Archivo por meses: junio 2025

Domingo, 29 de junio de 2025: SOLEMNIDAD DE LOS SANTOS PEDRO Y PABLO, APÓSTOLES


«Pedro fue el primero en confesar la fe;
Pablo, el maestro insigne que la interpretó»

Hch 12,1-11: «Ahora sé realmente que el Señor
me ha librado de las manos de Herodes»
Sal 33: «El Señor me libró de todas mis ansias»
2Tm 4,6-8.17-18: «Me está reservada la corona de la justicia»
Mt 16,13-19: «Tú eres Pedro, y te daré las llaves del Reino de los Cielos»

I. LA PALABRA DE DIOS

La fiesta de los apóstoles Pedro y Pablo nos trae a la memoria los inicios de la Iglesia. Sin medios, sin poder, en total debilidad, realizaron grandes cosas.

San Lucas busca deliberadamente una relación entre la prisión y liberación de Pedro y las que se dan en otros momentos de la Historia de la Salvación.

La misma experiencia parece hacer notar San Pablo, al sentir que Dios le ayuda y que le llevará al cielo. Ha ido dejándose ganar por Cristo. Ha sabido adaptar perfectamente el mensaje cristiano a las diversas culturas y se siente satisfecho por haberlo anunciado a los gentiles.

Tanto Pedro como Pablo han vibrado con un amor tierno y apasionado a Cristo. Apóstol no es el que sabe muchas cosas, sino el que ama a Cristo apasionadamente, hasta el punto de estar dispuesto a perderlo todo por Él. Pedro y Pablo se desgastaron predicando el Evangelio, y al final perdieron por Cristo la vida. Así plantaron la Iglesia. Y sólo así puede seguir siendo edificada.

Jesús pensó en la Iglesia y la quiso siempre bajo Pedro y sus sucesores. Es de fe divina y católica, solemnemente definida, que Cristo, conforme a su promesa, concedió a Pedro el primado de jurisdicción sobre toda la Iglesia.

Cristo ha dejado en la Iglesia un signo de su presencia: la «roca», fundamento de la unidad, aglutinante de cuantos creemos en Jesús, garantía de nuestra fe. Las «llaves» son signo de poder, en particular del poder de enseñar, de adoctrinar. Jesús entregará a Pedro la suprema autoridad visible sobre su Iglesia; cuando Jesús se ausente visiblemente, Pedro quedará haciéndolo presente y visible, con una presencia singular. «Lo que ates…, lo que desates…» indica la totalidad de poder (declarar lícito o ilícito en lo doctrinal; admitir o rechazar en la comunidad) e incluye el pleno poder de absolver y condenar. Pedro administra un poder cuyo dueño es Jesús. Y, como Cristo, será piedra «probada», «rechazada por los arquitectos», pero «piedra angular».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Pedro, piedra de la Iglesia
(881 – 882, 891)

El Señor hizo de Simón, al que dio el nombre de Pedro, y solamente a él, la piedra de su Iglesia. Le entregó las llaves de ella; lo instituyó Pastor de todo el rebaño. Está claro que también el Colegio de los apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. Este oficio pastoral de Pedro y de los demás apóstoles pertenece a los cimientos de la Iglesia. Se continúa por los obispos bajo el primado del Papa.

El Papa, obispo de Roma y sucesor de San Pedro, es el principio y fundamento perpetuo y visible de unidad, tanto de los obispos como de la muchedumbre de los fieles. El Pontífice Romano tiene en la Iglesia, en virtud de su función de Vicario de Cristo y Pastor de toda la Iglesia, la potestad plena, suprema y universal, que puede ejercer siempre con entera libertad.

El Romano Pontífice, Cabeza del Colegio episcopal, goza de infalibilidad en materia de fe y de costumbres en virtud de su ministerio cuando, como Pastor y Maestro supremo de todos los fieles que confirma en la fe a sus hermanos, proclama por un acto definitivo la doctrina en cuestiones de fe y moral. Cuando la Iglesia propone por medio de su Magisterio supremo que algo se debe aceptar «como revelado por Dios para ser creído» y como enseñanza de Cristo, hay que aceptar sus definiciones con la obediencia de la fe. Esta infalibilidad abarca todo el depósito de la Revelación divina.

Vivir en comunión con la Iglesia
(837; 2034 – 2040)

Están plenamente incorporados a la sociedad que es la Iglesia aquellos que, teniendo el Espíritu de Cristo, aceptan íntegramente su constitución y todos los medios de salvación establecidos en ella y están unidos, dentro de su estructura visible, a Cristo, que la rige por medio del Sumo Pontífice y de los obispos, mediante los lazos de la profesión de la fe, de los sacramentos, del gobierno eclesiástico y de la comunión.

La Iglesia, «columna y fundamento de la verdad» (1 Tm 3, 15), recibió de los apóstoles el solemne mandato de Cristo de anunciar la verdad que nos salva. Por tanto, compete siempre y en todo lugar a la Iglesia proclamar los principios morales, incluso los referentes al orden social, así como dar su juicio sobre cualesquiera asuntos humanos, en la medida en que lo exijan los derechos fundamentales de la persona humana o la salvación de las almas.

El Romano Pontífice y los obispos, como maestros auténticos, por estar dotados de la autoridad de Cristo, predican al pueblo que tienen confiado la fe que hay que creer y que hay que llevar a la práctica. El magisterio ordinario y universal del Papa, y de los obispos en comunión con él, enseña a los fieles la verdad que han de creer, la caridad que han de practicar, la bienaventuranza que han de esperar.

El grado supremo de la participación en la autoridad de Cristo está asegurado por el carisma de la infalibilidad. Esta se extiende a todo el depósito de la revelación divina; se extiende también a todos los elementos de doctrina, comprendida la moral, sin los cuales las verdades salvíficas de la fe no pueden ser salvaguardadas, expuestas u observadas.

La autoridad del Magisterio se extiende también a los preceptos específicos de la ley natural, porque su observancia, exigida por el Creador, es necesaria para la salvación. Recordando las prescripciones de la ley natural, el Magisterio de la Iglesia ejerce una parte esencial de su función profética de anunciar a los hombres lo que son en verdad y de recordarles lo que deben ser ante Dios.

La ley de Dios, confiada a la Iglesia, es enseñada a los fieles como camino de vida y de verdad. Los fieles, por tanto, tienen el derecho de ser instruidos en los preceptos divinos salvíficos que purifican el juicio y, con la gracia, sanan la razón humana herida. Tienen el deber de observar las constituciones y los decretos promulgados por la autoridad legítima de la Iglesia.

La conciencia de cada cual en su juicio moral sobre sus actos personales, debe evitar encerrarse en una consideración individual. Con mayor empeño debe abrirse a la consideración del bien de todos según se expresa en la ley moral, natural y revelada, y consiguientemente en la ley de la Iglesia y en la enseñanza autorizada del Magisterio sobre las cuestiones morales. No se ha de oponer la conciencia personal y la razón a la ley moral o al Magisterio de la Iglesia.

Así puede desarrollarse entre los cristianos un verdadero espíritu filial con respecto a la Iglesia. Es el desarrollo normal de la gracia bautismal, que nos engendró en el seno de la Iglesia y nos hizo miembros del Cuerpo de Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El que no cree en la unidad de la Iglesia, ¿puede tener fe? El que se opone y resiste a la Iglesia, el que abandona la cátedra de Pedro, sobre la que aquella está fundada, ¿puede pensar que se halla dentro de la Iglesia? También el bienaventurado Pablo enseña lo mismo y pone de manifiesto el misterio de la unidad, cuando dice: Sólo hay un cuerpo y un espíritu, como también una sola esperanza a la que habéis sido llamados: un solo Señor, una sola fe, un solo Bautismo»» (San Cipriano).

IV LA ORACIÓN CRISTIANA

El Señor te dijo: «Simón, tú eres Piedra,
sobre este cimiento fundaré mi Iglesia:
la roca perenne, la nave ligera.
No podrá el infierno jamás contra ella.
Te daré las llaves para abrir la puerta.»
Vicario de Cristo, timón de la Iglesia
.

Pablo, tu palabra, como una saeta,
llevó el Evangelio por toda la tierra.
Doctor de las gentes, vas sembrando Iglesias;
leemos tus cartas en las asambleas,
y siempre de Cristo nos hablas en ellas;
la cruz es tu gloria, tu vida y tu ciencia
.

San Pedro y san Pablo: en la Roma eterna
quedasteis sembrados cual trigo en la tierra;
sobre los sepulcros, espigas, cosechas,
con riesgo de sangre plantasteis la Iglesia.
San Pedro y san Pablo, columnas señeras,
testigos de Cristo y de sus promesas
.

San Pedro y san Pablo, unidos
por un martirio de amor,
en la fe comprometidos,
llevadnos hasta el Señor. Amén.

Domingo, 22 de junio de 2025: SOLEMNIDAD DEL «CORPUS CHRISTI», C


«Sagrado Banquete»

Gn 14, 18-20: Ofreció pan y vino
Sal 109, 1-4: Tu eres sacerdote eterno, según el rito de Melquisedec
1 Co 11, 23-26: Cada vez que coméis y bebéis, proclamáis la muerte del Señor
Lc 9, 11-17: Comieron todos y se saciaron

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, Melquisedec ofrece pan y vino como elementos para un sacrificio incruento agradable a Dios. Es un signo anunciador del sacramento eucarístico.

La segunda lectura recoge el testimonio de San Pablo sobre el Memorial de la institución eucarística en la última cena, anticipo de la muerte de Jesús. Es una “tradición” que se remonta hasta el Señor. «Esto es mi cuerpo»: Categóricamente, sin metáforas, se afirma lo que llamamos “presencia real” y «sustancial» de Cristo (para la que se requiere una “transubstanciación”); por eso, quien coma indignamente el “pan” y el “vino” se hace reo del cuerpo y de la sangre del Señor. En la Eucaristía, Cristo «se entrega por vosotros», en una “alianza nueva” sellada con su sangre; por tanto la Eucaristía es también el “sacrificio” de Cristo. Es “memorial” de la muerte de Cristo, renovación y actualización de su presencia, que ha de repetirse constantemente en la Iglesia por mano de los sacerdotes. Y esto, «hasta que vuelva», hasta su segunda venida.

Otro anuncio de la Eucaristía es la multiplicación de los panes como signo del banquete eucarístico que Cristo preside y distribuye por medio de los apóstoles y sus sucesores. Banquete que es el Memorial actualizado del Sacrificio de la Cruz en el que el sacerdote, la víctima y el Altar es el mismo Señor que se da como Alimento para la vida eterna.

«Dadles vosotros de comer». Cristo no se contenta con darnos su cuerpo en la eucaristía. Lo pone en nuestras manos para que llegue a todos. Es tarea de todos –no sólo de los sacerdotes– el que la eucaristía llegue a todos los hombres. Todo apostolado debe conducir a la eucaristía. Y que Cristo tenga cada vez más personas en quienes vivir, según las palabras del salmista: «No daré sueño a mis ojos ni reposo a mis párpados hasta que encuentre un lugar para el Señor».

Pero las palabras «dadles vosotros de comer» sugieren también otra aplicación. El que ha sido alimentado por Cristo no puede menos de dar y darse a los demás. La eucaristía es semilla de caridad. El que los pobres tengan qué comer también brota de la eucaristía. Por eso, el que frecuentando la eucaristía no crece en la caridad, es que en realidad no recibe a Cristo y le está rechazando.

«Comieron todos y se saciaron». La eucaristía es el alimento que sacia totalmente los anhelos más profundos del ser humano. Cristo no defrauda. Él es el pan de vida eterna: «El que venga a mí nunca más tendrá hambre» (Jn 6,35). Él –y sólo Él– calma el ansia de felicidad, la necesidad de ser querido, la búsqueda de la felicidad… ¿No es completamente insensato apagar nuestra sed en cisternas agrietadas que dejan insatisfecho y que, al fin, sólo producen dolor?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Sacramento de la Eucaristía
(1322 — 1419)

La Eucaristía es el Sacramento del Cuerpo y la Sangre de Jesucristo, realmente presente bajo las especies de pan y de vino, memorial del sacrificio de la cruz, banquete pascual de la comunión en su amor y prenda de la gloria futura. Es la fuente, el corazón y la cumbre de toda la vida cristiana. En ella se contiene todo el bien espiritual de la Iglesia: Jesucristo, que asocia a su Iglesia, y a todos sus miembros, a su sacrificio pascual, ofrecido una vez por todas en la cruz al Padre; y, por medio de este sacrificio, derrama la gracia de la salvación sobre su Cuerpo que es la Iglesia.

Jesús instituyó la Eucaristía en la Última Cena con los apóstoles la víspera de su pasión. En ella tomó el pan y dijo: «Esto es mi Cuerpo, que será entregado por vosotros»; y luego, tomó el cáliz con el vino y dijo: «Esta es mi Sangre, que será derramada por vosotros»; y ordenó celebrarla a sus apóstoles hasta su retorno –«Haced esto en memoria mía»–, como memorial de su muerte y de su resurrección, para dejar a los suyos una prenda de su amor, para no alejarse nunca de ellos y para hacerles partícipes de su Pascua. De esta manera, el paso de Jesús a su Padre por su muerte y resurrección, la Pascua nueva, es anticipada en la Cena, realizada en el Calvario y celebrada “hasta que Él vuelva” en la Eucaristía.

Por ser memorial de la Pascua de Cristo, la Eucaristía es un verdadero sacrificio porque representa –hace presente– el sacrificio de la cruz, ya que es su memorial y aplica su fruto.

La Santa Misa y el sacrificio de la Cruz son un único sacrificio, pues se ofrece una y la misma víctima: Jesucristo. Sólo es diferente la manera de ofrecerse: Cristo se ofreció a sí mismo una vez en la cruz de manera cruenta –con derramamiento de sangre–, mientras en la Eucaristía se ofrece por el ministerio de los sacerdotes de modo incruento –sin derramamiento de sangre–. Así, el sacrificio que Cristo ofreció de una vez para siempre en la cruz, permanece siempre actual. Y cuantas veces se celebra la Eucaristía, se realiza la obra de nuestra redención.

La Eucaristía es también el sacrificio de la Iglesia, que es el cuerpo de Cristo y participa del sacrificio de su Cabeza. Con Cristo, la Iglesia se ofrece totalmente y se une a su intercesión ante el Padre por todos los hombres. Cada fiel, miembro de su Cuerpo, tiene la oportunidad de unir en la Eucaristía su vida, su alabanza, su sufrimiento, su oración y su trabajo a los de Cristo y a su total ofrenda. A esta ofrenda también se unen la Virgen María y los santos que están ya en la gloria del cielo y es ofrecido también por las almas del purgatorio para que puedan entrar en la luz y la paz de Cristo.

La Santa Misa es la celebración de la Eucaristía. Se llama así porque la celebración termina con el envío (“missio”, en latín) de los fieles, a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida de cada día.

Sólo los sacerdotes válidamente ordenados pueden presidir la Eucaristía y consagrar el pan y el vino para que se conviertan en el Cuerpo y la Sangre del Señor. Pero, en la celebración de la Eucaristía participan todos los fieles que acuden a un mismo lugar para la asamblea eucarística. A su cabeza está Cristo mismo, sumo y eterno sacerdote de la Nueva Alianza, que es el actor principal que preside invisiblemente toda celebración eucarística. Como representante suyo, la celebra el obispo o el sacerdote –actuando “en persona de Cristo-cabeza”– que preside la asamblea, predica la homilía, recibe las ofrendas, dice la plegaria eucarística, consagra y reparte la comunión. Todos los fieles tienen parte activa en la celebración, cada uno a su manera: los lectores y monitores, los cantores, los que presentan las ofrendas, los que ayudan a dar la comunión, y el pueblo entero, cuyo “Amén” manifiesta su participación.

Después de la consagración, Jesús está realmente presente en la Eucaristía: lo que sigue pareciendo pan y vino es realmente el Cuerpo y la Sangre del Señor. El cambio de las especies eucarísticas de pan y vino en el Cuerpo y la Sangre de Cristo que ocurre en la Consagración se llama “transubstanciación”, que significa “cambio de substancia”. El pan y el vino, dejan de ser pan y vino y se convierten el Cuerpo y la Sangre de Jesús, aunque siguen pareciendo pan y vino.

Cristo está presente en la Eucaristía verdadera, real y substancialmente con todo su Cuerpo, Sangre, Alma y divinidad. Esta presencia se llama “real” porque es “substancial”, y por ella Cristo, Dios y hombre, se hace totalmente presente. Cristo está todo entero en cada una de las especies y en cada una de sus partes, de modo que la fracción del pan no divide a Cristo, que está real y permanentemente presente en la eucaristía mientras duren sin corromperse las especies eucarísticas.

En la misa expresamos nuestra fe en la presencia real de Cristo bajo las especies eucarísticas, entre otras maneras, arrodillándonos o inclinándonos profundamente durante la consagración en señal de adoración al Señor; y fuera de la misa, conservando con el mayor cuidado las hostias consagradas en el sagrario, presentándolas a la adoración de los fieles en la exposición del Santísimo y llevándolas en procesión.

El cristiano, al entrar y salir del templo manifiesta su fe y saluda a Jesucristo presente en el Sagrario con una genuflexión, hincando la rodilla derecha, en señal de respeto y adoración. Lo mismo cada vez que se pasa por delante de Él. La visita al Santísimo Sacramento es una prueba de gratitud, un signo de amor y un deber de adoración hacia Cristo, nuestro Señor.

Porque la misa es, a la vez e inseparablemente, el memorial del sacrificio de la cruz, y el banquete sagrado de la comunión en el Cuerpo y la Sangre del Señor. La celebración del sacrificio eucarístico se hace para que los fieles se unan íntimamente con Cristo por medio de la comunión.

Por eso, los fieles, con las debidas disposiciones, deben comulgar cuando participan en la misa. El mismo Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros». No obstante, quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

La Sagrada Comunión produce los siguientes frutos: acrecienta nuestra unión íntima con Cristo; conserva, acrecienta y renueva la vida de gracia recibida en el Bautismo; nos purifica de los pecados veniales, porque fortalece la caridad; nos preserva de futuros pecados mortales al fortalecer nuestra amistad con Cristo; renueva, fortalece y profundiza la unidad con toda la Iglesia; nos compromete en favor de los más pobres, en los que reconocemos a Jesucristo; y se nos da la prenda de la gloria futura.

Para recibir bien la Sagrada Comunión son necesarias tres cosas: saber a quién vamos a recibir, estar en gracia de Dios y guardar el ayuno eucarístico, que consiste en no comer ni beber nada desde una hora antes de recibir la Comunión. También es importante la actitud corporal (gestos, vestido…) que manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Si vosotros mismos sois Cuerpo y miembros de Cristo, sois el sacramento que es puesto sobre la mesa del Señor, y recibís este sacramento vuestro. Respondéis “Amén” a lo que recibís, con lo que, respondiendo, lo reafirmáis. Oyes decir “el Cuerpo de Cristo”, y respondes “amén”. Por lo tanto, se tú verdadero miembro de Cristo para que tu “amén” sea también verdadero» (S. Agustín).

«A nadie le es lícito participar de la Eucaristía sino al que crea que son verdad las cosas que enseñamos, y se haya lavado en aquel baño que da el perdón de los pecados y la nueva vida, y lleve una vida tal como Cristo enseñó» (San Justino).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Que la lengua humana
cante este misterio:
la Preciosa Sangre
y el Precioso Cuerpo.
Quien nació de Virgen,
Rey del Universo,
por salvar al mundo
dio su Sangre en precio.

Se entregó a nosotros,
se nos dio naciendo
de una casta Virgen;
y, acabado el tiempo,
tras haber sembrado
la Palabra al pueblo,
coronó su obra
con prodigio excelso.

Adorad postrados
este Sacramento,
cesa el viejo rito,
se establece el nuevo;
dudan los sentidos
y el entendimiento;
que la fe los supla
con asentimiento.

Himnos de alabanza,
bendición y obsequio;
por igual la gloria
y el poder y el reino
al eterno Padre
con el Hijo eterno,
y al divino Espíritu
que procede de ellos.

Amén.

15 de junio de 2025: DOMINGO DE LA SANTÍSIMA TRINIDAD “C”


En el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo

Pr 8,22-31: Antes de que la tierra existiera, la Sabiduría fue engendrada
Sal 8, 4-9: ¡Señor, Dios nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra!
Rm 5,1-5: A Dios, por medio de Cristo, en el amor derramado por el Espíritu
Jn 16, 12-15: Lo que tiene el Padre es mío. El Espíritu recibirá y tomará de lo mío y os lo anunciará

I. LA PALABRA DE DIOS

El misterio de la Santísima Trinidad no consiste en números, no es una paradoja matemática irresoluble. Es el misterio del Dios viviente y personal, cuya infinita riqueza se nos escapa, nos desborda por completo. Por eso, el único guía que nos introduce eficazmente en ese misterio y nos lo ilumina es el Espíritu Santo, que «ha sido derramado en nuestros corazones». Él es quien nos conduce a la verdad plena del conocimiento y trato familiar con Cristo y con el Padre. Él es el que, viniendo en ayuda de nuestra debilidad, «intercede por nosotros con gemidos inefables», pues «no sabemos orar como conviene».

El misterio central de la fe nos sitúa ante el único que nos basta: Dios. Tal como Él es y ha querido revelarse en su Hijo. Toda la liturgia, la oración y la vida del cristiano gira en torno de Dios que es Uno en la Trinidad.

Dios uno y trino no nos puede resultar extraño. Por el bautismo estamos familiarizados y connaturalizados con el misterio de la Trinidad, pues hemos sido bautizados precisamente «en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo». Tenemos la capacidad de relacionarnos con las Personas divinas. Más aún, tenemos el impulso y hasta la necesidad. Para eso hemos sido creados. Vivimos en Cristo, hemos sido hechos hijos del Padre, somos templo del Espíritu. No, no somos extraños ni forasteros, sino «conciudadanos de los santos y miembros de la familia de Dios».

Con este misterio de la Trinidad, entramos en intimidad sobre todo por la comunión eucarística. En ella nos hacemos una sola cosa con Cristo y Cristo derrama sobre nosotros su Espíritu. En ella nos hacemos más hijos del Padre al recibir al Hijo en la comunión y al acoger al Espíritu que nos hace clamar «Abba, Padre». En la Eucaristía tocamos el misterio y participamos de él. Y el misterio nos transforma.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El dogma de la Santísima Trinidad
(261 – 267; 253 – 256)

El misterio de la Santísima Trinidad es el misterio central de la fe y de la vida cristiana. Sólo Dios puede dárnoslo a conocer revelándose como Padre, Hijo y Espíritu Santo. Este misterio ha sido revelado por Jesucristo, y es la fuente de todos los demás misterios.

Dios ha dejado huellas de su ser trinitario en la creación y en el Antiguo Testamento, pero la intimidad de su ser como Trinidad Santa constituye un misterio inaccesible a la sola razón humana e incluso a la fe de Israel, antes de la Encarnación del Hijo de Dios y del envío del Espíritu Santo.

La Encarnación del Hijo de Dios revela que Dios es el Padre eterno, y que el Hijo es consubstancial al Padre, es decir, que es en Él y con Él el mismo y único Dios.

La misión del Espíritu Santo, enviado por el Padre en nombre del Hijo y por el Hijo «de junto al Padre», revela que Él es con ellos el mismo Dios único: “Con el Padre y el Hijo recibe una misma adoración y gloria”.

La Iglesia expresa su fe trinitaria confesando un solo Dios en tres Personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Las tres divinas Personas son un solo Dios porque cada una de ellas es idéntica a la plenitud de la única e indivisible naturaleza divina. Las tres son realmente distintas entre sí, por sus relaciones recíprocas: el Padre engendra al Hijo, el Hijo es engendrado por el Padre, el Espíritu Santo procede del Padre y del Hijo.

La Trinidad es una. No confesamos tres dioses sino un solo Dios en tres personas: «la Trinidad consubstancial». Las personas divinas no se reparten la única divinidad, sino que cada una de ellas es enteramente Dios: El Padre es lo mismo que es el Hijo, el Hijo lo mismo que es el Padre, el Padre y el Hijo lo mismo que el Espíritu Santo, es decir, un solo Dios por naturaleza. Cada una de las tres personas es esta realidad, es decir, la substancia, la esencia o la naturaleza divina.

Las personas divinas son realmente distintas entre sí. «Dios es único pero no solitario». «Padre», «Hijo», “Espíritu Santo» no son simplemente nombres que designan modalidades del ser divino, pues son realmente distintos entre sí: El que es el Hijo no es el Padre, y el que es el Padre no es el Hijo, ni el Espíritu Santo el que es el Padre o el Hijo. Son distintos entre sí por sus relaciones de origen: El Padre es quien engendra, el Hijo quien es engendrado, y el Espíritu Santo es quien procede. La Unidad divina es Trina.

Las personas divinas son relativas unas a otras. La distinción real de las personas entre sí, porque no divide la unidad divina, reside únicamente en las relaciones que las refieren unas a otras: En los nombres relativos de las personas, el Padre es referido al Hijo, el Hijo lo es al Padre, el Espíritu Santo lo es a los dos; sin embargo, cuando se habla de estas tres personas considerando las relaciones se cree en una sola naturaleza o substancia. En efecto, todo es uno en ellos donde no existe oposición de relación. A causa de esta unidad, el Padre está todo en el Hijo, todo en el Espíritu Santo; el Hijo está todo en el Padre, todo en el Espíritu Santo; el Espíritu Santo está todo en el Padre, todo en el Hijo.

La fe católica es esta: que veneremos un Dios en la Trinidad y la Trinidad en la unidad, no confundiendo las personas, ni separando las substancias; una es la persona del Padre, otra la del Hijo, otra la del Espíritu Santo; pero del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo una es la divinidad, igual la gloria, coeterna la majestad.

Las personas divinas, inseparables en su ser, son también inseparables en su obrar. Pero en la única operación divina cada una manifiesta lo que le es propio en la Trinidad, sobre todo en las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo.

Las obras divinas y las misiones trinitarias
(257 – 260)

Dios es eterna beatitud, vida inmortal, luz sin ocaso. Dios es amor: Padre, Hijo y Espíritu Santo. Dios quiere comunicar libremente la gloria de su vida bienaventurada. Tal es el designio benevolente que concibió antes de la creación del mundo en su Hijo amado, «predestinándonos a la adopción filial en Él», es decir, «a reproducir la imagen de su Hijo» gracias al «Espíritu de adopción filial». Este designio es una «gracia dada antes de todos los siglos», nacido inmediatamente del amor trinitario. Se despliega en la obra de la creación, en toda la historia de la salvación después de la caída, en las misiones del Hijo y del Espíritu, cuya prolongación es la misión de la Iglesia.

Toda la economía divina (el designio benevolente, libre y amoroso, concebido por Dios antes de la creación del mundo) es la obra común de las tres Personas divinas. Porque la Trinidad, del mismo modo que tiene una sola y misma naturaleza, así también tiene una sola y misma operación (la naturaleza es el principio de operaciones). El Padre, el Hijo y el Espíritu Santo no son tres principios de las criaturas, sino un solo principio. Sin embargo, cada persona divina realiza la obra común según su propiedad personal. Así la Iglesia confiesa, siguiendo al Nuevo Testamento: uno es Dios y Padre de quien proceden todas las cosas, uno solo el Señor Jesucristo por el cual son todas las cosas, y uno el Espíritu Santo en quien son todas las cosas. Son, sobre todo, las misiones divinas de la Encarnación del Hijo y del don del Espíritu Santo las que manifiestan las propiedades de las Personas divinas.

Toda la economía divina, obra a la vez común y personal, da a conocer la propiedad de las Personas divinas y su naturaleza única. Así, toda la vida cristiana es comunión con cada una de las Personas divinas, sin separarlas de ningún modo. El que da gloria al Padre lo hace por el Hijo en el Espíritu Santo; el que sigue a Cristo, lo hace porque el Padre lo atrae y el Espíritu lo mueve.

El fin último de toda la economía divina es la entrada de las criaturas en la unidad perfecta de la Bienaventurada Trinidad. Pero desde ahora somos llamados a ser habitados por la Santísima Trinidad: «Si alguno me ama –dice el Señor– guardará mi Palabra, y mi Padre le amará, y vendremos a él, y haremos morada en él».

Por la gracia del bautismo «en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» somos llamados a participar en la vida de la Bienaventurada Trinidad, aquí abajo en la oscuridad de la fe y, después de la muerte, en la luz eterna.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Ante todo, guardadme este buen depósito, por el cual vivo y combato, con el cual quiero morir, que me hace soportar todos los males y despreciar todos los placeres: quiero decir la profesión de fe en el Padre y el Hijo y el Espíritu Santo. Os la confío hoy. Os la doy como compañera y patrona de toda vuestra vida. Os doy una sola Divinidad y Poder, que existe Una en los Tres, y contiene los Tres de una manera distinta. Divinidad sin distinción de substancia o de naturaleza, sin grado superior que eleve o grado inferior que abaje. Es la infinita connaturalidad de tres infinitos. Cada uno, considerado en sí mismo, es Dios todo entero. Dios los Tres considerados en conjunto. No he comenzado a pensar en la Unidad cuando ya la Trinidad me baña con su esplendor. No he comenzado a pensar en la Trinidad cuando ya la unidad me posee de nuevo» (S. Gregorio Nacianceno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dios mío, Trinidad que adoro,
ayúdame a olvidarme enteramente de mí mismo
para establecerme en ti, inmóvil y apacible
como si mi alma estuviera ya en la eternidad;
que nada pueda turbar mi paz,
ni hacerme salir de ti, mi inmutable,
sino que cada minuto me lleve más lejos
en la profundidad de tu Misterio.

Pacifica mi alma.
Haz de ella tu cielo,
tu morada amada
y el lugar de tu reposo.

Que yo no te deje jamás solo en ella,
sino que yo esté allí enteramente,
totalmente despierto en mi fe,
en adoración,
entregado sin reservas
a tu acción creadora.

Amén