Archivo por meses: julio 2025

13 de julio de 2025: DOMINGO XV ORDINARIO “C”


«Cúmplelo»

Dt 30, 10-14: El mandamiento está muy cerca de ti para que lo cumplas
Sal 68, 14 – 37: Humildes, buscad al Señor, y revivirá vuestro corazón
Col 1,15-20: Todo fue creado por él y para él
Lc 10,25-37: ¿Quién es mi prójimo?

I. LA PALABRA DE DIOS

La carta a los Colosenses es una de las «cartas de la cautividad» escrita por S. Pablo en una de sus frecuentes detenciones en prisión. El tema fundamental: la primacía absoluta de Cristo en el universo y en la Iglesia.

Jesús no vino a anular la Ley del Decálogo, la amplió y espiritualizó. Los mandamientos de Dios, expresión de su voluntad, están muy cerca, inscritos en el corazón humano, escritos en el decálogo, llevados a plenitud en su vida y predicación por Jesús. Hay que meditarlos y profundizar sobre ellos para cumplirlos fielmente, con la ayuda de la gracia.

La parábola del Buen Samaritano invita a vivir con seriedad el amor al prójimo. Cumplir la voluntad de Dios es la vida cristiana y el centro de la oración. En el mandamiento doble del amor a Dios y al prójimo se resume todo. Pero no para cumplirlo externamente. Es tan conocido este mandamiento del amor que puede darse fácilmente por cumplido. Hoy se nos llama la atención para no caer en esa actitud conformista, pasiva y farisaica.

«Dio un rodeo y pasó de largo». Hay muchas formas de pasar de largo. Y lo peor es cuando además las enmascaramos con justificaciones «razonables»: «No tengo tiempo», «los pobres engañan», «ya he hecho todo lo que podía». O, peor aún: «hoy día ya no hay pobres de verdad». Es exactamente dar un rodeo –aunque sea muy elegante– y pasar de largo. Es lo que hicieron el sacerdote y el levita de la parábola. Y, sin embargo, el pobre es Cristo, que nos espera ahí, que nos sale al encuentro bajo el ropaje del mendigo: «tuve hambre… estuve enfermo… estuve en la cárcel…»

«Al verlo, se compadeció». Este es el secreto. El verdadero cristiano tiene entrañas de misericordia. No sólo ayuda: se compadece, se duele del mal del otro, sufre con él, comparte su suerte… Y, porque tiene entrañas de misericordia, llega hasta el final, no se conforma con los «primeros auxilios»; lo toma a su cargo, como cosa propia; y eso que era un desconocido, un extranjero –incluso de un país enemigo, pues «los judíos no se trataban con los samaritanos»–. «Señor, danos entrañas de misericordia ante toda miseria humana».

El buen samaritano es Cristo. Es Él quien «siente compasión, pues andaban como ovejas sin pastor». Es Él quien, no sólo nos ha encontrado «medio muertos», sino completamente «muertos por nuestros pecados» (Ef 2,1). Es Él quien se nos ha acercado y nos ha vendado las heridas derramando sobre nosotros el vino de su Sangre. Es Él quien nos ha liberado de las manos de los bandidos y nos ha confiado a su Iglesia, pagando con su sangre, para que cuide de nosotros hasta su vuelta «¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?»: «Anda y haz tú lo mismo».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los Diez mandamientos
(2052 – 2082)

Por su modo de actuar y su predicación, Jesús ha atestiguado el valor perenne del Decálogo. La Ley no es abolida por Cristo, sino que el hombre es invitado a encontrarla en la Persona de su Maestro, que es quien le da la plenitud perfecta.

Jesús recogió los diez mandamientos, pero manifestó la fuerza del Espíritu operante ya en su letra. Predicó la «justicia que sobrepasa la de los escribas y fariseos», así como la de los paganos. Desarrolló todas las exigencias de los mandamientos: «han oído que se dijo a los antepasados: No matarás… Pues yo les digo: Todo aquel que se encolerice contra su hermano, será reo ante el tribunal».

Cuando le hacen la pregunta: «¿cuál es el mandamiento mayor de la Ley?», Jesús responde: «Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma y con toda tu mente. Este es el mayor y el primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas». El Decálogo debe ser interpretado a la luz de este doble y único mandamiento de la caridad, plenitud de la Ley: El apóstol S. Pablo lo recuerda: «El que ama al prójimo ha cumplido la ley. En efecto, lo de: no adulterarás, no matarás, no robaras, no codiciarás y todos los demás preceptos, se resumen en esta fórmula: amarás a tu prójimo como a ti mismo. La caridad no hace mal al prójimo. La caridad es, por tanto, la ley en su plenitud» (Rm 13, 810).

La palabra «Decálogo» significa literalmente «diez palabras». Estas «diez palabras» Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Pero su pleno sentido será revelado en la nueva Alianza en Jesucristo. Las «diez palabras», indican las condiciones de una vida liberada de la esclavitud del pecado. El Decálogo es un camino de vida.

Fiel a la Escritura y siguiendo el ejemplo de Jesús, la Tradición de la Iglesia ha reconocido en el Decálogo una importancia y una significación primordiales.

Los diez mandamientos enuncian las exigencias del amor de Dios y del prójimo. Los tres primeros se refieren más al amor de Dios y los otros siete más al amor del prójimo.

El Decálogo forma un todo indisociable. Cada una de las «diez palabras» remite a cada una de las demás y al conjunto; se condicionan recíprocamente. Las dos tablas se iluminan mutuamente; forman una unidad orgánica. Transgredir un mandamiento es quebrantar todos los otros. No se puede honrar a otro sin bendecir a Dios su Creador. No se podría adorar a Dios sin amar a todos los hombres, que son sus criaturas. El Decálogo unifica la vida teologal y la vida social del hombre.

Los diez mandamientos pertenecen a la revelación de Dios. Nos enseñan al mismo tiempo la verdadera humanidad del hombre. Ponen de relieve los deberes esenciales y, por tanto indirectamente, los derechos fundamentales, inherentes a la naturaleza de la persona humana. El Decálogo contiene una expresión privilegiada de la «ley natural».

Aunque accesibles a la sola razón, los preceptos del Decálogo han sido revelados. Para alcanzar un conocimiento completo y cierto de las exigencias de la ley natural, la humanidad pecadora necesitaba esta revelación. Conocemos los mandamientos de la ley de Dios por la revelación divina que nos es propuesta en la Iglesia, y por la voz de la conciencia moral.

Los diez mandamientos, por expresar los deberes fundamentales del hombre hacia Dios y hacia su prójimo, revelan en su contenido primordial obligaciones graves. Son básicamente inmutables y su obligación vale siempre y en todas partes. Nadie podría dispensar de ellos. Los diez mandamientos están grabados por Dios en el corazón del ser humano.

Dios hace posible por su gracia lo que manda. Jesús dice: «Yo soy la vid; vosotros los sarmientos. El que permanece en mí como yo en él, ése da mucho fruto; porque sin mí no podéis hacer nada». El fruto evocado en estas palabras es la santidad de una vida hecha fecunda por la unión con Cristo. Cuando creemos en Jesucristo, participamos en sus misterios y guardamos sus mandamientos, el Salvador mismo ama en nosotros a su Padre y a sus hermanos, nuestro Padre y nuestros hermanos. Su persona viene a ser, por obra del Espíritu, la norma viva e interior de nuestro obrar. «Este es el mandamiento mío: que se amen los unos a los otros como yo les he amado».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Desde el comienzo, Dios había puesto en el corazón de los hombres los preceptos de la ley natural. Primeramente se contentó con recordárselos. Esto fue el Decálogo» (S. Ireneo).

«En el estado de pecado, una explicación plena de los mandamientos del Decálogo resultó necesaria a causa del obscurecimiento de la luz de la razón y de la desviación de la voluntad» (S. Buenaventura).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Sólo desde el amor
la libertad germina,
sólo desde la fe
van creciéndole alas

Desde el cimiento mismo
del corazón despierto,
desde la fuente clara
de las verdades últimas

Ver al hombre y al mundo
con la mirada limpia
y el corazón cercano,
desde el solar del alma

Tarea y aventura:
entregarme del todo,
ofrecer lo que llevo,
gozo y misericordia

Aceite derramado
para que el carro ruede
sin quejas egoístas,
chirriando desajustes

Soñar, amar, servir,
y esperar que me llames,
tú, Señor, que me miras,
tú que sabes mi nombre

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.

Amén

6 de julio de 2025: DOMINGO XIV ORDINARIO “C”


«Llamados a evangelizar»

Is 66, 10-14: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Sal 65, 1–20: Aclamad al Señor, tierra entera
Ga 6, 14-18: Llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Lc 10, 1-12, 17-20: Descansará sobre ellos vuestra paz

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura escuchamos una profecía que proyecta, ante una dura realidad, una luz de entusiasmo, fe y esperanza basada en la seguridad de la cercanía de Dios con su pueblo.

La carta a los Gálatas, concluye con un resumen del tema principal de la misma: la vida nueva ha comenzado en Cristo Crucificado.

En el Evangelio, además de a los doce apóstoles, Jesús envió a un grupo más numeroso de discípulos –que ensaya la universalidad misionera– para anunciar la llegada del Reino de Dios. Jesús les instruye de forma semejante a como lo hizo con los apóstoles.

«¡Poneos en camino!». Todo cristiano es misionero. Bautizado y confirmado, es enviado por Cristo al mundo para ser testigo suyo. En cualquier situación o circunstancia, en cualquier época o ambiente, el cristiano es un enviado, va en nombre de Cristo, para hacerle presente, para ser sacramento suyo. Y las palabras de Jesús revelan la urgencia de esta misión ante las inmensas necesidades del mundo y, sobre todo, por el anhelo de su Corazón. ¿Me veo a mí mismo como un enviado de Cristo en todo momento y lugar?

«No llevéis bolsa, ni alforja, ni sandalias». El que va en nombre de Cristo se apoya en el poder del Señor. Su autoridad no viene de sus cualidades, ni su eficacia de los medios de que dispone. Al contrario, su ser enviado se pone de relieve en su pobreza, y el poder del Señor se manifiesta en la desproporción de los medios: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (Hch 3,6). Lo más contrario a ser apóstol es la búsqueda de seguridades fuera de Cristo.

En este contexto la expresión «el obrero merece su salario» significa «comiendo y bebiendo de lo que tengan», es decir, vivid de limosna. Un enviado de Cristo preocupado por los bienes materiales, más allá de los necesarios para realizar su misión, o que busca su seguridad económica, no puede producir frutos de vida eterna.

«Os he dado el poder de pisotear serpientes y escorpiones y todo poder del enemigo». Una Iglesia que va en nombre de Cristo, pobre, apoyada sólo en Él, no tiene motivos para asustarse ni desanimarse ante el mal. Con las armas de Cristo –no las de este mundo– ha recibido poder para resistir, combatir y vencer el mal.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La misión,
exigencia de la catolicidad de la Iglesia
(849 – 856)

El mandato misionero:
La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 1920).

El origen y la finalidad de la misión:
El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor.

El motivo de la misión:
Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia…». En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

Los caminos de la misión:
El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial. El es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección. Es así como la «sangre de los mártires es semilla de cristianos» (Tertuliano).

Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio. Sólo avanzando por el camino de la conversión y la renovación y por el estrecho sendero de Dios es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo. En efecto, como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación.

Por su propia misión, la Iglesia avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios. El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia.

La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos. En efecto, las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida.

La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio. Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios. Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre.

Vida moral y testimonio misionero
(2044 – 2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo.

Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo» (E 4, 13).

Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz. Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Jesucristo ordena a cada fiel que ora que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice “Que tu voluntad se haga en mí o en vosotros”, sino “en toda la tierra”; para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo.

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro.

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno.

Amén.