Archivo por meses: septiembre 2025

28 de septiembre de 2025: DOMINGO XXVI ORDINARIO “C”


Amor a los pobres

Am 6, 1.4-7: Ahora se acabará la orgía de los disolutos.
Sal 145, 7-10: ¡Alaba, alma mía, al Señor!
1 Tm 6,11-16: Guardad el Mandamiento, hasta la manifestación del Señor.
Lc 16, 19-31: Recibiste bienes, y Lázaro males: ahora él es aquí consolado, mientras que tú eres atormentado.

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Amós destaca en el Antiguo Testamento por la dureza de los términos con que condena el egoísmo y el ansia de placer de los ricos. Sólo se ama lo que se ve, y para ver hay que dejar la vida cómoda que embota la sensibilidad, de ahí la denuncia del profeta.

El resumen de las recomendaciones pastorales contenidas en la carta a Timoteo es la fidelidad a Cristo y a sus mandamientos, que es el entero depósito de la fe confiado al sucesor del apóstol.

La parábola que se proclama en el Evangelio la recoge sólo San Lucas, y es una crítica de Jesús a los ricos egoístas que no se preocupan de los necesitados. Quien tiene embotados los sentidos del alma por el excesivo bienestar, ni escucha la Palabra de Dios ni atiende a los milagros. Mientras que el pobre Lázaro es llevado al seno de Abrahán, del rico se dice simplemente que «fue enterrado», y ni se menciona su nombre; los tormentos son su herencia definitiva.

He aquí uno de esos evangelios que no necesitan muchas explicaciones. Todo él está marcado por el contraste entre la situación en esta vida y la de después de la muerte. «Se abre un abismo inmenso, para que los que quieran cruzar desde aquí hacia vosotros no puedan hacerlo, ni tampoco pasar de ahí hasta nosotros»: La muerte crea una situación definitiva; después ya no hay posibilidad de decidirse por Dios o contra Él, ni de revocar la decisión forjada en esta vida. ¿Hasta qué punto valoramos las cosas tal como son de verdad? ¿Tomamos nuestras decisiones teniendo en cuenta los valores eternos? ¿O nos dejamos seducir por apariencias pasajeras y efímeras?

La parábola no dice expresamente que el rico fuera malo, ni que el pobre fuera bueno (más bien, en la mente de un judío el pobre sería un pecador, castigado por Dios con la enfermedad y la miseria; y el rico un buen hombre y, por eso, bendecido con muchos bienes), con lo cual queda más de relieve el contraste entre dos escalas mundanas de valores (riqueza-pobreza; salud-enfermedad), y cómo en el mundo futuro, inaugurado ya ahora por Jesús, su jerarquía será inversa. En cierto sentido esta parábola es un ejemplo concreto de las bienaventuranzas.

El texto sugiere que el rico es condenado precisamente por malgastar sus bienes y no atender al pobre que mendiga a sus pies. ¡Terrible aviso para nosotros, que tenemos algo –o mucho– del hombre rico de la parábola! Y es que, el pobre es Cristo. Por eso, rechazar al pobre es rechazar a Cristo: «Apartaos de mí, malditos; id al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles, porque tuve hambre y no me disteis de comer».

Por otra parte, la condenación del rico esconde también otro rechazo: el desprecio a la palabra de Dios. Lo que parece una actitud dura de Abrahán, en realidad no lo es: los hermanos del rico podrán evitar la condenación si escuchan a Moisés y los profetas. Para el que quiere oír y obedecer a Dios, la palabra de Dios basta, sin necesidad de milagros especiales. En cambio, para el que está cerrado a Dios y a su Palabra, porque las riquezas han endurecido su corazón, ni el mayor prodigio puede abrir sus ojos, que están embotados para ver, «no se convencerán ni aunque resucite un muerto». Un ejemplo confirma la enseñanza de este versículo: la incredulidad de los contemporáneos de Jesús, prototipo de la incredulidad moderna, no desapareció ni con la resurrección de Lázaro (el hermano de Marta y María), ni con la del mismo Jesús.

En la multitud de seres humanos sin pan, sin techo, sin patria, hay que reconocer a Lázaro, el mendigo hambriento de la parábola. En dicha multitud hay que oír a Jesús que dice: «Cuanto dejaron de hacer con uno de éstos, también conmigo dejaron de hacerlo».

El Evangelio y la enseñanza de la Iglesia están claros: el amor a los pobres es una exigencia del discípulo de Jesús. Y para amarlos hay que abrir los ojos y verlos. Sin embargo, como el rico de la parábola, en medio de las comodidades podemos quedar como cegados y no ver nada ni a nadie. La Pobreza es una situación concreta que afecta a personas concretas, cercanas. Y todos los pobres son cercanos, pues todos son prójimos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios bendice, en Jesucristo,
a los que aman a los pobres
(525; 544; 2443)

Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia pobre; unos sencillos pastores, pobres, son los primeros testigos del acontecimiento. Desde el pesebre hasta la cruz comparte la vida de los pobres; conoce el hambre, la sed y la privación. Aún más: se identifica con los pobres de todas clases y hace del amor activo hacia ellos la condición para entrar en su Reino. Jesús fue enviado para anunciar la Buena Nueva a los pobres. Los declara bienaventurados porque «de ellos es el Reino de los cielos». El Reino pertenece a los pobres y a los pequeños, es decir a los que lo acogen con un corazón humilde; a «los pequeños» es a quienes el Padre se ha dignado revelar las cosas que ha ocultado a los sabios y prudentes.

Dios bendice a los que ayudan a los pobres y reprende a los que se niegan a hacerlo: «A quien te pide dale, al que desee que le prestes algo, no le vuelvas la espalda» (Mt 5,42). «Gratis lo recibisteis, dadlo gratis» (Mt 10, 8). Jesucristo reconocerá a sus elegidos por lo que hayan hecho por los pobres. La buena nueva “anunciada a los pobres” es el signo de la presencia de Cristo.

El amor de la Iglesia a los pobres
(2444 – 2446)

El amor de la Iglesia por los pobres pertenece a su constante tradición. Está inspirado en el Evangelio de las bienaventuranzas, en la pobreza de Jesús, y en su atención a los pobres. El amor a los pobres es también uno de los motivos del deber de trabajar, con el fin de «hacer partícipe al que se halle en necesidad» (Ef 4, 28). No abarca sólo la pobreza material, sino también las numerosas formas de pobreza cultural y religiosa.

El amor a los pobres es incompatible con el amor desordenado de las riquezas o su uso egoísta: «Atención, ahora, los ricos: llorad a gritos por las desgracias que se os vienen encima. Vuestra riqueza está podrida y vuestros trajes se han apolillado. Vuestro oro y vuestra plata están oxidados y su herrumbre se convertirá en testimonio contra vosotros y devorará vuestras carnes como fuego. ¡Habéis acumulado riquezas… en los últimos días! Mirad, el jornal de los obreros que segaron vuestros campos, el que vosotros habéis retenido, está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo. Habéis vivido con lujo sobre la tierra y os habéis dado a la gran vida, habéis cebado vuestros corazones para el día de la matanza. Habéis condenado, habéis asesinado al inocente, el cual no os ofrece resistencia» (St 5, 1- 6).

Las obras de misericordia
(2447 — 2449)

Es preciso satisfacer ante todo las exigencias de la justicia, de modo que no se ofrezca como ayuda de caridad lo que ya se debe a título de justicia.

Las obras de misericordia son acciones caritativas mediante las cuales ayudamos a nuestro prójimo en sus necesidades corporales y espirituales. Instruir al que no sabe, aconsejar al que lo necesita, corregir al que yerra, consolar al triste y confortar al que sufre, son obras de misericordia espiritual. Como también lo son perdonar al que nos ofende, sufrir con paciencia los defectos del prójimo y orar por los vivos y los difuntos. Las obras de misericordia corporales consisten especialmente en dar de comer al hambriento, acoger al peregrino y ofrecer techo a quien no lo tiene, vestir al desnudo, visitar a los enfermos y a los presos, enterrar a los muertos. Entre estas obras, la limosna hecha a los pobres es uno de los principales testimonios de la caridad fraterna; es también una práctica de justicia que agrada a Dios.

Bajo sus múltiples formas –indigencia material, opresión injusta, enfermedades físicas o psíquicas y, por último, la muerte– la miseria humana es el signo manifiesto de la debilidad congénita en que se encuentra el hombre tras el primer pecado y de la necesidad que tiene de salvación. Por ello, la miseria humana atrae la compasión de Cristo Salvador, que la ha querido cargar sobre sí e identificarse con los «más pequeños de sus hermanos». También por ello, los oprimidos por la miseria son objeto de un amor de preferencia por parte de la Iglesia, que, desde los orígenes, y a pesar de los fallos de muchos de sus miembros, no ha cesado de trabajar para aliviarlos, defenderlos y liberarlos. Y lo ha hecho mediante innumerables obras de beneficencia, que siempre y en todo lugar continúan siendo indispensables.

En el Antiguo Testamento, toda una serie de medidas jurídicas –como son las referentes al año jubilar, a la prohibición del préstamo a interés y de la retención de la prenda, la obligación del diezmo, del pago cotidiano al jornalero, del derecho de rebusca después de la cosecha, y otras– corresponden a la exhortación del Deuteronomio: «Ciertamente nunca faltarán pobres en este país; por esto te doy yo este mandamiento: debes abrir tu mano a tu hermano, a aquél de los tuyos que es indigente y pobre en tu tierra» (Dt 15, 11). Jesús hace suyas estas palabras: «Porque pobres siempre tendréis con vosotros; pero a mí no siempre me tendréis» (Jn 12, 8). Con esto, no hace caduca la vehemencia de los oráculos de los antiguos profetas: «compráis por dinero a los débiles y al pobre por un par de sandalias…» (Am 8, 6), sino que nos invita a reconocer su presencia en los pobres, que son sus hermanos (Mt 25, 40).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

El día en que su madre la reprendió por atender en la casa a pobres y enfermos, Santa Rosa de Lima le contestó: «Cuando servimos a los pobres y a los enfermos, servimos a Jesús. No debemos cansarnos de ayudar a nuestro prójimo porque en ellos servimos a Jesús».

«No hacer participar a los pobres de los propios bienes es robarles y quitarles la vida. Lo que poseemos no son bienes nuestros, sino los suyos» (S. Juan Crisóstomo).

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Más que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Dichosos los que, oyendo la llamada
de la fe y del amor en vuestra vida,
creísteis que la vida os era dada
para darla en amor y con fe viva.

Dichosos, si abrazasteis la pobreza
para llenar de Dios vuestras alforjas,
para servirle a él con fortaleza,
con gozo y con amor a todas horas.

Dichosos mensajeros de verdades,
que fuisteis por caminos de la tierra,
predicando bondad contra maldades,
pregonando la paz contra las guerras.

Dichosos, del amor dispensadores,
dichosos, de los tristes el consuelo,
dichosos, de los hombres servidores,
dichosos, herederos de los cielos.

Amén.

21 de septiembre de 2025: DOMINGO XXV ORDINARIO “C”


«Dios… o el dinero»

Am 8, 4-7: Contra los que compran al indigente por plata.
Sal 112, 1-8: Alabad al Señor, que alza al pobre.
1 Tm 2, 1-8: Que se hagan oraciones por toda la humanidad a Dios, que quiere que todos los hombres se salven.
Lc 16, 1-13: No podéis servir a Dios y al dinero.

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Amós es conocido por su denuncia de los especuladores, a quienes su ambición les lleva al abuso de los más pobres e indefensos.

La primera carta a Timoteo es un escrito pastoral, en el que el apóstol recomienda la oración por todos los hombres, pues la voluntad salvífica universal de Dios enseña a los cristianos a no olvidar a nadie.

Jesús expone en el evangelio la parábola del administrador infiel, que tiene una enseñanza: nadie puede servir a Dios, si tiene como dios al dinero.

«Los hijos de este mundo son más astutos… que los hijos de la luz». He aquí la enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús no alaba el fraude, sino que reconoce la astucia de los que se rigen por los principios de este mundo y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos cuando son los bienes espirituales y eternos los que están en juego. ¡Qué distinto sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna, por lo menos, la mitad del interés que ponemos en los negocios humanos! Debemos preguntarnos: ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?

«Ningún siervo puede servir a dos señores». Esta es la explicación profunda de lo anterior. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero, discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad… El que de veras se ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le conozcan y le amen. Se nota, si servimos al Señor, en que cada vez más nuestros pensamientos, intereses y deseos están centrados en Él y en sus cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?

El dinero siempre ha sido y es un peligroso ídolo. Es absorbente de los intereses y preocupaciones del hombre. ¿Cuantas personas han caído en sus redes y han sido esclavizadas por él? La corrupción, la desconfianza familiar y social, las rupturas de amistades… tienen muchas veces como causa el señorío del dinero sobre las personas. Frente a este ídolo Jesús establece una oposición radical para el servidor de Dios. No se puede servir a dos señores.

Entre los mandamientos de Dios, el décimo habla de poner el corazón o en Dios o en los bienes ajenos. Pocas veces se habla de los deseos del corazón, pero es ahí donde se elevan altares: o a Dios o al dinero.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios, bien supremo y fuente de todo bien.
La pobreza de corazón
(2541 – 2550)

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio. Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto.

«Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino: «Jesucristo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros”» (S. Gregorio de Nisa).

El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes. «El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en el espíritu busca el Reino de los cielos» (S. Agustín). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana. La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios.

Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.

La codicia
y concupiscencia por los bienes
(2534 – 2540)

El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La «concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto. La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley (Sb 14,12). El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido, a otra persona.

El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: «No codiciarás«, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada como está escrito: «el ojo del avaro no se satisface con su suerte» (Si 14, 9).

No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos.

¿Quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas y a los que, por tanto, es preciso exhortar más a observar este precepto?: los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles; los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos.

El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que. a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (2 Sam 12, 14). La envidia puede conducir a las peores fechorías (Gn 4, 37; 1 R 21, 129). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (Sb 2, 24).

La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal: San Agustín veía en la envidia el «pecado diabólico por excelencia«. El bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad» (S. Agustín).

«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado –se dirá– porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros» (S. Juan Crisóstomo).

«La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir» (S. Gregorio de Nisa).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Atardece, anochece, el alma cesa
de agitarse en el mundo
como una mariposa sacudida

La sombra fugitiva ya se esconde.
Un temblor vagabundo
en la penumbra deja su fatiga

Y rezamos, muy juntos,
hacia dentro de un gozo sostenido,
Señor, por tu profundo
ser insomne que existe y nos cimienta

Señor, gracias, que es tuyo
el universo aún; y cada hombre
hijo es, aunque errabundo,
al final de la tarde, fatigado,
se marche hacia lo oscuro
de sí mismo; Señor, te damos gracias
por este ocaso último.
Por este rezo súbito.

Amén.

14 DE SEPTIEMBRE DE 2025, DOMINGO, LA EXALTACIÓN DE LA SANTA CRUZ


«Mirarán al que traspasaron»

Núm 21, 4b-9: Cuando una serpiente mordía a alguien, este miraba a la serpiente de bronce y salvaba la vida
Sal 77: No alvidéis las acciones del Señor
Flp 2, 6-11: Se humilló a sí mismo; por eso Dios lo exaltó sobre todo
Jn 3, 13-17: Tiene que ser elevado el Hijo del hombre

I. LA PALABRA DE DIOS

Para los cristianos la cruz es un símbolo frecuente. Más aún, es nuestro signo de identidad. Sin embargo, esto es algo paradójico. Para los romanos era instrumento de suplicio; más aún, de humillación, pues en ella morían los esclavos condenados. Y para los judíos era signo de maldición: «Maldito todo el que sea colgado en un madero».

¿Qué ha ocurrido para que la maldición se trastoque en bendición? ¿A qué se debe que la humillación sea lugar de exaltación? El Hijo de Dios se ha dejado clavar en ella. En el patíbulo de la cruz se ha volcado tal torrente de amor –«tanto amó Dios al mundo»– que ella será hasta el fin de los tiempos instrumento y causa de redención para todo hombre.

«Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto». Una serpiente de bronce no podía matar ni dar vida, pero cuando Israel la miraba creía en Aquel que había ordenado a Moisés que la hiciera, y Él los curaba.

«Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Unigénito». La redención tiene su fuente en el amor de Dios a los hombres, y la realiza el Hijo entregando su vida: su finalidad es salvar —salvación que el Espíritu aplica a cada creyente en el momento del Bautismo—; pero el hombre puede permanecer en la oscuridad y no creer en el Hijo.

El «mundo» en los escritos de San Juan es palabra polivalente: puede significar «el universo», o «la humanidad», el género humano; y este segundo significado se desdobla en dos: el conjunto de seres humanos, objeto del amor salvador de Dios (como en este pasaje), o «el mundo malo», es decir, los seres humanos que, como seres libres, rechazan creer en Jesús, revelador del Padre.

«Se despojó de sí mismo tomando la condición de esclavo». La fe católica nos dice que el Hijo no se despojó de su naturaleza divina, no renunció a su divinidad —cosa imposible—, sino que, al hacerse verdadera criatura humana, renunció durante su vida mortal al esplendor de la gloria divina al que tenía derecho por ser Hijo de Dios, y así «hecho semejante a los hombres», … «reconocido como hombre por su presencia», … «hecho obediente hasta la muerte».

«Tiene que ser elevado». El Hijo del hombre es elevado en la cruz, y exaltado en la resurrección y ascensión; recibiendo del Padre —en su humanidad—, como premio a su obediencia hasta la muerte, la gloria esplendorosa que como Hijo le pertenecía. En la cruz Jesús está venciendo al maligno. En ella se destruye todo el pecado del mundo. Desde ella el Hijo de Dios atrae a todo hombre con la fuerza de su amor infinito. Por eso, lo que nos corresponde es mirar a Jesús crucificado y dejarnos mirar por Él; creer en Él para tener vida eterna; dejarnos amar por Él para ser sanados; acoger el torrente de salvación, que brota de su cruz, en los Sacramentos de su Iglesia.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios tiene la iniciativa
del amor redentor universal
realizado en Cristo
(571, 604, 609)

Al entregar a su Hijo por nuestros pecados, Dios manifiesta que su designio sobre nosotros es un designio de amor benevolente que precede a todo mérito por nuestra parte: «En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que El nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados». «La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores, murió por nosotros».

Jesús, al aceptar en su corazón humano el amor del Padre hacia los hombres, «los amó hasta el extremo» porque «Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus amigos». Tanto en el sufrimiento como en la muerte, su humanidad se hizo el instrumento libre y perfecto de su amor divino que quiere la salvación de los hombres. En efecto, aceptó libremente su pasión y su muerte por amor a su Padre y a los hombres que el Padre quiere salvar: «Nadie me quita la vida; yo la doy voluntariamente». De aquí la soberana libertad del Hijo de Dios cuando él mismo se encamina hacia la muerte.

El Misterio pascual de la Cruz y de la Resurrección de Cristo está en el centro de la Buena Nueva que los Apóstoles, y la Iglesia a continuación de ellos, deben anunciar al mundo. El designio salvador de Dios se ha cumplido de «una vez por todas» por la muerte redentora de su Hijo Jesucristo.

Jesús reemplaza nuestra desobediencia
por su obediencia
(615 — 617)

«Como por la desobediencia de un solo hombre, todos fueron constituidos pecadores, así también por la obediencia de uno solo todos serán constituidos justos». Por su obediencia hasta la muerte, Jesús llevó a cabo la sustitución del Siervo doliente que «se dio a sí mismo en expiación», «cuando llevó el pecado de muchos», a quienes «justificará y cuyas culpas soportará» (Is 53, 10-12). Jesús repara por nuestras faltas y satisface al Padre por nuestros pecados.

En la cruz, Jesús consuma su sacrificio. El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron». Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación, enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna». Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «Salve, oh cruz, única esperanza«, en el himno Vexilla Regis.

La Cruz es el único sacrificio de Cristo «único mediador entre Dios y los hombres». Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. Él llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» porque él «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas». Él quiere en efecto asociar a su sacrificio redentor a aquéllos mismos que son sus primeros beneficiarios. Y eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Y los demonios no son los que le han crucificado; eres tú quien con ellos lo has crucificado y lo sigues crucificando todavía, deleitándote en los vicios y en los pecados» (S. Francisco de Asís).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Oh Cruz fiel, árbol único en nobleza!
Jamás el bosque dio mejor tributo
en hoja, en flor y en fruto.
¡Dulces clavos!
¡Dulce árbol donde la Vida empieza
con un peso tan dulce en su corteza!

Cantemos la nobleza de esta guerra,
el triunfo de la sangre y del madero;
y un Redentor, que en trance de Cordero,
sacrificado en cruz, salvó la tierra

Dolido mi Señor por el fracaso
de Adán, que mordió muerte en la manzana,
otro árbol señaló, de flor humana, 
que reparase el daño paso a paso

Y así dijo el Señor: «¡Vuelva la Vida, 
y que el Amor redima la condena!»
La gracia está en el fondo de la pena,
y la salud naciendo de la herida

En plenitud de vida y de sendero,
dio el paso hacia la muerte porque él quiso.
Mirad de par en par el paraíso
abierto por la fuerza de un Cordero

Ablándate, madero, tronco abrupto
de duro corazón y fibra inerte;
doblégate a este peso y esta muerte
que cuelga de tus ramas como un fruto

Tú, solo entre los árboles, crecido
para tender a Cristo en tu regazo;
tú, el arca que nos salva; tú, el abrazo
de Dios con los verdugos del Ungido

Al Dios de los designios de la historia,
que es Padre, Hijo y Espíritu, alabanza;
al que en la cruz devuelve la esperanza
de toda salvación, honor y gloria. Amén