Pidan…
Ex 17, 8-13 Mientras Moisés tenía en alto la mano, vencía Israel.
Sal 120, 1-8 El auxilio me viene del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2 Tim 3,14-4,2 El hombre de Dios estará perfectamente equipado para toda buena obra.
Lc 18, 1-8 Dios hará justicia a sus elegidos, que claman a Él.
I. LA PALABRA DE DIOS
Moisés fue un gran ejemplo de orante. Su plegaria hecha con perseverancia fue eficaz. La oración de Moisés es la figura cautivadora de la oración de intercesión, que tiene su cumplimiento en el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.
Sigue la exhortación de S. Pablo a Timoteo: La Palabra de Dios contenida en la Sagrada Escritura es el principal instrumento para que los sucesores de los apóstoles ejerzan su ministerio.
Por tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad fundamental de nuestra vida cristiana: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe.
Para inculcarnos la necesidad de orar siempre, sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo que «ni temía a Dios ni le importaban los hombres», es decir, tenía desquiciados los dos polos de su vida: la relación con Dios y con el prójimo. Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos «que le gritan día y noche»!
La eficacia de la oración está garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido. Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre sin desanimarse»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor». La constancia es el núcleo de la enseñanza de esta parábola. Hay que perseverar a pesar de la desconcertante sensación de que Dios “no interviene”.
Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. «La oración es lo único que vence a Dios» (Tertuliano). Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.
II. LA FE DE LA IGLESIA
La oración de petición cristiana
(2629 – 2633)
Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.
La oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que S. Pablo llama el gemido: el de la creación «que sufre dolores de parto» (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera «del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza» (Rm 8, 2324), y, por último, los «gemidos inefables» del propio Espíritu Santo que «viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26).
La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (el publicano: «ten compasión de mí que soy pecador» Lc 13,13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros: entonces cuanto pidamos lo recibimos de Él. Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.
La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.
El modelo del Padrenuestro:
las siete peticiones
(2803 – 2806)
Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más centradas en Dios, nos atraen hacia la Gloria del Padre; nos lleva hacia Él, para Él: ¡tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad! Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos.
Al pedir “Santificado sea tu Nombre”, pedimos que el Nombre de Dios sea reconocido y tratado como santo por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.
Al pedir: “Venga a nosotros tu reino”, pedimos principalmente el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También pedimos por el crecimiento del Reino de Dios, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, en el “hoy” de nuestras vidas.
Al pedir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, pedimos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, realizar su plan de salvación, para la vida del mundo.
Las cuatro últimas peticiones, como caminos hacia Él, ofrecen nuestra miseria a su Gracia. Son la ofrenda de nuestra esperanza y atrae la mirada del Padre de las misericordias. Brota de nosotros y nos afecta ya ahora, en este mundo: «danos… perdónanos… no nos dejes… líbranos«.
Al pedir “Danos hoy nuestro pan de cada día”, al decir “danos” queremos expresar, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo; “nuestro pan” designa los alimentos y bienes terrenos necesarios para la subsistencia de todos y significa también el “Pan de Vida”: la Palabra de Dios y la Eucaristía.
Al pedir “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, imploramos la misericordia de Dios para nuestros pecados, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos querido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.
Al pedir “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.
Al pedir “Y líbranos del mal”, pedimos a Dios, con la Iglesia, que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre “el príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación. Pedimos también que seamos liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que el Maligno es autor o instigador.
El “Amén” final del Padre Nuestro significa nuestro “fiat”, “hágase”, es decir, cúmplanse las siete peticiones: “Así sea”.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: el que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios» (S. Cipriano).
IV. LA ORACIÓN CRISTIANA
Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.
No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.
No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.
Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo».
Padre nuestro…