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9 de noviembre de 2025: Domingo de la Dedicación de la Basílica de Letrán


Fiesta de la Dedicación de la basílica de Letrán en honor de Cristo Salvador, construida por el emperador Constantino como sede de los obispos de Roma. Su anual celebración en toda la Iglesia latina es un signo permanente de amor y de unidad con el Romano Pontífice.

Ez 47, 1-2. 8-9. 12. Vi agua que manaba del templo, y habrá vida allí donde llegue el torrente.
Sal 45. Un río y sus canales alegran la ciudad de Dios, el Altísimo consagra su morada.
1 Cor 3, 9c-11. 16-17. Sois templo de Dios.
Jn 2, 13-22. Hablaba del templo de su cuerpo.

I. LA PALABRA DE DIOS

«Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Jesús realmente murió, pero no permaneció bajo el dominio de la muerte. De manera implícita estas palabras, además del anunció de su muerte y resurrección, dicen más: si la resurrección de un cadáver requiere la intervención divina, al declararse Jesús autor de su propia resurrección, está afirmando su divinidad.

«Él hablaba del templo de su cuerpo». La humanidad de Jesús es el verdadero templo de los cristianos; «Porque en él habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2,3); a su imagen, en medida muy inferior, también el cristiano es «templo de Dios».

«¿No sabéis que sois templo de Dios y que el Espíritu de Dios habita en vosotros?». Cada cristiano que está en gracia de Dios es templo de Dios en el que habita el Espíritu Santo. La comunidad cristiana, la Iglesia, es también Cuerpo místico de Cristo y templo del Espíritu Santo.

«Mire cada cual cómo construye». Una llamada a la responsabilidad que a cada uno le corresponde en la construcción de la comunidad, en la tarea de la edificación de la Iglesia.

«Nadie puede poner otro cimiento fuera del ya puesto, que es Jesucristo». Jesucristo es quién ha puesto los cimientos de la Iglesia sobre los Apóstoles. No se construye la unidad de la Iglesia fuera de la herencia –»La Escritura y a la palabra que había dicho Jesús«: la verdad revelada, el depósito de la fe– recibida de los Apóstoles.

«Si alguno destruye el templo de Dios…»: No se puede pretender «agrandar la tienda», con la excusa de que quepan «¡Todos, todos, todos!», construyendo (añadiendo, cambiando, quitando) fuera de la verdad recibida de los Apóstoles, sería «destruir» el templo de Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús es el nuevo Templo

Cristo es el nuevo Templo. Así lo había anunciado cuando expulsó a los mercaderes del Templo: « Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré».  Él hablaba del templo de su cuerpo»La Humanidad sacratísima de nuestro Señor Jesucristo es la verdadera morada, camino y lugar de nuestro encuentro con Dios.

A partir de la muerte redentora de Cristo en la cruz, pierde sentido el antiguo Templo de Jerusalén. Ahora, en el lugar del Templo está Jesús, el crucificado y resucitado. Todo templo nos remite en definitiva a Él, el verdadero templo y centro de la Iglesia. Ahora la tienda de Dios, la nube de su presencia, se encuentran allí donde se celebra el misterio de su Cuerpo y de su Sangre. Esto quiere decir, que ahora la sacralidad es mayor y más potente, porque es más auténtica de lo que lo era en la Antigua Alianza; y también quiere decir que se ha hecho más vulnerable y requiere de mayor atención y respeto por nuestra parte: no solamente pureza ritual, sino también una completa preparación del corazón.

El lugar de la celebración de la fe
(1179-1186, 1197-1199)

El edificio material de piedra es el signo visible de la Iglesia viva edificada por Dios; el lugar donde, en las celebraciones litúrgicas, hace de nosotros templos vivos de su gloria, edificados sobre su Hijo Jesucristo, piedra angular de la misma. Por ello, desde muy antiguo se llamó «iglesia» al edificio en el cual la comunidad cristiana se reúne para escuchar la palabra de Dios, para orar unida, para recibir los sacramentos y celebrar la eucaristía.

El templo debe ser un espacio que invite al recogimiento y a la oración silenciosa, que prolonga e interioriza la gran plegaria de la Eucaristía.

El templo tiene una significación escatológica. Para entrar en la casa de Dios ordinariamente se franquea un umbral, símbolo del paso desde el mundo herido por el pecado al mundo de la vida nueva al que todos los hombres son llamados. La Iglesia visible simboliza la casa paterna hacia la cual el pueblo de Dios está en marcha y donde el Padre «enjugará toda lágrima de sus ojos» (Ap 21,4). Por eso también la Iglesia es la casa de todos los hijos de Dios, ampliamente abierta y acogedora.

Significado de los distintos elementos de las iglesias:

El altar es símbolo de Cristo. Los antiguos Padres de la Iglesia no dudaron en afirmar que Cristo fue, al mismo tiempo, Sacerdote, Víctima y Altar de su propio sacrificio: el Padre lo ungió con el Espíritu Santo y lo constituyó sumo Sacerdote para que, en el altar de su cuerpo, ofreciera el sacrificio de su vida por la salvación de todos.

El altar cristiano es ara del sacrificio eucarístico y al mismo tiempo la mesa del Señor, alrededor de la cual los sacerdotes y los fieles, en una misma acción pero con funciones diversas, celebran el memorial de la muerte y resurrección de Cristo y comen la Cena del Señor. Por eso, el altar, como mesa del banquete sacrificial, se viste con manteles y adorna festivamente con velas y flores. Ello significa claramente que es la mesa del Señor, a la cual todos los fieles se acercan alegres para nutrirse con el alimento celestial que es el cuerpo y la sangre de Cristo inmolado.

El sagrario (o tabernáculo) debe estar situado dentro de las iglesias en un lugar de los más dignos con el mayor honor. La nobleza, la disposición y la seguridad del tabernáculo eucarístico deben favorecer la adoración del Señor realmente presente en el Santísimo Sacramento del altar.

La sede del sacerdote debe significar el oficio de presidente de la asamblea y director de la oración.

El ambón: la dignidad de la Palabra de Dios exige que en la iglesia haya un sitio reservado para su anuncio, hacia el que, durante la liturgia de la Palabra, se vuelva espontáneamente la atención de los fieles.

La pila bautismal: la reunión del pueblo de Dios comienza por el Bautismo; por tanto, el templo debe tener lugar apropiado para la celebración del Bautismo (baptisterio o capilla bautismal) y favorecer el recuerdo de las promesas del bautismo con el agua bendita.

El confesionario: la renovación de la vida bautismal exige la penitencia. Por tanto el templo debe estar preparado para que se pueda expresar el arrepentimiento y la recepción del perdón, lo cual exige asimismo un lugar apropiado.

Los santos Óleos. El Santo Crisma, cuya unción es signo sacramental del sello del don del Espíritu Santo, es tradicionalmente conservado y venerado en un lugar seguro del santuario, junto con el Óleo de los Catecúmenos y el de los Enfermos.

Las imágenes sagradas están destinadas a despertar y alimentar nuestra fe en el Misterio de Cristo. A través del icono de Cristo y de sus obras de salvación, es a Él a quien adoramos. A través de las sagradas imágenes de la Santísima Madre de Dios, de los ángeles y de los santos, veneramos a quienes en ellas son representados.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Todo lo que implica irreverencia a las cosas sagradas es injuria que se hace a Dios, y constituye un sacrilegio. En el sacrilegio hallamos una razón especial de deformidad, porque con él se viola una cosa sagrada al no tratarla con el debido respeto. Si uno viola una cosa sagrada, va en contra por eso mismo de la reverencia a Dios debida y peca, por consiguiente, con pecado de irreligiosidad (Santo Tomás de Aquino).

Estos lugares sagrados no pueden ser profanados por otras actividades que no sean la oración, el silencio y la liturgia. La iglesia es la casa de Dios. Está reservada exclusivamente para Él. Entramos con respeto y veneración, debidamente vestidos, porque temblamos ante la grandeza de Dios. No temblamos de miedo, sino de respeto, de estupor y admiración (Card. Robert Sarah).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Oh, Dios,
que preparas una morada eterna a tu majestad
con piedras vivas y elegidas,
multiplica en tu Iglesia

el espíritu de gracia que le has dado,
de modo que tu pueblo fiel
crezca siempre
para la edificación
de la Jerusalén del cielo.

Por  Jesucristo nuestro Señor. Amén.

1 de noviembre de 2025: Solemnidad de Todos los Santos


“!Oh glorioso reino en el que reinan con Cristo todos los santos!”

Ap 7,2-4.9-14: “Vi una muchedumbre inmensa, que nadie podría contar, de todas las naciones, razas, pueblos y lenguas”
Sal 23,: “Esta es la generación que busca tu rostro, Señor”
1 Jn 3,1-3: “Veremos a Dios tal cual es”
Mt 5,1-12a: “Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en el cielo”

I. LA PALABRA DE DIOS

Bajo la simbología de «el número de los sellados» está designada la Iglesia entera. «El sello del Dios vivo» es signo de pertenencia a Dios y garantía de la protección divina. Mencionando primero a la tribu de Judá, de la que procedía Jesús, recorre todas las tribus de Israel, el antiguo pueblo que dio paso a los marcados con el sello de Jesucristo.

El evangelio de hoy es el discurso inaugural programático de Jesús. Habla de reforma interior, de las actitudes internas necesarias para el nuevo tipo de existencia o nuevo estilo de vida llamado «salvación», «reino de Dios», «vida nueva», o, como dijo san Pablo VI y le gustaba repetir a san Juan Pablo II, «la civilización del amor». «Las bienaventuranzas no tienen como objeto, propiamente unas normas particulares de comportamiento, sino que se refieren a actitudes y disposiciones básicas de la existencia y, por consiguiente, no coinciden con los mandamientos. Pero no hay separación o discrepancia entre bienaventuranzas y mandamientos, pues ambos se refieren al bien, a la vida eterna. Las bienaventuranzas son, ante todo, promesas de las que también se derivan, de forma indirecta, indicaciones normativas para la vida moral. En su profundidad original son una especie de autorretrato de Cristo y, precisamente por esto , son invitaciones a su seguimiento y a la comunión de vida con él» (san Juan Pablo II).

Los «pobres en el espíritu»  de san Mateo se identifican con todos aquellos que tienen a Dios como fundamento de su esperanza, conscientes de su radical necesidad de Dios; son los humildes, más bien que los que carecen de bienes materiales (san León Magno). Se parecerían a «los mansos» de la tercera bienaventuranza, no precisamente porque les haya tocado en suerte un temperamento tranquilo. La mansedumbre incluye corrección y cortesía, humildad y moderación; es virtud propia de quien aprende como discípulo y de quien enseña como maestro. La mansedumbre en persona es Jesús. Quien aprende mansedumbre en la escuela de Jesús será feliz y heredará la tierra. El consuelo que se promete a «los que lloran» vendría de que lamentaban los pecados del pueblo. El «hambre y sed de justicia»  es el afán por la santidad, por la fidelidad a la voluntad de Dios. La misericordia es habitual en los evangelios, y el premio para quien la tiene es recibirla de otros. Jesús bendice a «los limpios de corazón», es decir, a los de pureza interior; los leales con Dios. La actitud profunda de tales personas es «la no doblez». Son «bienaventurados los que trabajan por la paz», porque son reconciliadores, pacificadores. «Los perseguidos por causa de la justicia», por ser fieles a Dios. Todas las bienaventuranzas son explicitaciones de la primera; «los pobres» son: los que sufren, los mansos, los pacificadores, los perseguidos, etc.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La comunión con los santos
(954 — 957. 960 — 961)

Los tres estados de la Iglesia: Iglesia peregrina, Iglesia purgante e Iglesia triunfante. Hasta que el Señor venga en su esplendor con todos sus ángeles y, destruida la muerte, tenga sometido todo, sus discípulos, unos peregrinan en la tierra; otros, ya difuntos, se purifican; mientras otros están glorificados, contemplando claramente a Dios mismo, uno y trino, tal cual es. Todos, sin embargo, aunque en grado y modo diversos, participamos en el mismo amor a Dios y al prójimo y cantamos en mismo himno de alabanza a nuestro Dios. Todos los de Cristo, que tienen su Espíritu, forman una misma Iglesia y están unidos entre sí en Él.

Al venerar a los santos, no veneramos el recuerdo de los del cielo tan sólo como modelos nuestros, sino, sobre todo, para que la unión de toda la Iglesia en el Espíritu se vea reforzada por la práctica del amor fraterno. Así como la unión entre los cristianos todavía en camino nos lleva más cerca de Cristo, así la comunión con los santos nos une a Cristo, del que mana, como de Fuente y Cabeza, toda la gracia y la vida del Pueblo de Dios.

La unión de los miembros de la Iglesia peregrina con los hermanos que durmieron en la paz de Cristo de ninguna manera se interrumpe con la muerte. Más aún, según la constante fe de la Iglesia, se refuerza con la comunicación de los bienes espirituales. Por el hecho de que los del cielo están más íntimamente  unidos con Cristo, consolidan más firmemente a toda la Iglesia en la santidad, no dejan de interceder por nosotros ante el Padre. Presentan por medio del único Mediador entre Dios y los hombres, Cristo Jesús, los méritos que adquirieron en la tierra. Su solicitud fraterna ayuda, pues, mucho a nuestra debilidad. La Iglesia es «comunión de los santos», en Cristo que ha «muerto por todos», de modo que lo que cada uno hace o sufre en y por Cristo da fruto para todos.

La comunión con los difuntos
(958)

La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de esta comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, desde los primeros tiempos del cristianismo honró con gran piedad el recuerdo de los difuntos y también ofreció por ellos oraciones «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (2 M 12, 45). Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino también hacer eficaz su intercesión en nuestro favor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No lloréis, os seré más útil después de mi muerte y os ayudaré más eficazmente que durante mi vida» (Santo Domingo, moribundo, a sus hermanos).

«Creemos en la comunión de todos los fieles cristianos, es decir, de los que peregrinan en la tierra, de los que se purifican después de muertos y de los que gozan de la bienaventuranza celeste, y que todos se unen en una sola Iglesia; y creemos igualmente que en esa comunión está a nuestra disposición el amor misericordioso de Dios y de sus santos, que siempre ofrecen oídos atentos a nuestras oraciones» (san Pablo VI).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Peregrinos del reino celeste,
hoy, con nuestras plegarias y cantos,
invocamos a todos los santos,
revestidos de cándida veste.

Estos son los que a Cristo siguieron,
y por Cristo la vida entregaron,
en su sangre de Dios se lavaron,
testimonio de amigos le dieron.

Solo a Dios en la tierra buscaron,
y de todos hermanos se hicieron.
Porque a todos sus brazos se abrieron,
estos son los que a Dios encontraron.

Desde el cielo, nos llega cercana
su presencia y su luz guiadora:
nos invitan, nos llaman ahora,
compañeros seremos mañana.

Animosos, sigamos sus huellas,
nuestro barro será transformado
hasta verse con Cristo elevado
junto a Dios en su cielo de estrellas.

Gloria a Dios, que ilumina este día:
gloria al Padre, que quiso crearnos,
gloria al Hijo, que vino a salvarnos,
y al Espíritu que él nos envía. 
Amén.

2 de noviembre de 2025: DOMINGO, Conmemoración de todos los fieles difuntos


SUFRAGIOS, la memoria provechosa para nuestros difuntos

Las Misas no son homenajes a los difuntos

Ofrecemos la Misa, no en honor, ni como homenaje a los difuntos, ni como un mero acto de recuerdo entrañable; sino en sufragio de sus almas, para el perdón y la purificación de sus pecados.

Sentimos naturalmente el dolor, por la separación temporal de una persona querida, pero también el gozo sereno que nos da la esperanza en la resurrección. Porque creemos en la misericordia de Dios, en el perdón de los pecados y en la vida eterna.

¿Cómo podemos ayudar de verdad
a nuestros difuntos?

La oración por los difuntos

Orar por los difuntos es una obra de misericordia y un acto de justicia y caridad. ¿Quién no siente la necesidad de hacer llegar a los propios seres queridos que ya se fueron un signo de bondad, de gratitud o también de petición de perdón? Una convicción fundamental del cristianismo de todos los siglos, y que sigue siendo también hoy una experiencia consoladora, es que el amor puede llegar hasta el más allá; que es posible un recíproco dar y recibir, en el que estamos unidos unos con otros con vínculos de afecto, más allá del confín de la muerte.

El cristiano no está solo en su camino de conversión. En Cristo y por medio de Cristo la vida del cristiano está unida con un vínculo misterioso a la vida de todos los demás cristianos en la unidad sobrenatural del Cuerpo místico. Nuestra oración por ellos puede no solamente ayudarles sino que también hace eficaz su intercesión en nuestro favor. «No dudemos, pues,  en socorrer a los que han partido y en ofrecer nuestras plegarias por ellos» (San Juan Crisóstomo).

La Iglesia vive la comunión de los Santos. En la Eucaristía esta comunión, que es don de Dios, actúa como unión espiritual que nos une a los creyentes con los Santos y los Beatos, cuyo número es incalculable (Cf. Ap 7,4). Su santidad viene en ayuda de nuestra fragilidad, y así la Madre Iglesia es capaz con su oración y su vida de encontrar la debilidad de unos con la santidad de otros.

La mejor ayuda a nuestros difuntos:
Misas e indulgencias

Dado que nadie conoce el estado en que una persona muere, la Iglesia celeste y la que peregrina en el mundo interceden por los difuntos para que alcancen la perfección necesaria para ver a Dios. La Iglesia peregrina, perfectamente consciente de la comunión de todo el Cuerpo místico de Jesucristo, siempre ha honrado la memoria de los difuntos y ha enseñado que, por el misterio de la comunión de los santos, podemos ayudar a nuestros difuntos —las almas del Purgatorio—, pues después de la muerte ya no pueden merecer para sí mismos, mediante la oración, las limosnas, los sacrificios y obras de penitencia, las indulgencias en su favor y especialmente ofreciendo por ellos la Santa Misa pidiendo por el perdón de sus pecados y su eterno descanso, y agradeciendo los beneficios que recibieron en vida, «pues es una idea santa y provechosa orar por los difuntos para que se vean libres de sus pecados» (Cf. 2 M 12, 45). De este modo, se establece entre los fieles un maravilloso intercambio de bienes espirituales, por el cual la santidad de uno beneficia a los otros, mucho más que el daño que su pecado les haya podido causar. El cristiano no teme el trance de la muerte ni la purificación que viene tras ella, pues es obra del amor de Dios que perfecciona a su criatura.

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