total, de toda la persona; que nos hace capaces de ser libres, reyes, y transformar el mundo con libertad regia. Los cristianos, por la gracia de Dios, y sólo con ella, somos capaces de ser transformadores eficaces del mundo, pescadores de hombres, remando mar adentro de cualquier ambiente humano.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia, Pueblo de Dios
(781)

En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu.

Las características del Pueblo de Dios
(782)

El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa».

– Se llega a ser miembro de este pueblo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

– Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo, fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es el Pueblo mesiánico.

– La identidad de este Pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.

– Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó. Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo.

– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

– Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección.

Un pueblo sacerdotal, profético y real
(783 – 786)

Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido «Sacerdote, Profeta y Rey». Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas.

Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo un reino de sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo.

El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo. Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección. Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». Para el cristiano, servir a Cristo es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren, donde descubre la imagen de su Fundador pobre y sufriente. El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? Y ¿qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?» (San León Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pueblo de reyes, asamblea santa,
pueblo sacerdotal:
pueblo de Dios, bendice a tu Señor.

Te cantamos Jesús, Hijo amado del Padre.
Te alabamos, eterna Palabra salida de Dios.
Te cantamos Jesús que naciste de María.
Te alabamos a Ti, nuestro hermano,
nuestro salvador.

Te cantamos a Ti, esplendor de la gloria.
Te alabamos, estrella radiante que anuncias el día.
Te cantamos Jesús, luz eterna de Dios.
Te alabamos antorcha de la Nueva Jerusalén.

Te cantamos, Mesías que anunciaron los profetas.
Te alabamos a Ti el esperado del pueblo de Israel.
Te cantamos Mesías esperado por los pobres.
Te alabamos Jesús nuestro rey de humilde corazón.

Te cantamos mediador entre Dios y los hombres.
Te alabamos, camino de vida, puerta del cielo.
Te cantamos sacerdote de la Nueva Alianza.
Te alabamos, Tú eres nuestra paz
por la sangre de la cruz.

Te cantamos Pastor que nos conduces al reino,
te alabamos; reúne a tus ovejas en un solo redil.
Te cantamos Jesús manantial de la Gracia.
Te alabamos oh fuente de agua viva
que apaga nuestra sed.

Te cantamos, oh Cristo maná verdadero.
Te alabamos oh pan de la vida que el Padre nos da.
Te cantamos, imagen del Dios invisible.
Te alabamos oh rey de la justicia y rey de la paz.

Te cantamos primicia de aquellos que duermen.
Te alabamos a Ti el viviente, principio y fin.
Te cantamos Jesús exaltado en la gloria.
Te alabamos a Ti que vendrás a juzgar la tierra.

Amén.

23 de enero de 2022: DOMINGO III ORDINARIO “C”


El culto espiritual

Ne 8, 2-4a.5-6.8-10: Leyeron el libro de la Ley, explicando su sentido
Sal 18: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida
1 Co 12, 12-30: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro
Lc 1, 1-4; 4, 14-21: Hoy se ha cumplido esta Escritura

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta a Jesús en la Sinagoga proclamando la palabra divina. «Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». Esta actitud de los presentes ilumina de manera elocuente cuál ha de ser también nuestra actitud. Puesto que Cristo está presente en su Palabra, y cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Él mismo quien habla, no tiene sentido una postura impersonal. Sólo cabe estar a la escucha de Cristo mismo, con toda la atención de la mente y del corazón, pendientes de cada una de sus palabras, con «los ojos clavados en él».

«Hoy se ha cumplido esta Escritura». La palabra que Cristo nos comunica de manera personal en ese diálogo «de tú a tú» es además una palabra eficaz; o sea, que no sólo nos comunica un mensaje, sino que por su propio dinamismo realiza aquello que significa o expresa. Si escuchamos con fe lo que Cristo nos dice, experimentaremos gozosamente que esa palabra se hace realidad en nuestra vida.

«Me ha enviado a evangelizar a los pobres». Esta palabra de Cristo es siempre evangelio, buena noticia. Pero sólo puede ser reconocida y experimentada como tal por un corazón pobre. El que se siente satisfecho con las cosas de este mundo no capta la insondable riqueza de la palabra de Cristo ni experimenta su dulzura y su consuelo. Las riquezas entorpecen el fruto de la palabra. Sólo el que se acerca a ella con hambre y sed experimenta la dicha de ser saciado.

Hemos sido consagrados a Cristo en el bautismo. Estamos ungidos por el mismo Espíritu de Dios. Formamos parte de su Cuerpo Místico. Estamos llamados a su misma misión. También en nosotros la Palabra se cumple hoy, y participamos de la misión sacerdotal, profética y real de Cristo. Los bautizados estamos llamados a hacer presente nuestra configuración con Cristo en medio de nuestros ambientes temporales. Es nuestro culto espiritual.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un solo cuerpo.
Cristo, Cabeza de la Iglesia
(787 – 795)

Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo. La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad y las funciones de los miembros. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia.

Cristo es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Cristo y la Iglesia son, por tanto, el “Cristo total”. La Iglesia es una con Cristo.

Los fieles de Cristo:
jerarquía, laicos, vida consagrada
(871 – 873)

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) se consagran a Dios [vida consagrada].

Los fieles laicos.
Su vocación
(897 – 900)

Por laicos (o seglares) se entiende a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo. Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo. Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios.

Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas.

Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia.

Participación de los laicos
en la misión sacerdotal de Cristo
(901 – 903)

Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, si se realizan en el Espíritu, se convierten en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del Cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios. De manera particular, los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos.

Participación de los laicos
en la misión profética de Cristo
(904 – 907)

Cristo realiza su función profética, no sólo a través de la jerarquía, sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra. Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo creyente.

Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. En los laicos, esta evangelización adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo. Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes, como a los fieles.

Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores.

Participación de los laicos
en la misión real de Cristo
(908 – 913)

Por su obediencia hasta la muerte, Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, al reino del pecado. «El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«En la Sinagoga estaba establecido el pasaje que debía leerse. Pero, sea cual sea el pasaje, hoy está escrito para mí. Tanto si escucho la Escritura en la asamblea de los fieles, como si la escucho en privado, si Tú, Señor, lees por mí, siempre habrá un texto que me dirá algo en la situación en que me encuentro. Y si mi corazón está lleno de ti, descubriré inmediatamente la palabra que me puede dar el empuje y la ayuda que necesito» (Un monje de la Iglesia oriental).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Por los siglos.

Amén.