«La Palabra se ha hecho carne,
y ha puesto su casa entre nosotros»
Is 52,7-10: «Verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios»
Sal 97: «Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»
Hb 1,1-6: «Dios nos ha hablado por el Hijo»
Jn 1,1-18: «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»
I. LA PALABRA DE DIOS
La alegría que se anunciaba al pueblo cuando era proclamado un nuevo rey en Sión, la proclama ahora el Profeta para anunciar la inauguración de un nuevo reinado de Dios. La inminencia del retorno de los exiliados, y el anuncio de paz subsiguiente, serán los signos perceptibles de la acción divina.
La Palabra de Dios, que había hecho surgir el mundo y el hombre, acampa en el mundo y se hace hombre para dar a los hombres el poder ser y llamarse «hijos de Dios». Percibida «en otro tiempo» (2ª Lect.) como una revelación del proyecto de Dios sobre el mundo y el hombre, acontece ahora entre nosotros como salvación.
La Palabra se ha hecho carne precisamente en este mundo. Es un modo de convencer al hombre de que Dios, a pesar de todo, le sigue amando.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo. La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche.
La celebración meramente costumbrista, comercial o vacacional de la Navidad la reduce a algo meramente humano y vacío de contenido. Cristianos y no cristianos, los que celebran de corazón y «los que se apuntan», todos necesitamos abandonar cualquier vestigio de frivolidad en estos días.
Todos deseamos la paz, especialmente en estos días de navidad. La búsqueda de la paz y de la convivencia tranquila no son de ahora; han sido siempre señal de la permanente e incansable búsqueda de Dios y de sus signos. En el corazón del hombre y del mundo estaban escritas esas señales, que no le dejarán tranquilo hasta que no halle a Dios en medio de este mundo que, por ser casa de Dios, cuenta con que el Padre en su Hijo ha venido a compartir la historia.
El hombre ha intentado conquistar siempre cotas de mayor bienestar. La historia está repleta de ejemplos de quienes han intentado –siempre con buena voluntad– ganar en dignidad, en capacidad de convivencia, en afán de paz, en búsqueda de la justicia. Otra cosa es que hayan acertado en el método.
Cuando el hombre mira a su alrededor y ve el resultado del pecado en medio de la humanidad, siente de un lado la vergüenza y de otro la incapacidad del remedio. La mirada de Dios es distinta y la única que devuelve a la esperanza. Lejos de apartar sus ojos de la miseria humana, la asume para vencerla desde Jesucristo. Los que sueñen con un remedio de sólo origen humano, alguna vez se sentirán desengañados. ¿Acabarán los hombres por aceptar la acción divina como la exclusivamente salvadora, cuando el hombre es capaz de secundar la iniciativa de Dios?
Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador… ¿No merecía conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa).
Si el amor del Padre se ha manifestado en que ha entregado a su Hijo al mundo, más patente queda cuando lo contemplamos viviéndolo entre quienes ha venido a salvar.
El Verbo se hizo carne. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Y lo hizo:
- «Para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
- «para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9)».
- «Para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…» (Mt 11,29)».
- Para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios. Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (S. Ireneo).
«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios».
¡Admirable grandeza la de un Dios que, al acercarse al hombre ha atravesado las sombras! Pero para destruirlas llenándolas de su luz. Y cuanto más cerca, más luz. Los llamados a ser portadores de la luz son los que más de cerca la reciben. El cristiano es luz porque lleva la de Cristo.
Todo el que recibe la luz de Cristo, se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede llenar de luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz verdadera. La Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el sacramento de Cristo ante el mundo.
«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1,1-4)».
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«¡Oh admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una Virgen, y hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad.«(Antífona de la octava de Navidad).
«Hoy los pastores le conocieron por medio de un ángel, y a los que presiden la grey del Señor se les enseñó la manera de anunciar la Buena Nueva, para que nosotros también digamos con el ejército de la milicia celeste: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!» (San León Magno).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
De un Dios que se encarnó muestra el misterio
la luz de Navidad.
Comienza hoy Jesús, tu nuevo imperio
de amor y de verdad.
El Padre eterno te engendró en su mente
desde la eternidad,
y antes que el mundo, ya eternamente,
fue tu natividad.
La plenitud del tiempo está cumplida;
rocío bienhechor
baja del cielo, trae nueva vida
al mundo pecador.
¡Oh santa noche! Hoy Cristo nacía
en mísero portal;
Hijo de Dios, recibe de María
la carne del mortal.
Señor Jesús, el hombre en este suelo
cantar quiere tu amor,
y, junto con los ángeles del cielo,
te ofrece su loor.
Este Jesús en brazos de María
es nuestra redención;
cielos y tierra con su abrazo unía
de paz y de perdón.
Tú eres el Rey de Paz, de ti recibe
su luz el porvenir;
Ángel del gran Consejo, por ti vive
cuando llega a existir.
A ti, Señor, y al Padre la alabanza,
y de ambos al Amor.
Contigo al mundo llega la esperanza;
a ti gloria y honor. Amén.