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1 de noviembre de 2025: Solemnidad de Todos los Santos


“!Oh glorioso reino en el que reinan con Cristo todos los santos!”

Ap 7,2-4.9-14: “Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas”
Sal 23,: “Esta es la generación que busca tu rostro, Señor”
1 Jn 3,1-3: “Veremos a Dios tal cual es”
Mt 5,1-12a: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”

I. LA PALABRA DE DIOS

Bajo la simbología de «el número de los sellados» está designada la Iglesia entera. «El sello del Dios vivo» es signo de pertenencia a Dios y garantía de la protección divina. Mencionando primero a la tribu de Judá, de la que procedía Jesús, recorre todas las tribus de Israel, el antiguo pueblo que dio paso a los marcados con el sello de Jesucristo.

El evangelio de hoy es el discurso inaugural programático de Jesús. Habla de reforma interior, de las actitudes internas necesarias para el nuevo tipo de existencia o nuevo estilo de vida llamado «salvación», «reino de Dios», «vida nueva», o, como dijo san Pablo VI y le gustaba repetir a san Juan Pablo II, «la civilización del amor». «Las bienaventuranzas no tienen como objeto, propiamente unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden con los mandamientos. Pero no hay separación o discrepancia entre bienaventuranzas y mandamientos, pues ambos se refieren al bien, a la vida eterna. Las bienaventuranzas son, ante todo, promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto , son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él» (san Juan Pablo II).

Los «pobres en el espíritu»  de san Mateo se identifican con todos aquellos que tienen a Dios como fundamento de su esperanza, conscientes de su radical necesidad de Dios; son los humildes, más bien que los que carecen de bienes materiales (san León Magno). Se parecerían a «los mansos» de la tercera bienaventuranza, no precisamente porque les haya tocado en suerte un temperamento tranquilo. La mansedumbre incluye corrección y cortesía, humildad y moderación; es virtud propia de quien aprende como discípulo y de quien enseña como maestro. La mansedumbre en persona es Jesús. Quien aprende mansedumbre en la escuela de Jesús será feliz y heredará la tierra. El consuelo que se promete a «los que lloran» vendría de que lamentaban los pecados del pueblo. El «hambre y sed de justicia»  es el afán por la santidad, por la fidelidad a la voluntad de Dios. La misericordia es habitual en los evangelios, y el premio para quien la tiene es recibirla de otros. Jesús bendice a «los limpios de corazón», es decir, a los de pureza interior; los leales con Dios. La actitud profunda de tales personas es «la no doblez». Son «bienaventurados los que trabajan por la paz», porque son reconciliadores, pacificadores. «Los perseguidos por causa de la justicia», por ser fieles a Dios. Todas las bienaventuranzas son explicitaciones de la primera; «los pobres» son: los que sufren, los mansos, los pacificadores, los perseguidos, etc.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La comunión con los santos
(954 — 957. 960 — 961)

Los tres estados de la Iglesia: Iglesia peregrina, Iglesia purgante e Iglesia triunfante. Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es. Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios. Todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él.

Al venerar a los santos, no veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. Así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios.

La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe con la muerte. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales. Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente  unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad, no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra. Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad. La Iglesia es «comunión de los santos», en Cristo que ha «muerto por todos», de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

La comunión con los difuntos
(958)

La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (2 M 12, 45). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida» (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos).

«Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones» (san Pablo VI).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Peregrinos del reino celeste,
hoy, con nuestras plegarias y cantos,
invocamos a todos los santos,
revestidos de cándida veste.

Estos son los que a Cristo siguieron,
y por Cristo la vida entregaron,
en su sangre de Dios se lavaron,
testimonio de amigos le dieron.

Solo a Dios en la tierra buscaron,
y de todos hermanos se hicieron.
Porque a todos sus brazos se abrieron,
estos son los que a Dios encontraron.

Desde el cielo, nos llega cercana
su presencia y su luz guiadora:
nos invitan, nos llaman ahora,
compañeros seremos mañana.

Animosos, sigamos sus huellas,
nuestro barro será transformado
hasta verse con Cristo elevado
junto a Dios en su cielo de estrellas.

Gloria a Dios, que ilumina este día:
gloria al Padre, que quiso crearnos,
gloria al Hijo, que vino a salvarnos,
y al Espíritu que él nos envía. 
Amén.

2 de noviembre de 2025: DOMINGO, Conmemoración de todos los fieles difuntos


SUFRAGIOS, la memoria provechosa para nuestros difuntos

Las Misas no son homenajes a los difuntos

Ofrecemos la Misa, no en honor, ni como homenaje a los difuntos, ni como un mero acto de recuerdo entrañable; sino en sufragio de sus almas, para el perdón y la purificación de sus pecados.

Sentimos naturalmente el dolor, por la separación temporal de una persona querida, pero también el gozo sereno que nos da la esperanza en la resurrección. Porque creemos en la misericordia de Dios, en el perdón de los pecados y en la vida eterna.

¿Cómo podemos ayudar de verdad
a nuestros difuntos?

La oración por los difuntos

Orar por los difuntos es una obra de misericordia y un acto de justicia y caridad. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos, y que sigue siendo también hoy una experiencia consoladora, es que el amor puede llegar hasta el más allá; que es posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto, más allá del confín de la muerte.

El cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino que también hace eficaz su intercesión en nuestro favor. «No dudemos, pues,  en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo).

La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es don de Dios, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos, cuyo número es incalculable (Cf. Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros.

La mejor ayuda a nuestros difuntos:
Misas e indulgencias

Dado que nadie conoce el estado en que una persona muere, la Iglesia celeste y la que peregrina en el mundo interceden por los difuntos para que alcancen la perfección necesaria para ver a Dios. La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, siempre ha honrado la memoria de los difuntos y ha enseñado que, por el misterio de la comunión de los santos, podemos ayudar a nuestros difuntos —las almas del Purgatorio—, pues después de la muerte ya no pueden merecer para sí mismos, mediante la oración, las limosnas, los sacrificios y obras de penitencia, las indulgencias en su favor y especialmente ofreciendo por ellos la Santa Misa pidiendo por el perdón de sus pecados y su eterno descanso, y agradeciendo los beneficios que recibieron en vida, «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (Cf. 2 M 12, 45). De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. El cristiano no teme el trance de la muerte ni la purificación que viene tras ella, pues es obra del amor de Dios que perfecciona a su criatura.

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19 de octubre de 2025: DOMINGO XXIX ORDINARIO “C”


Pidan…

Ex 17, 8-13 Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel.
Sal 120: Nuestro auxilio es el nombre del Señor, que hizo el cielo y la tierra.
2 Tim 3,14-4,2 El hombre de Dios sea perfecto y esté preparado para toda obra buena.
Lc 18, 1-8 Dios hará justicia a sus elegidos que claman ante Él.

I. LA PALABRA DE DIOS

Moisés es un gran ejemplo de orante. Su plegaria hecha con perseverancia fue eficaz. La oración de Moisés es la figura cautivadora de la oración de intercesión, que tiene su cumplimiento en el único Mediador entre Dios y los hombres, Jesucristo.

Sigue la exhortación de S. Pablo a Timoteo: La Palabra de Dios en la Sagrada Escritura es el principal instrumento para que los sucesores de los apóstoles ejerzan su ministerio.

Por tercer domingo consecutivo el evangelio nos remite a la fe como realidad fundamental de nuestra vida cristiana: «Cuando venga el Hijo del Hombre, ¿encontrará esta fe en la tierra?». En este caso, se trata de una fe que desemboca en oración, de una oración empapada de fe.

Para inculcarnos la necesidad de orar siempre, sin desfallecer, Jesús nos propone la parábola del juez inicuo que «ni temía a Dios ni le importaban los hombres», es decir, tenía desquiciados los dos polos de su vida: la relación con Dios y con el prójimo. Si este hombre sin sentimientos atiende a los ruegos de la viuda sólo para que le deje en paz, ¡cuánto más no atenderá Dios las súplicas de los elegidos «que claman ante él día y noche»!

La eficacia de la oración está garantizada por el lado de Dios, pues la súplica se encuentra con un Padre infinitamente amoroso que siempre escucha a sus hijos, atiende a sus necesidades y acude en su socorro. Pero del lado nuestro requiere una fe firme y sencilla, que suplica sin vacilar, convencida de que lo que pide ya está concedido. Es esta fe la que hace orar con insistencia –clamando «día y noche»– y con perseverancia –«siempre, sin desfallecer»–, aunque a veces parezca que Dios no escucha, con la certeza de que «el auxilio me viene del Señor». La constancia es el núcleo de la enseñanza de esta parábola. Hay que perseverar a pesar de la desconcertante sensación de que Dios “no interviene”.

Una ilustración de este poder de la oración lo tenemos en la primera lectura: «Mientras Moisés tenía en alto las manos, vencía Israel». La oración es el arma más poderosa que nos ha sido dada. «La oración es lo único que vence a Dios» (Tertuliano). Ella es capaz de transformar los corazones y cambiar el curso de la historia. Una oración hecha con fe es invencible; ninguna dificultad se le resiste.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La oración de petición cristiana
(2629 – 2633)

Mediante la oración de petición mostramos la conciencia de nuestra relación con Dios: por ser criaturas, no somos ni nuestro propio origen, ni dueños de nuestras adversidades, ni nuestro fin último; pero también, por ser pecadores, sabemos, como cristianos, que nos apartamos de nuestro Padre. La petición ya es un retorno hacia Él.

La oración de la Iglesia es sostenida por la esperanza, aunque todavía estemos en la espera y tengamos que convertirnos cada día. La petición cristiana brota de otras profundidades, de lo que S. Pablo llama el gemido: el de la creación «que sufre dolores de parto» (Rm 8, 22), el nuestro también en la espera «del rescate de nuestro cuerpo. Porque nuestra salvación es objeto de esperanza» (Rm 8, 2324), y, por último, los «gemidos inefables» del propio Espíritu Santo que «viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene» (Rm 8, 26).

La petición de perdón es el primer movimiento de la oración de petición (el publicano: «ten compasión de mí que soy pecador» Lc 13,13). Es el comienzo de una oración justa y pura. La humildad confiada nos devuelve a la luz de la comunión con el Padre y su Hijo Jesucristo, y de los unos con los otros: entonces cuanto pidamos lo recibimos de Él. Tanto la celebración de la Eucaristía como la oración personal comienzan con la petición de perdón.

La petición cristiana está centrada en el deseo y en la búsqueda del Reino que viene, conforme a las enseñanzas de Jesús. Hay una jerarquía en las peticiones: primero el Reino, a continuación lo que es necesario para acogerlo y para cooperar a su venida. Al orar, todo bautizado trabaja en la Venida del Reino.

El modelo del Padrenuestro:
las siete peticiones
(2803 – 2806)

Después de habernos puesto en presencia de Dios nuestro Padre para adorarle, amarle y bendecirle, el Espíritu filial hace surgir de nuestros corazones siete peticiones, siete bendiciones. Las tres primeras, más centradas en Dios, nos atraen hacia la Gloria del Padre; nos lleva hacia Él, para Él: ¡tu Nombre, tu Reino, tu Voluntad! Lo propio del amor es pensar primeramente en Aquel que amamos.

Al pedir “Santificado sea tu Nombre”, pedimos que el Nombre de Dios sea reconocido y tratado como santo por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.

Al pedir: “Venga a nosotros tu reino”, pedimos principalmente el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También pedimos por el crecimiento del Reino de Dios, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, en el “hoy” de nuestras vidas.

Al pedir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo”, pedimos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, realizar su plan de salvación, para la vida del mundo.

Las cuatro últimas peticiones, como caminos hacia Él, ofrecen nuestra miseria a su Gracia. Son la ofrenda de nuestra esperanza y atrae la mirada del Padre de las misericordias. Brota de nosotros y nos afecta ya ahora, en este mundo: «danos… perdónanos… no nos dejes… líbranos«.

Al pedir “Danos hoy nuestro pan de cada día”, al decir “danos” queremos expresar, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo; “nuestro pan” designa los alimentos y bienes terrenos necesarios para la subsistencia de todos y significa también el “Pan de Vida”: la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Al pedir “Perdona nuestras ofensas, como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, imploramos la misericordia de Dios para nuestros pecados, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos querido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.

Al pedir “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.

Al pedir “Y líbranos del mal”, pedimos a Dios, con la Iglesia, que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre “el príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación. Pedimos también que seamos liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que el Maligno es autor o instigador.

El “Amén” final del Padre Nuestro significa nuestro “fiat”, “hágase”, es decir, cúmplanse las siete peticiones: “Así sea”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«A los que buscan el Reino y la justicia de Dios, Él les promete darles todo por añadidura. Todo en efecto pertenece a Dios: el que posee a Dios, nada le falta, si él mismo no falta a Dios» (S. Cipriano).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo.

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor.

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no.

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo».

Padre nuestro…