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6 de febrero de 2022: DOMINGO V ORDINARIO “C”


Vuestra vocación es la libertad

Is 6, 1-2a. 3-8: Aquí estoy, mándame
Sal 137,1- 8: Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor
1 Co 15, 1-11: Predicamos así, y así lo creísteis vosotros
Lc 5, 1-11: Dejándolo todo, lo siguieron

I. LA PALABRA DE DIOS

La segunda lectura responde a las preguntas de los corintios sobre la resurrección de los muertos. San Pablo escribe un texto fundamental del Nuevo Testamento: el testimonio de los testigos de la resurrección.

En la vocación del profeta Isaías se destaca la elección de Dios que purifica y capacita al profeta a pesar de su fragilidad humana.

La vocación de los primeros discípulos de Jesús, San Lucas la narra precedida de “la pesca milagrosa”; con este signo Jesús llama la atención de aquellos hombres, y ellos responden con prontitud, dejándolo todo. El seguimiento definitivo de Jesús por parte de los primeros discípulos irá precedido de una etapa de enseñanza y milagros que les hacen experimentar su amor y su poder salvador.

La grandeza de Pedro en este pasaje evangélico consiste en no fiarse de sí mismo, de su propio juicio, de su “experiencia”. Humanamente hablando, como pescador experimentado que era, tenía razones de sobra para oponerse a la orden de Jesús: «hemos estado bregando toda la noche y no hemos recogido nada». Sin embargo, deja sus conocimientos y su experiencia particular a un lado para apoyarse en la palabra de Jesús: «Por tu palabra, echaré las redes». Muchas dificultades en nuestra vida de fe provienen de esto: nos aferramos a “nuestras experiencias”, muchas veces mal hechas, en lugar de fiarnos pura y simplemente de la palabra de Cristo.

Es precisamente este salto de la fe el que capacita a Pedro para colaborar eficazmente con Cristo. Primero ha tenido que pasar por la experiencia de un fracaso: sus muchos esfuerzos no han conseguido nada. Y desde esa experiencia de su pobreza puede abrirse a recibir una gran redada, una pesca abundante, pero como don, como gracia. Sólo así Jesús puede decirle: «Desde ahora serás pescador de hombres».

Y es que para colaborar con Cristo en su misión y en su tarea no bastan las cualidades humanas naturales. Para ser instrumento activo de Cristo y de su obra nos hace falta “perder pie” y caminar en la fe, apoyados en la humildad. Es también esta la experiencia de Pedro –«Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador»–, que va unida al asombro por la grandeza de Cristo y por su capacidad de realizar acciones que sobrepasan infinitamente las posibilidades humanas. La reacción de Pedro nace del santo temor: se ve demasiado cerca de lo sobrenatural –antes llamó a Jesús «Maestro», como a un rabino; ahora lo llama «Señor»– y confiesa su condición de pecador. Ante Dios, toda criatura es impura y necesita perdón.

El profeta y el apóstol son hombres limitados, pecadores, pero reciben una gran misión: así se describe en la vocación del profeta Isaías y en el Evangelio. Reconocer la propia limitación es condición necesaria para aceptar el don de la vocación y la tarea que la misión implica.

La vocación cristiana es el seguimiento de Cristo. Seguimiento total, de toda la persona; que nos hace capaces de ser libres, reyes, y transformar el mundo con libertad regia. Los cristianos, por la gracia de Dios, y sólo con ella, somos capaces de ser transformadores eficaces del mundo, pescadores de hombres, remando mar adentro de cualquier ambiente humano.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia, Pueblo de Dios
(781)

En todo tiempo y lugar ha sido grato a Dios el que le teme y practica la justicia. Sin embargo, quiso Dios santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí, sino hacer de ellos un pueblo para que le conociera de verdad y le sirviera con una vida santa. Eligió, pues, a Israel para pueblo suyo, hizo una alianza con él y lo fue educando poco a poco. Le fue revelando su persona y su plan a lo largo de su historia y lo fue santificando. Todo esto, sin embargo, sucedió como preparación y figura de su alianza nueva y perfecta que iba a realizar en Cristo, es decir, el Nuevo Testamento en su sangre convocando a las gentes de entre los judíos y los gentiles para que se unieran, no según la carne, sino en el Espíritu.

Las características del Pueblo de Dios
(782)

El Pueblo de Dios tiene características que le distinguen claramente de todos los grupos religiosos, étnicos, políticos o culturales de la Historia:

– Es el Pueblo de Dios: Dios no pertenece en propiedad a ningún pueblo. Pero Él ha adquirido para sí un pueblo de aquellos que antes no eran un pueblo: «una raza elegida, un sacerdocio real, una nación santa».

– Se llega a ser miembro de este pueblo no por el nacimiento físico, sino por el «nacimiento de arriba», «del agua y del Espíritu» (Jn 3, 3-5), es decir, por la fe en Cristo y el Bautismo.

– Este pueblo tiene por Cabeza a Jesús el Cristo [Ungido, Mesías]: porque la misma Unción, el Espíritu Santo, fluye desde la Cabeza al Cuerpo, es el Pueblo mesiánico.

– La identidad de este Pueblo es la dignidad y la libertad de los hijos de Dios, en cuyos corazones habita el Espíritu Santo como en un templo.

– Su ley es el mandamiento nuevo: amar como el mismo Cristo nos amó. Esta es la ley «nueva» del Espíritu Santo.

– Su misión es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

– Su destino es el Reino de Dios, que Él mismo comenzó en este mundo, que ha de ser extendido hasta que Él mismo lo lleve también a su perfección.

Un pueblo sacerdotal, profético y real
(783 – 786)

Jesucristo es aquél a quien el Padre ha ungido con el Espíritu Santo y lo ha constituido «Sacerdote, Profeta y Rey». Todo el Pueblo de Dios participa de estas tres funciones de Cristo y tiene las responsabilidades de misión y de servicio que se derivan de ellas.

Al entrar en el Pueblo de Dios por la fe y el Bautismo se participa en la vocación única de este Pueblo: en su vocación sacerdotal: Cristo el Señor, Pontífice tomado de entre los hombres, ha hecho del nuevo pueblo un reino de sacerdotes para Dios, su Padre. Los bautizados, en efecto, por el nuevo nacimiento y por la unción del Espíritu Santo, quedan consagrados como casa espiritual y sacerdocio santo.

El pueblo santo de Dios participa también del carácter profético de Cristo. Lo es sobre todo por el sentido sobrenatural de la fe que es el de todo el pueblo, laicos y jerarquía, cuando se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre y profundiza en su comprensión y se hace testigo de Cristo en medio de este mundo.

El Pueblo de Dios participa, por último, en la función regia de Cristo. Cristo ejerce su realeza atrayendo a sí a todos los hombres por su muerte y su resurrección. Cristo, Rey y Señor del universo, se hizo el servidor de todos, no habiendo «venido a ser servido, sino a servir y dar su vida en rescate por muchos». Para el cristiano, servir a Cristo es reinar, particularmente en los pobres y en los que sufren, donde descubre la imagen de su Fundador pobre y sufriente. El pueblo de Dios realiza su «dignidad regia» viviendo conforme a esta vocación de servir con Cristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La señal de la cruz hace reyes a todos los regenerados en Cristo, y la unción del Espíritu Santo los consagra sacerdotes; y así, además de este especial servicio de nuestro ministerio, todos los cristianos espirituales y perfectos deben saber que son partícipes del linaje regio y del oficio sacerdotal. ¿Qué hay más regio que un espíritu que, sometido a Dios, rige su propio cuerpo? Y ¿qué hay más sacerdotal que ofrecer a Dios una conciencia pura y las inmaculadas víctimas de nuestra piedad en el altar del corazón?» (San León Magno).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Pueblo de reyes, asamblea santa,
pueblo sacerdotal:
pueblo de Dios, bendice a tu Señor.

Te cantamos Jesús, Hijo amado del Padre.
Te alabamos, eterna Palabra salida de Dios.
Te cantamos Jesús que naciste de María.
Te alabamos a Ti, nuestro hermano,
nuestro salvador.

Te cantamos a Ti, esplendor de la gloria.
Te alabamos, estrella radiante que anuncias el día.
Te cantamos Jesús, luz eterna de Dios.
Te alabamos antorcha de la Nueva Jerusalén.

Te cantamos, Mesías que anunciaron los profetas.
Te alabamos a Ti el esperado del pueblo de Israel.
Te cantamos Mesías esperado por los pobres.
Te alabamos Jesús nuestro rey de humilde corazón.

Te cantamos mediador entre Dios y los hombres.
Te alabamos, camino de vida, puerta del cielo.
Te cantamos sacerdote de la Nueva Alianza.
Te alabamos, Tú eres nuestra paz
por la sangre de la cruz.

Te cantamos Pastor que nos conduces al reino,
te alabamos; reúne a tus ovejas en un solo redil.
Te cantamos Jesús manantial de la Gracia.
Te alabamos oh fuente de agua viva
que apaga nuestra sed.

Te cantamos, oh Cristo maná verdadero.
Te alabamos oh pan de la vida que el Padre nos da.
Te cantamos, imagen del Dios invisible.
Te alabamos oh rey de la justicia y rey de la paz.

Te cantamos primicia de aquellos que duermen.
Te alabamos a Ti el viviente, principio y fin.
Te cantamos Jesús exaltado en la gloria.
Te alabamos a Ti que vendrás a juzgar la tierra.

Amén.

30 de enero de 2022: DOMINGO IV ORDINARIO “C”


Llamados a ser profetas

Jr 1,4-5.17-19: Te constituí profeta de las naciones
Sal 70,1-17: Mi boca contará tu salvación, Señor
1 Co 12,31-13,13: Quedan la fe, la esperanza y el amor. La más grande es el amor
Lc 4,21-30: Jesús, como Elías y Eliseo, no solo es enviado a los judíos

I. LA PALABRA DE DIOS

La misión del profeta viene de una elección de Dios, que le protege ante la difícil tarea de ser signo de contradicción en medio de los gentiles.

El Himno del amor, proclamado en la segunda lectura, invita a desear lo sustancial por encima de cualquier otro carisma. Amor, que es, como el de Dios: donación de sí mismo, entrega, comprensión, misericordia.

Jesús sigue el destino de todos los verdaderos profetas: es bandera discutida. En el Evangelio, en el episodio de la sinagoga de Nazaret entre los suyos, Jesús anuncia su misión no sólo a los judíos.

«¿No es este el hijo de José?» Los paisanos de Jesús encuentran dificultades para dar el salto de la fe. Están demasiado acostumbrados a una mirada a ras de tierra y se aferran a ella. Y ello acabará llevándoles a rechazar a Jesús… También a nosotros nos da vértigo la fe. Y preferimos seguir anclados en nuestras –falsas– seguridades. Mantenemos la mirada rastrera –que muchas veces calificamos de racional y razonable– sobre las personas y acontecimientos, sobre la Iglesia y sobre el misterio mismo de Dios…

«Ningún profeta es aceptado en su pueblo». Llama la atención la actitud desafiante, casi provocativa, de Jesús. Ante la resistencia de sus paisanos no rebaja el tono, no se aviene a componendas, no entra en negociaciones. La verdad no se negocia, no se pacta, no puede ser fruto de consensos. La divinidad de Cristo podrá ser aceptada o rechazada, pero no depende de ningún consenso. Cuando los corazones están cerrados, Jesús no suaviza su postura; se diría que incluso la endurece, para que las personas tomen postura ante Él. «O conmigo o contra mí».

«Se abrió paso entre ellos…» Destaca también la majestad soberana con que Jesús se libra de quienes pretendían eliminarlo. En Él se percibe esa fortaleza divina anunciada en la 1ª lectura: Jesús es «plaza fuerte, columna de hierro y muralla de bronce»; aunque todos luchen contra Él, no pueden prenderle hasta la hora que Él lo permita. No son las circunstancias externas, ni los hombres, quienes deciden acerca de su vida o de su muerte; es su voluntad libre y soberana la que se impone a todos.

La presentación de la misión de Jesús en medio de los suyos provoca una reacción contraria a Él. Al profeta no se le aplaude, pues no habla para agradar sino para iluminar desde la voluntad de Dios. La misión profética del cristiano se realiza, como en Cristo, con palabras y obras. Las palabras anuncian la salvación de Dios y las obras tienen su punto culminante en el amor, el mayor de los carismas. ¿Puede un cristiano pasar desapercibido en un mundo hostil a Dios? Su misión es la de Cristo. ¿Por qué no es bandera discutida como Él?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El depósito de la fe
confiado a la totalidad de la Iglesia
(84)

«El depósito sagrado» de la fe (depositum fidei), contenido en la Sagrada Tradición y en la Sagrada Escritura fue confiado por los apóstoles al conjunto de la Iglesia. Fiel a dicho depósito, el pueblo cristiano entero, unido a sus pastores, persevera siempre en la doctrina apostólica y en la unión, en la eucaristía y la oración, y así se realiza una maravillosa concordia de pastores y fieles en conservar, practicar y profesar la fe recibida.

El sentido sobrenatural de la fe
(91 – 93)

Todos los fieles tienen parte en la comprensión y en la transmisión de la verdad revelada. Han recibido la unción del Espíritu Santo que los instruye y los conduce a la verdad completa.

La totalidad de los fieles no puede equivocarse en la fe. Se manifiesta esta propiedad suya, tan peculiar, en el sentido sobrenatural de la fe (sensus fidei) de todo el pueblo: cuando desde los obispos hasta el último de los laicos cristianos muestran estar totalmente de acuerdo en cuestiones de fe y de moral.

El Espíritu de la verdad suscita y sostiene este sentido de la fe. Con él, el Pueblo de Dios, bajo la dirección del magisterio, se adhiere indefectiblemente a la fe transmitida a los santos de una vez para siempre, la profundiza con un juicio recto y la aplica cada día más plenamente en la vida.

El Magisterio de la Iglesia
(85 – 87)

El oficio de interpretar auténticamente la palabra de Dios, oral o escrita (Sagrada Tradición y Sagrada Escritura), ha sido encomendado sólo al Magisterio vivo de la Iglesia, el cual lo ejercita en nombre de Jesucristo, es decir, a los obispos en comunión con el sucesor de Pedro, el obispo de Roma.

Los fieles, recordando la palabra de Cristo a sus Apóstoles: «El que a vosotros escucha a mí me escucha», reciben con docilidad las enseñanzas y directrices que sus pastores les dan de diferentes formas.

La participación de los laicos en la misión
(901 – 913, 940)

Cristo realiza su misión no sólo a través de la jerarquía sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra.

En el mundo…

Siendo propio del estado de los laicos vivir en medio del mundo y de los negocios temporales, Dios les llama a que, movidos por el espíritu cristiano, ejerzan su apostolado en el mundo a manera de fermento.

Los laicos cumplen su misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. En los laicos, esta evangelización adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo.

Los laicos, además, juntando también sus fuerzas, han de sanear las estructuras y las condiciones del mundo, de tal forma que, si algunas de sus costumbres incitan al pecado, todas ellas sean conformes con las normas de la justicia y favorezcan, en vez de impedir, la práctica de las virtudes. Obrando así, impregnarán de valores morales toda la cultura y las realizaciones humanas.

Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad.

…y en la Iglesia

Los seglares también pueden sentirse llamados o ser llamados a colaborar con sus Pastores en el servicio de la comunidad eclesial, para el crecimiento y la vida de ésta, ejerciendo ministerios muy diversos según la gracia y los carismas que el Señor quiera concederles.

En las comunidades eclesiales, la acción de los laicos es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia.

Los fieles laicos que sean capaces de ello y que se formen para ello también pueden prestar su colaboración en la formación catequética, en la enseñanza de las ciencias sagradas, en los medios de comunicación social.

Los laicos, si tienen las cualidades requeridas, pueden ser admitidos de manera estable a los ministerios de lectores y de acólito. Donde lo aconseje la necesidad de la Iglesia y no haya ministros, pueden también los laicos, aunque no sean lectores ni acólitos, suplirles en algunas de sus funciones, es decir, ejercitar el ministerio de la palabra, presidir las oraciones litúrgicas, administrar el bautismo y dar la sagrada Comunión, según las prescripciones del derecho.

En la Iglesia, los fieles laicos pueden cooperar a tenor del derecho en el ejercicio de la potestad de gobierno. Así, con su presencia en los Concilios particulares, los Sínodos diocesanos, los Consejos pastorales; en el ejercicio de la tarea pastoral de una parroquia; la colaboración en los Consejos de los asuntos económicos; la participación en los tribunales eclesiásticos, etc.

Los fieles han de aprender a distinguir cuidadosamente entre los derechos y deberes que tienen como miembros de la Iglesia y los que les corresponden como miembros de la sociedad humana. Deben esforzarse en integrarlos en buena armonía, recordando que en cualquier cuestión temporal han de guiarse por la conciencia cristiana. En efecto, ninguna actividad humana, ni siquiera en los asuntos temporales, puede sustraerse a la soberanía de Dios.

Así, todo laico, por el simple hecho de haber recibido sus dones, es a la vez testigo e instrumento vivo de la misión de la Iglesia misma según la medida del don de Cristo.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo predicador e incluso de todo creyente»
(Sto. Tomás de Aquino).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Cuando la luz del sol es ya poniente,
gracias, Señor, es nuestra melodía;
recibe, como ofrenda, amablemente,
nuestro dolor, trabajo y alegría.

Si poco fue el amor en nuestro empeño
de darle vida al día que fenece,
convierta en realidad lo que fue un sueño
tu gran amor que todo lo engrandece.

Tu cruz, Señor, redime nuestra suerte
de pecadora en justa, e ilumina
la senda de la vida y de la muerte
del hombre que en la fe lucha y camina.

Jesús, Hijo del Padre, cuando avanza
la noche oscura sobre nuestro día,
concédenos la paz y la esperanza
de esperar cada noche tu gran día.

Amén.

23 de enero de 2022: DOMINGO III ORDINARIO “C”


El culto espiritual

Ne 8, 2-4a.5-6.8-10: Leyeron el libro de la Ley, explicando su sentido
Sal 18: Tus palabras, Señor, son espíritu y vida
1 Co 12, 12-30: Vosotros sois el cuerpo de Cristo y cada uno es un miembro
Lc 1, 1-4; 4, 14-21: Hoy se ha cumplido esta Escritura

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio nos presenta a Jesús en la Sinagoga proclamando la palabra divina. «Toda la sinagoga tenía los ojos clavados en él». Esta actitud de los presentes ilumina de manera elocuente cuál ha de ser también nuestra actitud. Puesto que Cristo está presente en su Palabra, y cuando se leen en la Iglesia las Sagradas Escrituras es Él mismo quien habla, no tiene sentido una postura impersonal. Sólo cabe estar a la escucha de Cristo mismo, con toda la atención de la mente y del corazón, pendientes de cada una de sus palabras, con «los ojos clavados en él».

«Hoy se ha cumplido esta Escritura». La palabra que Cristo nos comunica de manera personal en ese diálogo «de tú a tú» es además una palabra eficaz; o sea, que no sólo nos comunica un mensaje, sino que por su propio dinamismo realiza aquello que significa o expresa. Si escuchamos con fe lo que Cristo nos dice, experimentaremos gozosamente que esa palabra se hace realidad en nuestra vida.

«Me ha enviado a evangelizar a los pobres». Esta palabra de Cristo es siempre evangelio, buena noticia. Pero sólo puede ser reconocida y experimentada como tal por un corazón pobre. El que se siente satisfecho con las cosas de este mundo no capta la insondable riqueza de la palabra de Cristo ni experimenta su dulzura y su consuelo. Las riquezas entorpecen el fruto de la palabra. Sólo el que se acerca a ella con hambre y sed experimenta la dicha de ser saciado.

Hemos sido consagrados a Cristo en el bautismo. Estamos ungidos por el mismo Espíritu de Dios. Formamos parte de su Cuerpo Místico. Estamos llamados a su misma misión. También en nosotros la Palabra se cumple hoy, y participamos de la misión sacerdotal, profética y real de Cristo. Los bautizados estamos llamados a hacer presente nuestra configuración con Cristo en medio de nuestros ambientes temporales. Es nuestro culto espiritual.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un solo cuerpo.
Cristo, Cabeza de la Iglesia
(787 – 795)

Por la comunicación de su Espíritu a sus hermanos, reunidos de todos los pueblos, Cristo los constituye místicamente en su cuerpo. La unidad del cuerpo no ha abolido la diversidad y las funciones de los miembros. Es el mismo Espíritu el que, según su riqueza y las necesidades de los ministerios, distribuye sus diversos dones para el bien de la Iglesia.

Cristo es la Cabeza del Cuerpo que es la Iglesia. Cristo y la Iglesia son, por tanto, el “Cristo total”. La Iglesia es una con Cristo.

Los fieles de Cristo:
jerarquía, laicos, vida consagrada
(871 – 873)

Son fieles cristianos quienes, incorporados a Cristo por el bautismo, se integran en el Pueblo de Dios y, hechos partícipes a su modo por esta razón de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cada uno según su propia condición, son llamados a desempeñar la misión que Dios encomendó cumplir a la Iglesia en el mundo.

Se da entre todos los fieles una verdadera igualdad en cuanto a la dignidad y acción, en virtud de la cual todos, según su propia condición y oficio, cooperan a la edificación del Cuerpo de Cristo.

Las mismas diferencias que el Señor quiso poner entre los miembros de su Cuerpo sirven a su unidad y a su misión. Porque hay en la Iglesia diversidad de ministerios, pero unidad de misión. A los Apóstoles y sus sucesores les confirió Cristo la función de enseñar, santificar y gobernar en su propio nombre y autoridad. Pero también los laicos, partícipes de la función sacerdotal, profética y real de Cristo, cumplen en la Iglesia y en el mundo la parte que les corresponde en la misión de todo el Pueblo de Dios. En fin, en esos dos grupos [jerarquía y laicos], hay fieles que por la profesión de los consejos evangélicos (pobreza, castidad y obediencia) se consagran a Dios [vida consagrada].

Los fieles laicos.
Su vocación
(897 – 900)

Por laicos (o seglares) se entiende a todos los cristianos, excepto los miembros del orden sagrado y del estado religioso. Son, pues, los cristianos que están incorporados a Cristo por el bautismo, que forman el Pueblo de Dios y que participan de las funciones de Cristo. Sacerdote, Profeta y Rey. Ellos realizan, según su condición, la misión de todo el pueblo cristiano en la Iglesia y en el mundo. Tienen como vocación propia el buscar el Reino de Dios ocupándose de las realidades temporales y ordenándolas según Dios.

Los fieles laicos se encuentran en la línea más avanzada de la vida de la Iglesia; por ellos la Iglesia es el principio vital de la sociedad. La iniciativa de los cristianos laicos es particularmente necesaria cuando se trata de descubrir o de idear los medios para que las exigencias de la doctrina y de la vida cristianas impregnen las realidades sociales, políticas y económicas.

Como todos los fieles, los laicos están encargados por Dios del apostolado en virtud del Bautismo y de la Confirmación y por eso tienen la obligación y gozan del derecho, individualmente o agrupados en asociaciones, de trabajar para que el mensaje divino de salvación sea conocido y recibido por todos los hombres y en toda la tierra; esta obligación es tanto más apremiante cuando sólo por medio de ellos los demás hombres pueden oír el Evangelio y conocer a Cristo. En las comunidades eclesiales, su acción es tan necesaria que, sin ella, el apostolado de los pastores no puede obtener en la mayoría de las veces su plena eficacia.

Participación de los laicos
en la misión sacerdotal de Cristo
(901 – 903)

Los laicos, consagrados a Cristo y ungidos por el Espíritu Santo, están maravillosamente llamados y preparados para producir siempre los frutos más abundantes del Espíritu. En efecto, todas sus obras, si se realizan en el Espíritu, se convierten en sacrificios espirituales agradables a Dios por Jesucristo, que ellos ofrecen con toda piedad a Dios Padre en la celebración de la Eucaristía uniéndolos a la ofrenda del Cuerpo del Señor. De esta manera, también los laicos, como adoradores que llevan una conducta sana, consagran el mundo mismo a Dios. De manera particular, los padres participan de la misión de santificación impregnando de espíritu cristiano la vida conyugal y procurando la educación cristiana de los hijos.

Participación de los laicos
en la misión profética de Cristo
(904 – 907)

Cristo realiza su función profética, no sólo a través de la jerarquía, sino también por medio de los laicos. Él los hace sus testigos y les da el sentido de la fe y la gracia de la palabra. Enseñar a alguien para traerlo a la fe es tarea de todo creyente.

Los laicos cumplen también su misión profética evangelizando, con el anuncio de Cristo comunicado con el testimonio de la vida y de la palabra. En los laicos, esta evangelización adquiere una nota específica y una eficacia particular por el hecho de que se realiza en las condiciones generales de nuestro mundo. Este apostolado no consiste sólo en el testimonio de vida; el verdadero apostolado busca ocasiones para anunciar a Cristo con su palabra, tanto a los no creyentes, como a los fieles.

Tienen el derecho, y a veces incluso el deber, en razón de su propio conocimiento, competencia y prestigio, de manifestar a los Pastores sagrados su opinión sobre aquello que pertenece al bien de la Iglesia y de manifestarla a los demás fieles, salvando siempre la integridad de la fe y de las costumbres y la reverencia hacia los Pastores.

Participación de los laicos
en la misión real de Cristo
(908 – 913)

Por su obediencia hasta la muerte, Cristo ha comunicado a sus discípulos el don de la libertad regia, para que vencieran en sí mismos, con la propia renuncia y una vida santa, al reino del pecado. «El que somete su propio cuerpo y domina su alma, sin dejarse llevar por las pasiones es dueño de sí mismo: Se puede llamar rey porque es capaz de gobernar su propia persona; Es libre e independiente y no se deja cautivar por una esclavitud culpable» (San Ambrosio).

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«En la Sinagoga estaba establecido el pasaje que debía leerse. Pero, sea cual sea el pasaje, hoy está escrito para mí. Tanto si escucho la Escritura en la asamblea de los fieles, como si la escucho en privado, si Tú, Señor, lees por mí, siempre habrá un texto que me dirá algo en la situación en que me encuentro. Y si mi corazón está lleno de ti, descubriré inmediatamente la palabra que me puede dar el empuje y la ayuda que necesito» (Un monje de la Iglesia oriental).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad».

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan».

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz».

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad».

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear».

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad.

Gloria al Padre, y al Hijo, y al Espíritu Santo.
Por los siglos.

Amén.