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6 de marzo de 2022: DOMINGO I DE CUARESMA “C”


La tentación y la victoria de Cristo

Dt 26, 4-10: Profesión de fe del pueblo elegido
Sal 90, 1-15: Quédate conmigo, Señor, en la tribulación
Rm 10, 8-13: Profesión de fe del que cree en Cristo
Lc 4, 1-13: El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado

I. LA PALABRA DE DIOS

Al comenzar la Cuaresma, este evangelio pone delante de nuestros ojos la seriedad de la vida cristiana. «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino … contra los espíritus del mal que están en las alturas» (Ef 6, 12). Desde el Paraíso, toda la historia humana es una lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás.

Jesucristo –el segundo Adán–, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, fue verdaderamente tentado. Sus tentaciones fueron distintas de las nuestras, pues en Cristo –Persona divina– no se da nuestra inclinación al mal; pero fueron verdaderas: por ser verdadero hombre —con reflejos, sentimientos e impresiones humanas— pudo darse una brecha entre la misión señalada por el Padre y la experiencia que de la misma tenía Jesús, humanamente hablando. Es la tentación ante el aparente fracaso de su tarea redentora; y sobre ello carga Satanás con astucia.

La tentación más importante es la tercera, en Jerusalén; allí —«hasta otra ocasión»—volverán a enfrentarse Jesús y el Tentador, cuando llegue la gran prueba (= tentación) de la Pasión. Jesús fue tentado también en otras ocasiones; los instrumentos de los que se valió el Adversario fueron los fariseos, la muchedumbre, e incluso Pedro.

Cristo ha luchado, para que nosotros luchemos; Cristo ha vencido para que nosotros venzamos. La liturgia de Cuaresma comienza haciéndonos elevar los ojos a Cristo, para seguirle como modelo y para dejarnos influir por el impulso interior de combate victorioso que quiere infundir en nosotros.

También se nos indican las armas para vencer a Satanás. A cada tentación Jesús responde con un texto de la Escritura: «está escrito». En los días cuaresmales se nos invita a alimentarnos con más abundancia de la Palabra de Dios, para que ésta sea como un escudo que nos haga inmunes a las asechanzas del Enemigo. El salmo responsorial nos recuerda la confianza que, ante la prueba, Cristo tiene en el Padre y que nosotros necesitamos para no sucumbir a la tentación: «me invocará y lo escucharé».

Necesitamos vivir la fe (segunda lectura), una fe hecha plegaria –«no nos dejes caer en la tentación»–, que es la que nos libra de la esclavitud del pecado y de Satanás, pues sólo la fe da la victoria: «Nadie que crea en él quedará confundido».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un duro combate
(407 – 415)

No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes, por envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno.

Constituido por Dios en la justicia, el hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios. Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.

La doctrina sobre el pecado original –vinculada a la de la Redención de Cristo– proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres.

Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres.

Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno», hace de la vida del hombre un combate: A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo.

Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: “La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio”. Y santo Tomás de Aquino: “Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de el pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Y el canto del Exultet (Pregón de la Vigilia pascual): ¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”.

Cristo venció al Tentador a favor nuestro
(538 – 540)

La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto. Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso: Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús es vencedor del diablo; Él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

«No nos dejes caer en la tentación»
(2846 – 2849)

Nuestros pecados son los frutos del consentimiento en la tentación. Pedimos a nuestro Padre que «no nos deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en«, «no nos dejes sucumbir a la tentación«. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado.

El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior en orden a una «virtud probada» (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón. El Padre nos da la fuerza: «no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13).

«Y líbranos del mal» [«del Malo»]
(2850 – 2854)

En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» [«dia-bolos«] es aquél que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

«Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira», Satanás, el seductor del mundo entero, es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será liberada del pecado y de la muerte.

La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está echado abajo. «El se lanza en persecución de la Mujer» (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» ya que su Venida nos librará del Maligno.

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,18), «el Dueño de todo, Aquél que es, que era y que ha de venir», Jesucristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres. En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado” (Orígenes).

El Señor, que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas, también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo, que os combate, para que el enemigo –que tiene la costumbre de engendrar la falta– no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»” (S. Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Líbranos de todos los males, Señor,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que, ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo.

Amén.

20 de febrero de 2022: DOMINGO VII ORDINARIO “C”


Imágenes de Dios, amor sin límites

1 Sam 26, 2. 7-9. 12-13. 22-23: El Señor te ha entregado hoy en mi poder, pero yo no he querido extender la mano.
Sal 102: El Señor es compasivo y misericordioso.
1 Co 15, 45-49: Lo mismo que hemos llevado la imagen del hombre terrenal, llevaremos también la imagen del celestial.
Lc 6, 27-38: Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso.

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, la generosidad con que David perdonó a su enemigo mortal Saúl, es un ejemplo humano de la compasión y misericordia divina que canta el Salmo 102.

La predicación moral de Cristo tiene en el Evangelio de hoy una de sus enseñanzas centrales: el amor a los enemigos, consecuencia de la fe en el Padre, revelado por Jesús. 

Es asombrosa la capacidad de muchos cristianos de reducir el evangelio a algunas normas éticas “escogidas y razonables”, es decir, a su propia medida. Sin embargo, Cristo quiere llevarnos a lo infinito: «Sed misericordiosos como vuestro Padre es misericordioso». Quizá el pecado radical es precisamente no contemplar al Padre.

Sólo desde ahí es inteligible el mandato de Cristo de amar a los enemigos. No sólo de perdonar –menos todavía el «perdono, pero no olvido»; que ni es perdón, ni es nada–, sino de amar positivamente, hasta dar la vida por los mismos enemigos, como ha hecho Cristo.

Dios no es una idea abstracta, ha mostrado perfectamente su imagen en Jesucristo, que ama hasta a los enemigos y es compasivo y misericordioso. Hemos sido creados a imagen y semejanza de este Dios y –por el Bautismo– hechos hijos en el Hijo. La misericordia y compasión de Dios es el modelo supremo de la conducta cristiana. Dios, cuyo amor es sin límites, llama al cristiano a lo mismo.

Muchos cristianos tienen de tales sólo el nombre. Aman a los que los aman a ellos, hacen el bien a quien se lo hace a ellos, prestan cuando esperan sacar alguna ganancia. Y lo malo es que no sólo son “fallos” de hecho, sino que la misma mentalidad, la manera de pensar de muchos, no es evangélica, no es la de Cristo. Y no digamos nada de la sentencia evangélica: «A quien te pide, dale»; o del «no juzguéis». Se hace urgente una conversión en la mente y en el corazón para acercarnos al evangelio que hemos dado por imposible. Pero ¡Dios lo puede todo! Pidámoselo con confianza.

Cristo resucitado es testimonio de la forma de vida gloriosa a la que estamos llamados los cristianos, es el nuevo Adán, primicia de una humanidad nueva (segunda lectura).

II. LA FE DE LA IGLESIA

«Dios Misericordioso y Clemente»
(231, 210 – 211)

El Dios de nuestra fe se ha revelado como Él que es; se ha dado a conocer como «rico en amor y fidelidad» (Ex 34,6). Su Ser mismo es Verdad y Amor.

Tras el pecado de Israel, que se apartó de Dios para adorar al becerro de oro, Dios escucha la intercesión de Moisés y acepta marchar en medio de un pueblo infiel, manifestando así su amor. A Moisés, que pide ver su gloria, Dios le responde: «Yo haré pasar ante tu vista toda mi bondad (belleza) y pronunciaré delante de ti el nombre de YaHWeH«. Y el Señor pasa delante de Moisés, y  proclama: «Señor, Señor, Dios misericordioso y clemente, tardo a la cólera y rico en amor y fidelidad«. Moisés confiesa entonces que el Señor es un Dios que perdona.

El Nombre Divino «Yo soy» o «Él es» expresa la fidelidad de Dios que, a pesar de la infidelidad del pecado de los hombres y del castigo que merece, «mantiene su amor por mil generaciones«. Dios revela que es «rico en misericordia» llegando hasta dar su propio Hijo. Jesús, dando su vida para librarnos del pecado, revelará que Él mismo lleva el Nombre divino: «Cuando hayáis levantado al Hijo del hombre, entonces sabréis que Yo soy«.

Dios es Amor
(218-221)

A lo largo de su historia, Israel pudo descubrir que Dios sólo tenía una razón para revelársele y escogerlo entre todos los pueblos como pueblo suyo: su amor gratuito. E Israel comprendió, gracias a sus profetas, que también por amor Dios no cesó de salvarlo y de perdonarle su infidelidad y sus pecados.

El amor de Dios a Israel es comparado al amor de un padre a su hijo. Este amor es más fuerte que el amor de una madre a sus hijos. Dios ama a su Pueblo más que un esposo a su amada; este amor vencerá incluso las peores infidelidades; llegará hasta el don más precioso: «Tanto amó Dios al mundo que dio a su Hijo único«.

El amor de Dios es eterno. «Porque los montes se correrán y las colinas se moverán, mas mi amor de tu lado no se apartará«. «Con amor eterno te he amado: por eso he reservado gracia para ti«.

Pero S. Juan irá todavía más lejos al afirmar: «Dios es Amor«; el ser mismo de Dios es Amor. Al enviar en la plenitud de los tiempos a su Hijo único y al Espíritu de Amor, Dios revela su secreto más íntimo; Él mismo es una eterna comunicación de amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo, y nos ha destinado a participar en Él.

El hombre, imagen de Dios
(357, 1701 – 1715)

Cristo, el nuevo Adán, en la misma revelación del misterio de Padre y de su amor, manifiesta plenamente el hombre al propio hombre y le descubre la grandeza de su vocación. En Cristo, «imagen del Dios invisible«, el hombre ha sido creado «a imagen y semejanza» del Creador. 

Por haber sido hecho a imagen de Dios, el ser humano tiene la dignidad de persona; no es solamente algo, sino alguien. Es capaz de conocerse, de poseerse, de darse libremente y estar en comunión con otras personas; y es llamado, por la gracia, a una alianza con su creador, a ofrecerle una respuesta de fe y de amor que ningún otro ser puede dar en su lugar.

La imagen divina está presente en todo hombre. Resplandece en la comunión de las personas a semejanza de la unidad de las Personas divinas entre sí. En Cristo, redentor y salvador, la imagen divina alterada en el hombre por el primer pecado ha sido restaurada en su belleza original y ennoblecida con la gracia de Dios.

Dotada de un alma espiritual e inmortal, la persona humana es la única criatura en la tierra a la que Dios ha amado por sí misma. Desde su concepción está destinada a la bienaventuranza eterna.

La persona humana participa de la luz y la fuerza del Espíritu divino. Por la razón es capaz de comprender el orden de las cosas establecido por el Creador. Por su voluntad es capaz de dirigirse por sí misma a su bien verdadero. Encuentra su perfección en la búsqueda y el amor de la verdad y del bien.

En virtud de su alma y de sus potencias espirituales de entendimiento y de voluntad, el hombre está dotado de libertad, signo eminente de la imagen divina.

Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa «a hacer el bien y a evitar el mal«. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo. El ejercicio de la vida moral proclama la dignidad de la persona humana.

El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia. Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal en el ejercicio de su libertad y sujeto al error. De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.

El que cree en Cristo es hecho hijo de Dios, tiene la vida nueva en el Espíritu Santo. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, desarrollada y madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¿Qué cosa, o quién, fue el motivo de que establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te dejaste cautivar de amor por ella. Por amor lo creaste, por amor le diste un ser capaz de gustar tu Bien eterno» (Sta. Catalina de Siena).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

El Dios uno y trino,
misterio de amor,
habita en los cielos
y en mi corazón.

Dios escondido en el misterio,
como la luz que apaga estrellas;
Dios que te ocultas a los sabios,
y a los pequeños te revelas.

No es soledad, es compañía.
es un hogar tu vida eterna,
es el amor que se desborda
de un mar inmenso sin riberas.

Padre de todos, siempre joven,
al Hijo amado eterno que engendras,
y el Santo Espíritu procede
como el Amor que a los dos sella.

Padre, en tu gracia y tu ternura,
la paz, el gozo y la belleza,
danos ser hijos en el Hijo
y  hermanos todos en tu Iglesia. 

Amén.

6 de febrero de 2022: DOMINGO V ORDINARIO “C”


Vuestra vocación es la libertad

Is 6, 1-2a. 3-8: Aquí estoy, mándame
Sal 137,1- 8: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor
1 Co 15, 1-11: Predicamos así, y así lo creísteis vosotros
Lc 5, 1-11: Dejándolo todo, lo siguieron

I. LA PALABRA DE DIOS

La segunda lectura responde a las preguntas de los corintios sobre la resurrección de los muertos. San Pablo escribe un texto fundamental del Nuevo Testamento: el testimonio de los testigos de la resurrección.

En la vocación del profeta Isaías se destaca la elección de Dios que purifica y capacita al profeta a pesar de su fragilidad humana.

La vocación de los primeros discípulos de Jesús, San Lucas la narra precedida de “la pesca milagrosa”; con este signo Jesús llama la atención de aquellos hombres, y ellos responden con prontitud, dejándolo todo. El seguimiento definitivo de Jesús por parte de los primeros discípulos irá precedido de una etapa de enseñanza y milagros que les hacen experimentar su amor y su poder salvador.

La grandeza de Pedro en este pasaje evangélico consiste en no fiarse de sí mismo, de su propio juicio, de su “experiencia”. Humanamente hablando, como pescador experimentado que era, tenía razones de sobra para oponerse a la orden de Jesús: «hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada». Sin embargo, deja sus conocimientos y su experiencia particular a un lado para apoyarse en la palabra de Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes». Muchas dificultades en nuestra vida de fe provienen de esto: nos aferramos a “nuestras experiencias”, muchas veces mal hechas, en lugar de fiarnos pura y simplemente de la palabra de Cristo.

Es precisamente este salto de la fe el que capacita a Pedro para colaborar eficazmente con Cristo. Primero ha tenido que pasar por la experiencia de un fracaso: sus muchos esfuerzos no han conseguido nada. Y desde esa experiencia de su pobreza puede abrirse a recibir una gran redada, una pesca abundante, pero como don, como gracia. Sólo así Jesús puede decirle: «Desde ahora serás pescador de hombres».

Y es que para colaborar con Cristo en su misión y en su tarea no bastan las cualidades humanas naturales. Para ser instrumento activo de Cristo y de su obra nos hace falta “perder pie” y caminar en la fe, apoyados en la humildad. Es también esta la experiencia de Pedro –«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador»–, que va unida al asombro por la grandeza de Cristo y por su capacidad de realizar acciones que sobrepasan infinitamente las posibilidades humanas. La reacción de Pedro nace del santo temor: se ve demasiado cerca de lo sobrenatural –antes llamó a Jesús «Maestro», como a un rabino; ahora lo llama «Señor»– y confiesa su condición de pecador. Ante Dios, toda criatura es impura y necesita perdón.

El profeta y el apóstol son hombres limitados, pecadores, pero reciben una gran misión: así se describe en la vocación del profeta Isaías y en el Evangelio. Reconocer la propia limitación es condición necesaria para aceptar el don de la vocación y la tarea que la misión implica.

La vocación cristiana es el seguimiento de Cristo. Seguimiento total, de toda la persona; que nos hace capaces de ser libres, reyes, y transformar el mundo con libertad regia. Los cristianos, por la gracia de Dios, y sólo con ella, somos capaces de ser transformadores eficaces del mundo, pescadores de hombres, remando mar adentro de cualquier ambiente humano.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia, Pueblo de Dios
(781)

En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu.

Las características del Pueblo de Dios
(782)

El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa».

– Se llega a ser miembro de este pueblo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

– Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo, fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es el Pueblo mesiánico.

– La identidad de este Pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.

– Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó. Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo.

– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

– Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección.

Un pueblo sacerdotal, profético y real
(783 – 786)

Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido «Sacerdote, Profeta y Rey». Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas.

Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo un reino de sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo.

El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo. Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección. Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». Para el cristiano, servir a Cristo es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren, donde descubre la imagen de su Fundador pobre y sufriente. El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? Y ¿qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?» (San León Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pueblo de reyes, asamblea santa,
pueblo sacerdotal:
pueblo de Dios, bendice a tu Señor.

Te cantamos Jesús, Hijo amado del Padre.
Te alabamos, eterna Palabra salida de Dios.
Te cantamos Jesús que naciste de María.
Te alabamos a Ti, nuestro hermano,
nuestro salvador.

Te cantamos a Ti, esplendor de la gloria.
Te alabamos, estrella radiante que anuncias el día.
Te cantamos Jesús, luz eterna de Dios.
Te alabamos antorcha de la Nueva Jerusalén.

Te cantamos, Mesías que anunciaron los profetas.
Te alabamos a Ti el esperado del pueblo de Israel.
Te cantamos Mesías esperado por los pobres.
Te alabamos Jesús nuestro rey de humilde corazón.

Te cantamos mediador entre Dios y los hombres.
Te alabamos, camino de vida, puerta del cielo.
Te cantamos sacerdote de la Nueva Alianza.
Te alabamos, Tú eres nuestra paz
por la sangre de la cruz.

Te cantamos Pastor que nos conduces al reino,
te alabamos; reúne a tus ovejas en un solo redil.
Te cantamos Jesús manantial de la Gracia.
Te alabamos oh fuente de agua viva
que apaga nuestra sed.

Te cantamos, oh Cristo maná verdadero.
Te alabamos oh pan de la vida que el Padre nos da.
Te cantamos, imagen del Dios invisible.
Te alabamos oh rey de la justicia y rey de la paz.

Te cantamos primicia de aquellos que duermen.
Te alabamos a Ti el viviente, principio y fin.
Te cantamos Jesús exaltado en la gloria.
Te alabamos a Ti que vendrás a juzgar la tierra.

Amén.