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DOMINGO XXVIII ORDINARIO “A”


 «Después del juicio, la felicidad del Reino»

Is 25,6-10: «El Señor preparará un festín y enjugará las lágrimas de todos los rostros»
Sal 22,1-6: «Habitaré en la casa del Señor por años sin término»
Flp 4,12-14.19s.: «Todo lo puedo en aquel que me conforta»

Mt 22,1-14: «A todos los que encuentren convídenles a la boda»

I. LA PALABRA DE DIOS

En la Biblia se compara el Reino con el banquete de bodas de Dios con la humanidad (1ª. Lect.). Es el banquete de la amistad de Dios con el hombre, donde éste es invitado a compartir la felicidad de Dios.

La parábola de hoy –lo mismo que las de los dos domingos anteriores– subraya las graves consecuencias del rechazo a la invitación de Dios. Además, en esta parábola, más aún que en la parábola de los viñadores homicidas, se subraya la ternura de Dios, que quiere que el hombre participe de su propia dicha. Él es el Rey que invita a todos los hombres a las bodas de su Hijo. Jesús aparece como el Esposo que va a desposarse con la humanidad y todo hombre es invitado a este festín nupcial, a esta intimidad gozosa. 

Las fuertes expresiones de la parábola –el rey que monta en cólera, que manda sus tropas y que destruye la ciudad– indican las tremendas consecuencias del desprecio a Cristo. ¿Nos damos cuenta de verdad de lo que significa rechazar las invitaciones de Dios? Son un desprecio bochornoso que le hacemos. Las razones que damos –el campo, los negocios…– no son más que excusas, y en realidad significan no querer responder a sus invitaciones.

Puede parecernos dura la última parte de la parábola –el invitado que es arrojado fuera porque no lleva vestido de bodas–. El «traje de bodas» no tiene por qué entenderse como un vestido especial; simplemente es la ropa limpia, la que se pone un invitado que quiere hacer honor a su anfitrión. Alegóricamente simboliza «las buenas obras», «la vida en gracia de Dios»: no basta ser invitado, ni responder de cualquier manera, es preciso convertirse y producir los frutos propios de esa conversión. 

Dios invita a todos, no hace distinciones, la entrada en la Iglesia es libre, pero no hemos de olvidar que se trata de la Casa del Rey. El vestido de bodas, es decir, la vida según el evangelio, es necesario. La gracia es exigente. Con Dios no se juega.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El banquete del reino de los cielos
(1023 — 1029)

Por su muerte y su Resurrección Jesucristo nos ha «abierto» el cielo. Ir al cielo es «estar con Cristo». Los que mueren en la gracia y la amistad de Dios y están perfectamente purificados, viven para siempre con Cristo.

El cielo es el fin último y la realización de las aspiraciones más profundas del hombre, el estado supremo y definitivo de dicha. Es la vida perfecta con la Santísima Trinidad, en comunión de vida y de amor con Ella, con la Virgen María, los ángeles y todos los bienaventurados. El cielo es la comunidad bienaventurada de todos los que están perfectamente incorporados a Cristo.

Este misterio de comunión bienaventurada con Dios y con todos los que están en Cristo sobrepasa toda comprensión y toda representación. «Ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni al corazón del hombre llegó, lo que Dios preparó para los que le aman» (1 Co 2, 9). La Escritura nos habla del cielo en imágenes: vida, luz, paz, banquete de bodas, vino del reino, casa del Padre, Jerusalén celeste, paraíso.

El juicio particular
(1021 — 1022)

Todos estamos llamados a ir al cielo. Pero antes, o preparamos el vestido nupcial o provocamos la pregunta: «Amigo, ¿cómo has entrado aquí sin vestido de fiesta?»

La muerte pone fin a la vida del hombre como tiempo abierto a la aceptación o al rechazo de la gracia divina manifestada en Cristo. Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios.

El Nuevo Testamento habla del juicio principalmente en la perspectiva del encuentro final con Cristo en su segunda venida (juicio final); pero también asegura reiteradamente la existencia de la retribución inmediata después de la muerte de cada uno (juicio particular) como consecuencia de sus obras y de su fe. 

La parábola del pobre Lázaro y las palabras de Cristo en la Cruz al buen ladrón, así como otros textos del Nuevo Testamento hablan de un último destino del alma que puede ser diferente para unos y para otros.

Cada hombre, después de morir,  recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo, bien a través de una purificación, bien para entrar inmediatamente en la bienaventuranza del cielo, bien para condenarse inmediatamente para siempre.

El purgatorio o purificación final
(1030 — 1032)

Los que mueren en la gracia y en la amistad de Dios, pero imperfectamente purificados, aunque están seguros de su eterna salvación, sufren después de su muerte una purificación, a fin de obtener la santidad necesaria para entrar en la alegría del cielo. La Iglesia llama Purgatorio a esta purificación final de los elegidos que es completamente distinta del castigo de los condenados

Esta enseñanza se apoya también en la práctica de la oración por los difuntos, de la que ya habla la Escritura: «Por eso mandó Judas Macabeo hacer este sacrificio expiatorio en favor de los muertos, para que quedaran liberados del pecado» (2 M 12, 46). Desde los primeros tiempos, la Iglesia ha honrado la memoria de los difuntos y ha ofrecido sufragios en su favor, en particular el sacrificio eucarístico, para que, una vez purificados, puedan llegar a la visión beatífica de Dios. La Iglesia también recomienda las limosnas, las indulgencias y las obras de penitencia en favor de los difuntos.

El infierno
(1033 — 1037)

Salvo que elijamos libremente amarle, no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra Él, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos. Nuestro Señor nos advierte que estaremos separados de Él si omitimos socorrer las necesidades graves de los pobres y de los pequeños que son sus hermanos (Mt 25, 31-46). Morir en pecado mortal sin estar arrepentido ni acoger el amor misericordioso de Dios, significa permanecer separados de Él para siempre por nuestra propia y libre elección. Este estado de autoexclusión definitiva de la comunión con Dios y con los bienaventurados es lo que se designa con la palabra «infierno«.

La enseñanza de la Iglesia afirma la existencia del infierno y su eternidad. Las almas de los que mueren en estado de pecado mortal descienden a los infiernos inmediatamente después de la muerte y allí sufren las penas del infierno. La pena principal del infierno consiste en la separación eterna de Dios en quien únicamente puede tener el hombre la vida y la felicidad para las que ha sido creado y a las que aspira.

Las afirmaciones de la Escritura y las enseñanzas de la Iglesia a propósito del infierno son un llamamiento a la responsabilidad con la que el hombre debe usar de su libertad en relación con su destino eterno. Constituyen al mismo tiempo un llamamiento apremiante a la conversión: «Entren por la puerta estrecha» (Mt 7, 13-14).

Como no sabemos ni el día ni la hora, es necesario, según el consejo del Señor, estar continuamente en vela. Así, terminada la única carrera  que es nuestra vida en la tierra, mereceremos entrar con él en la boda y ser contados entre los santos y no nos mandarán ir, como siervos malos y perezosos, al fuego eterno, a las tinieblas exteriores, donde «habrá llanto y rechinar de dientes».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Cuál no será tu gloria y tu dicha!: Ser admitido a ver a Dios, tener el honor de participar en las alegrías de la salvación y de la luz eterna en compañía de Cristo, el Señor tu Dios, … gozar en el Reino de los cielos en compañía de los justos y de los amigos de Dios, las alegrías de la inmortalidad alcanzada» (San Cipriano).

«A la tarde de la vida te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.
Este mundo bueno fue
si bien usásemos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquel
que atendemos. Amén.

 

20 de septiembre de 2020: DOMINGO XXV ORDINARIO “A”


«El Reino de Dios, oferta gratuita a todo hombre»

Is 55,6-9: «Mis planes no son los planes de ustedes»
Sal 144: «Cerca está el Señor de los que lo invocan»
Flp 1,20c-24.27a.: «Para mí la vida es Cristo»

Mt 20,1-16a: «¿Vas a tener tú envidia porque yo soy bueno?»

 

I. LA PALABRA DE DIOS

A partir de hoy, y en los próximos domingos, se nos anuncian cuatro parábolas sobre el Reino de Dios.

Hoy, la parábola del pago del denario destaca la «justicia» de Dios, que trata a todos los trabajadores por igual —a los de primera hora y a los de última—. La justicia de Dios es pura gratuidad, porque el hombre no tiene derechos ante Dios, sino que todo lo recibe de Él gratuitamente, conforme a su gracia, de la que nos colmó en el Amado.

Lo primero que subraya el evangelio de hoy es que Dios rompe nuestros esquemas. Con cuánta frecuencia queremos someter a Dios a nuestra lógica, pero la «lógica» de Dios es distinta. Como dice Isaías: «Mis planes no son los planes de ustedes, sus caminos no son mis caminos». Hace falta mucha humildad para intentar sintonizar con Dios, en lugar de pretender que Dios sintonice con nuestra mente estrecha.

Es tentación del hombre de todos los tiempos juzgar los planes de Dios, conforme a las propias categorías. Dios desborda nuestros pensamientos. Por eso, el hombre ante Dios ha de ser humilde y sencillo, confiando en su Amor, que nos ha llamado a la existencia y a su Reino.

La parábola contradice nuestro concepto humano de «justicia», y establece lo que se ha definido (Daniélou) como «el derecho de Dios a tratar a los hombres con la más perfecta desigualdad y sin tener en cuenta los diversos derechos».

Aquí la «justicia» no es la retribución equitativa, sino el triunfo del bien sobre el mal; y el hombre está llamado a colaborar en ese triunfo con su vida.

Es doctrina de fe que «las obras buenas», si se hacen como Dios quiere, merecen recompensa; pero, para llegar a hacer las cosas como Dios manda, ha debido precedernos la gracia, que no se merece. Las buenas obras del que vive en gracia son dones de Dios y méritos del hombre. En la Nueva Ley, toda recompensa es gracia. Jesús rechaza la doctrina farisaica sobre el derecho a la recompensa y sobre la equivalencia entre mérito y paga.

Además, Jesús nos enseña la gratuidad: Dios nos lo ha dado todo gratuitamente. ¿Qué tenemos que no hayamos recibido? Pretendemos –como los jornaleros de la parábola– negociar con Dios, con una mentalidad de justicia que no es la del Reino, sino la de este mundo. El que ha sido llamado antes, ha de sentirse dichoso por ello; y el que ha trabajado más, debe dar más gracias, porque el trabajar por Dios y su Reino es ya un regalo inmenso: es Dios mismo el que nos concede la gracia de poder trabajar por Él.

Nos avisa el evangelio de que no hemos de mirar lo que trabajan o lo que reciben los demás, sino trabajar con todo entusiasmo en lo que se nos confía. No trabajamos para nosotros, sino para el Señor y para su Reino. La paga será la gloria, una felicidad inmensa y eterna, totalmente desproporcionada y sobreabundante.

El Reino de Dios trastoca muchos valores de los hombres: los que los hombres consideran primeros serán últimos y los que los hombres consideran últimos serán primeros. Sin duda, en el cielo nos llevaremos muchas sorpresas.

En un mundo donde todo se cobra y todo se paga, qué difícil es comprender, aceptar y vivir la gratuidad con los demás y con Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús llama a su reino
(543 — 546)

Jesús llama a entrar en el Reino a través de las parábolas, rasgo típico de su enseñanza. Todos los hombres están llamados a entrar en el Reino. Anunciado en primer lugar a los hijos de Israel, este reino mesiánico está destinado a acoger a los hombres de todas las naciones. Para entrar en él, es necesario acoger la palabra de Jesús. Exige también una elección radical para alcanzar el Reino: es necesario darlo todo, las palabras no bastan, hacen falta obras.

La bienaventuranza prometida nos coloca ante elecciones morales decisivas. Nos invita a purificar nuestro corazón de sus instintos malvados y a buscar el amor de Dios por encima de todo. Nos enseña que la verdadera dicha no reside ni en la riqueza o el bienestar, ni en la gloria humana o el poder, ni en ninguna obra humana, por útil que sea, como las ciencias, las técnicas y las artes, ni en ninguna criatura, sino en Dios sólo, fuente de todo bien y de todo amor.

El Decálogo (los Diez Mandamientos), el Sermón de la Montaña y la enseñanza de la Iglesia nos describen los caminos que conducen al Reino de los Cielos. Por ellos avanzamos paso a paso mediante actos cotidianos, sostenidos por la gracia del Espíritu Santo. Fecundados por la Palabra de Cristo, damos lentamente frutos en la Iglesia para la gloria de Dios.

El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde. Jesús fue enviado para «anunciar la Buena Nueva a los pobres». Los declara bienaventurados porque «de ellos es el Reino de los cielos»; a los «pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes. Jesús, desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino.

Jesús invita a los pecadores al banquete del Reino: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores». Les invita a la conversión, sin la cual no se puede entrar en el Reino, pero les muestra de palabra y con hechos la misericordia sin límites de su Padre hacia ellos y la inmensa «alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta». La prueba suprema de este amor será el sacrificio de su propia vida «para remisión de los pecados».

El Reino de los cielos ha sido inaugurado en la tierra por Cristo. Se manifiesta a los hombres en las palabras, en las obras y en la presencia de Cristo. La Iglesia es el germen y el comienzo de este Reino. Sus llaves son confiadas a  Pedro.

Dios nos ofrece su gracia para vivir en su reino
(1996 — 2001)

La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria: por el Bautismo el cristiano participa de la gracia de Cristo, Cabeza de su Cuerpo. Como «hijo adoptivo» puede ahora llamar «Padre» a Dios, en unión con el Hijo único. Recibe la vida del Espíritu que le infunde la caridad y que forma la Iglesia.

Nuestra justificación es obra de la gracia de Dios. La gracia es el favor, el auxilio gratuito que Dios nos da para responder a su llamada, ser hijos adoptivos de Dios, partícipes de la naturaleza divina.

Esta vocación a la vida eterna es sobrenatural. Depende enteramente de la iniciativa gratuita de Dios, porque sólo Él puede revelarse y darse a sí mismo. Sobrepasa las capacidades de la inteligencia y las fuerzas de la voluntad humana, como de toda criatura.

La gracia de Cristo es el don gratuito que Dios nos hace de su vida, infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para curarla del pecado y santificarla: es la gracia santificante o deificante, recibida en el Bautismo. Es en nosotros la fuente de la obra de santificación.

La libre iniciativa de Dios exige la libre respuesta del hombre, porque Dios creó al hombre a su imagen concediéndole, con la libertad, el poder de conocerle y amarle. El alma sólo libremente entra en la comunión del amor. Dios toca inmediatamente y mueve directamente el corazón del hombre. Puso en el hombre una aspiración a la verdad y al bien que sólo Él puede colmar.

La preparación del hombre para acoger la gracia es ya una obra de la gracia. Esta es necesaria para suscitar y sostener nuestra colaboración a la justificación mediante la fe y a la santificación mediante la caridad. Dios acaba en nosotros lo que Él mismo comenzó.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre se debate entre su pequeñez para entender a Dios, por un lado, y Dios mismo, su grandeza y bondad, por otro. Cuando vence la gracia, el hombre prorrumpe en la alabanza: porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).

«Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez curados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin Él no podemos hacer nada» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pastor, que con tus silbos amorosos
me despertaste del profundo sueño,
tú me hiciste cayado de este leño
en que tiendes los brazos poderosos.

Vuelve los ojos a mi fe piadosos,
pues te confieso por mi amor y dueño,
y la palabra de seguir empeño
tus dulces silbos y tus pies hermosos.

Oye, Pastor, que por amores mueres,
no te espante el rigor de mis pecados,
pues tan amigo de rendidos eres,
espera, pues, y escucha mis cuidados.
Pero ¿Cómo te digo que me esperes,
si estás, para esperar, los pies clavados?

 Amén.

 

13 de septiembre de 2020: DOMINGO XXIV ORDINARIO “A”


 «Perdona y se te perdonará»

Si 27,30-28,7: «Perdona las ofensas a tu prójimo y se te perdonarán los pecados cuando lo pidas»
Sal 102: «El Señor es compasivo y misericordioso»
Rm 14,7-9: «En la vida y en la muerte somos del Señor»
Mt 18,21-35: «No te digo que le perdones hasta siete veces, sino hasta setenta veces siete.»

I. LA PALABRA DE DIOS

El sacramento de la Penitencia (domingo pasado) invita a la conversión del corazón. Hoy el Evangelio ahonda en la conversión: la conversión reclama perdón, amor al prójimo.
Perdonar «setenta veces siete» es perdonar siempre. Este perdonar se apoya en la insistencia del Nuevo Testamento: en la oración, Jesús nos enseñó a decir: «perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos». La súplica se repite cada vez que celebramos la Eucaristía. Jesús nos recuerda «la regla de oro»: «traten a los demás como quieren que ellos les traten» (cf. Mt 7,12). Y es que nuestra relación con Dios se regula según nuestras relaciones con el prójimo (1ª Lect.).
Nuestro Dios es el Dios del perdón y la misericordia. Y nosotros, como hijos suyos, nos debemos parecer a Él. «Sean misericordiosos como su Padre es misericordioso». Por eso Jesús dice que hemos de perdonar «hasta setenta veces siete», es decir, siempre. Perdona siempre a aquel que se arrepiente de verdad. No puede ser de otra manera. 
La parábola del evangelio expresa la contradicción brutal de ese hombre, a quien le ha sido perdonada una deuda inmensa, pero que no perdona a su compañero una cantidad insignificante, llegando incluso a meterle en la cárcel. Ahí estamos retratados todos nosotros cada vez que nos negamos a perdonar. En el fondo, las dificultades para perdonar a los demás vienen de no ser conscientes de lo que se nos ha dado y de lo que se nos ha perdonado. El que sabe que le ha sido perdonada la vida es más propenso a perdonar a los demás.
El perdón de Dios es gratuito: basta que uno se arrepienta de verdad. También el nuestro ha de ser gratuito. Pero prestemos atención a la parábola: ¿con qué derecho puede acercarse a solicitar el perdón de Dios quien no está dispuesto a perdonar a su hermano? El que no quiere perdonar al hermano ha dejado de vivir como hijo; el que no está dispuesto a perdonar al otro está cerrado y es incapaz de recibir el perdón de Dios.
No suele aceptarse hoy con facilidad la obligación del perdón porque se considera como un signo de debilidad. Sin embargo solamente los corazones fuertes tienen capacidad de convertirse y de perdonar.
El perdón fraterno ha de ser a imagen y semejanza del perdón de Dios, que no lleva cuenta de las veces que perdona. El corazón que perdona y olvida es grande, vive en la paz y es amado de Dios y de los hombres. La mejor imagen de nosotros mismos es la de ser personas de gran corazón.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El perdón de Dios, que es un desbordamiento de su misericordia, no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado de corazón a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos. Al negarnos a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra y su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a la gracia. Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero «todo es posible para Dios».

…como también nosotros perdonamos
a los que  nos ofenden
(2842 — 2845)

Este «como» no es el único en la enseñanza de Jesús: «Sean perfectos ‘como’ es perfecto su Padre celestial» (Mt 5, 48); «Sean misericordiosos, ‘como’ su Padre es misericordioso» (Lc 6, 36); «Les doy un mandamiento nuevo: que se amen los unos a los otros. Que ‘como’ yo les he amado, así se amen también ustedes los unos a los otros» (Jn 13, 34). Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida del fondo del corazón, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra Vida» puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdónense mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo».
Así, adquieren vida las palabras del Señor sobre el perdón, este Amor que ama hasta el extremo del amor. La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial, acaba con esta frase: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a vuestro hermano». Allí es, en efecto, en el fondo «del corazón» donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.
La vida cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es cumbre de la oración y de la vida cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí.
No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino. Si se trata de ofensas (de «pecados» según Lc 11, 4, o de «deudas» según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: «Con nadie tengan otra deuda que la del mutuo amor». La comunión de la Santísima Trinidad es la fuente y el criterio de verdad en toda relación. Se vive en la oración y sobre todo en la Eucaristía.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo con todo el pueblo fiel» (San Cipriano).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón.

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón.

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón.

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón.

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón. Amén