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5 de febrero de 2023: DOMINGO V ORDINARIO “A”


«A todos ha de llegar la luz de Cristo,
para que todos den gloria al Padre»

Is 58,7-10: «Surgirá tu luz como la aurora»
Sal 111: «El justo brilla en las tinieblas como una luz»
1Co 2,1-5: «Os anuncié el misterio de Cristo crucificado»
Mt 5,13-16: «Vosotros sois la luz del mundo»

I. LA PALABRA DE DIOS

El camino de los hombres para encontrarse con Dios y glorificarlo es el de las obras buenas de los discípulos de Jesús. Las obras buenas de los cristianos hacen descubrir a Dios como «amor». Los discípulos de Jesús son para sus hermanos los hombres «sal y luz» cuando, mediante las buenas obras y renunciando a si mismos, hacen visible y comunican el amor de Jesucristo. El discípulo de Jesús «ha de ser vela encendida, que a todos resplandece y sólo para sí arde: a sí se gasta y a los demás alumbra» (Francisco de Quevedo).

Esas buenas obras son: «parte tu pan con el hambriento, hospeda a los pobres sin techo, viste al que va desnudo»… Con ellas «romperá tu luz como la aurora, y detrás irá la gloria del Señor».

Ser luz y sal es saber que nadie hay inútil, si sabe poner lo que tiene a disposición de todos. Si te dejas iluminar por Cristo serás cristiano. Si por ti llega a otros su luz, serás testigo.

«Para que vean vuestras buenas obras y glorifiquen a vuestro Padre». Glorificar a Dios es reconocerlo como el Dios verdadero, que actúa en quienes viven según el espíritu de las bienaventuranzas. La gloria, el resplandor que reviste cualquier intervención divina entre los hombres, es signo de su presencia activa en los cristianos, y provoca en los no creyentes de buena voluntad admiración y reconocimiento de la santidad divina. «Los buenos, entre los malos, con su vida y obras predican más que los que predican en los púlpitos, pues más es obrar que hablar» (San Francisco Javier).

San Pablo sufrió mucho y pasó una gran aflicción por la Iglesia de Corinto. Se presentó ante ellos «débil y temblando de miedo», «nunca entre vosotros me precié de saber cosa alguna, sino a Jesucristo, y este crucificado»  (2.a Lect.). La cruz es la gran obra del amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La luz del mundo significada en el Bautismo
(1243)

Por Cristo, con Él y en Él, los bautizados son «la luz del mundo». La vestidura blanca simboliza que el recién bautizado se ha «revestido de Cristo»; que ha resucitado con Cristo. El cirio que se enciende en el cirio pascual significa que Cristo ha iluminado con su Luz al nuevo cristiano. 

El nuevo Pueblo de Dios,
sal de la tierra y luz del mundo
(782)

Dios quiso santificar y salvar a los hombres no individualmente y aislados, sin conexión entre sí sino haciendo de ellos un pueblo para que le conocieran de verdad y le sirvieran con una vida santa. La misión del Pueblo de Dios es ser la sal de la tierra y la luz del mundo. Es un germen muy seguro de unidad, de esperanza y de salvación para todo el género humano.

La fidelidad de los bautizados,
 fundamento de la evangelización
 (2044  2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son en si mismo eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles. 

El deber de los cristianos de tomar parte en la vida de la Iglesia, los impulsa a actuar como testigos del Evangelio y de las obligaciones que de él se derivan. Este testimonio es transmisión de la fe en palabras y obras

El testimonio es un acto de justicia que establece o da a conocer la verdad. Todos los fieles cristianos, dondequiera que vivan están obligados a manifestar con el ejemplo de su vida y el testimonio de su palabra al hombre nuevo de que se revistieron por el bautismo y la fuerza del Espíritu Santo que les ha fortalecido con la confirmación.

Los discípulos de Cristo se han «revestido del Hombre Nuevo, creado según Dios en la justicia y santidad de la verdad». Desechando la mentira, deben rechazar toda malicia y todo engaño, hipocresías, envidias y toda clase de maledicencias.

El martirio, testimonio supremo de la verdad
 (2472  2474)

Ante Pilato, Cristo proclama que había «venido al mundo: para dar testimonio de la verdad»  (Jn 18, 37). El cristiano no debe «avergonzarse de dar testimonio del Señor». En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad, a ejemplo de san Pablo ante sus jueces. Debe guardar una «conciencia limpia ante Dios y ante los hombres».

Mártir significa «testigo«. El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza. «Déjenme ser pasto de las fieras. Por ellas me será dado llegar a Dios» (S. Ignacio de Antioquía).

Con el más exquisito cuidado, la Iglesia ha recogido los recuerdos de quienes llegaron hasta el extremo para dar testimonio de su fe. Son las Actas de los Mártires, que constituyen los archivos de la Verdad escritos con letras de sangre.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

En el Bautismo, «por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los Cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios  Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (San Basilio).

«Te bendigo por haberme juzgado digno de este día y esta hora, digno de ser contado en el número de tus mártires… Has cumplido tu promesa, Dios de la fidelidad y de la verdad. Por esta gracia y por todo te alabo, te bendigo, te glorifico por el eterno y celestial Sumo Sacerdote, Jesucristo, tu Hijo amado. Por El, que está contigo y con el Espíritu, te sea dada gloria ahora y en los siglos venideros. Amén» (S. Policarpo, mártir).

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mí morir para unirme a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca… (S. Ignacio de Antioquía, mártir).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Dame, Señor, la firme voluntad,
compañera y sostén de la virtud;
la que sabe en el golfo hallar quietud
y, en medio de las sombras, claridad;

la que trueca en tesón la veleidad,
y el ocio en perennal solicitud,
y las ásperas fiebres en salud,
y los torpes engaños en verdad.

Y así conseguirá mi corazón
que los favores que a tu amor debí
le ofrezcan algún fruto en galardón…

Y aún tú, Señor, conseguirás así
que no llegue a romper mi confusión
la imagen tuya que pusiste en mí. Amén.

DOMINGO X ORDINARIO “A”


«Marginados o pecadores, todos tenemos sitio junto a Jesucristo»

Os 6,3b-6: «Quiero misericordia y no sacrificio»
Sal 49: «Al que sigue buen camino le haré ver la salvación de Dios»
Rm 4,18-15: «Se fortaleció en la fe, dando gloria a Dios»
Mt 9,9-13: «No he venido a llamar a justos sino a pecadores»

I. LA PALABRA DE DIOS

A Dios no le agrada un acto meramente de culto si no se da un verdadero acercamiento a Él por el amor. «Quiero misericordia y no sacrificio; conocimiento de Dios más que holocaustos».

«Sígueme». Una vez más la voz de Jesús resuena nítida y poderosa. Una vez más Él se adelanta, toma la iniciativa. Y una vez más levanta al hombre de su postración. Mateo estaba «sentado al mostrador de sus impuestos»; pero estaba sobre todo hundido en su codicia, en su afán de poseer. «Él se levantó y lo siguió». Remite a otras escenas evangélicas; por ejemplo, la resurrección de Lázaro: «Lázaro, sal fuera». Levantar a Mateo de la postración y de la corrupción de su pecado no es menor milagro que hacer salir a Lázaro de la tumba cuando ya olía mal.

«Muchos publicanos y pecadores… se sentaban con Jesús». El Hijo de Dios se ha hecho hombre para eso, para compartir la mesa de los pecadores. No rechaza a nadie, no se escandaliza de nada. Sabe que todo hombre está enfermo, y ha venido precisamente como médico, para buscar a los pecadores, para sanar la enfermedad peor y más terrible: el pecado que gangrena y destruye en su raíz la vida y la felicidad de los hombres.

«Misericordia quiero». Una vez más, Jesús tiene que enfrentarse con la dureza de corazón de los fariseos. En cambio Mateo, pecador público, ha experimentado la misericordia de Jesús, su amor gratuito; y por eso se convierte en instrumento de ese amor y de esa misericordia para muchos otros. Lo que él ha recibido gratis lo ofrece –también gratuitamente– a los demás. La conversión de Mateo es ocasión de conversión para muchos otros y Jesucristo confirma la misma llamada a la conversión y a la misericordia. Busca a los marginados, «publicanos y pecadores», come con ellos, invita a algunos a seguirle para incorporarlos al grupo de los íntimos, con el consiguiente escándalo de los que se tenían por justos. Los defiende y proclama:  «no he venido a llamar a justos sino a pecadores«.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El respeto a la persona
deriva de su dignidad
(1930-1938)

Creados a imagen del Dios único, dotados de una misma alma racional, todos los hombres poseen una misma naturaleza y un mismo origen. Rescatados por el sacrificio de Cristo, todos son llamados a participar en la misma bienaventuranza divina: todos gozan por tanto de una misma dignidad.

La igualdad entre los hombres se deriva esencialmente de su dignidad personal y de los derechos que dimanan de ella: «Hay que superar y eliminar, como contraria al plan de Dios, toda forma de discriminación en los derechos fundamentales de la persona, ya sea social o cultural, por motivos de sexo, raza, color, condición social, lengua o religión». (GS 29,2).

El respeto de la persona humana implica el de los derechos que se derivan de su dignidad de criatura. Estos derechos son anteriores a la sociedad y se imponen a ella. Fundan la legitimidad moral de toda autoridad: menospreciándolos o negándose a reconocerlos en su legislación positiva, una sociedad mina su propia legitimidad moral. Sin este respeto, una autoridad sólo puede apoyarse en la fuerza o en la violencia para obtener la obediencia de sus súbditos.

El respeto a la persona humana pasa por el respeto del principio: «que cada uno, sin ninguna excepción, debe considerar al prójimo como ‘otro yo’, cuidando, en primer lugar, de su vida y de los medios necesarios para vivirla dignamente» (GS 27,1).

El deber de hacerse prójimo de otro y de servirle activamente se hace más acuciante todavía cuando éste está más necesitado en cualquier sector de la vida humana. «Cuanto hicieron a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicieron» (Mt 25,40).

Este deber se extiende a los que no piensan ni actúan como nosotros. La enseñanza de Cristo exige incluso el perdón de las ofensas. Extiende el mandamiento del amor que es el de la nueva ley a todos los enemigos (cf Mt 5,43-44). La liberación en el espíritu del evangelio es incompatible con el odio al enemigo en cuanto persona, pero no con el odio al mal que hace en cuanto enemigo.

Existen también desigualdades escandalosas que afectan a millones de hombres y mujeres. Están en abierta contradicción con el evangelio: «La igual dignidad de las personas exige que se llegue a una situación de vida más humana y más justa. Pues las excesivas desigualdades económicas y sociales entre los miembros o los pueblos de una única familia humana resultan escandalosas y se oponen a la justicia social, a la equidad, a la dignidad de la persona humana y también a la paz social e internacional» (GS 29,3).

La solidaridad,
exigencia de la fraternidad
(1939-1942)

El principio de solidaridad es una exigencia directa de la fraternidad humana y cristiana: Un error, «hoy ampliamente extendido, es el olvido de esta ley de solidaridad humana y de caridad, dictada e impuesta tanto por la comunidad de origen y la igualdad de la naturaleza racional en todos los hombres, cualquiera que sea el pueblo a que pertenezca, como por el sacrificio de redención ofrecido por Jesucristo en el altar de la cruz a su Padre del cielo, en favor de la humanidad pecadora» (Pío XII).

La virtud de la solidaridad va más allá de los bienes materiales. Difundiendo los bienes espirituales de la fe, la Iglesia ha favorecido a la vez el desarrollo de los bienes temporales, al cual con frecuencia ha abierto vías nuevas. Así se han verificado a lo largo de los siglos las palabras del Señor: «Busquen primero su Reino y su justicia, y todas esas cosas se les darán por añadidura» (Mt 6,33):

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Desde hace dos mil años vive y persevera en el alma de la Iglesia ese sentimiento que ha impulsado e impulsa todavía a las almas hasta el heroísmo caritativo de los monjes agricultores, de los libertadores de esclavos, de los que atienden enfermos, de los mensajeros de fe, de civilización, de ciencia, a todas las generaciones y a todos los pueblos con el fin de crear condiciones sociales capaces de hacer posible a todos una vida digna del hombre y del cristiano» (Pío XII).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto!)
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo.

DOMINGO IX ORDINARIO “A”


 «Creyente puede ser quien sólo cree; cristiano, quien cree y vive lo creído»

Dt 11,18.26-28.32: «Mira: yo os propongo bendición y maldición»
Sal 30: «Señor, sé la roca de mi refugio»
Rm 3,21-25a.28: «El hombre es justificado por la fe, sin obras de la ley»
Mt 7, 21-27: «La casa edificada sobre roca y la casa edificada sobre arena».

 

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, del libro del Deuteronomio, Dios nos dice: «Meted estas palabras mías en vuestro corazón y en vuestra alma». Es decir, Dios no sólo quiere que escuchemos con amor su Palabra, sino también que la hagamos vida. La fe tiene que ser el principio y el fundamento de todo nuestro obrar cristiano. No basta la fe para salvarse, son necesarias las obras, y éstas deben estar de acuerdo con la fe.

Lo dicho anteriormente no está, de ninguna manera, en contradicción con lo que sostiene San Pablo: «el hombre es justificado por la fe, sin obras de la Ley». La Ley divina nos hace conocedores del pecado, pero no nos hace justos ante Dios. Aún cumpliéndola, esa Ley, por sí misma, es incapaz de justificar al pecador. Aquí Lutero cambió el texto y añadió por su cuenta: «Solamente por la fe»; pero san Pablo no dice eso. El contraste no está entre «fe» y «obras», sino entre «fe» y «Ley» (obras de la Ley de Moisés).

Somos salvados (justificados) por la amorosa actuación salvífica de Dios, «la justicia de Dios», que «se ha manifestado» plenamente en Jesucristo; y también en nosotros, mediante la fe en Él, gracias a su obra redentora. 

«Justicia» y «justificación» son como el anverso y el reverso de una misma moneda: Dios actúa gratuitamente en nosotros, (nos da la «justificación», nos «justifica»), y, en nuestra respuesta de fe, nos hace pasar de pecadores a justos (es decir, «santos»); es, por tanto, mucho más que un «indulto», que dejaría al pecador siendo interiormente pecador. Esa gracia de Dios (la justificación), si no la rechazamos por el pecado, permanece en nosotros y nos impulsa a actuar justamente (es decir, a vivir conforme a la justicia de Dios). 

Somos salvados «por la fe en Jesucristo». Creer en Cristo consiste en adherirse a Jesucristo redentor en su entrega a la voluntad del Padre. Somos justificados por la fe, porque la fe es el comienzo de la salvación del hombre, el fundamento y la raíz de toda justificación; sin ella es imposible agradar a Dios y llegar a compartir la suerte de sus hijos. Y somos justificados gratuitamente, porque nada de lo que precede a la justificación (sean la fe o las obras) merecen la gracia misma de la justificación.

El hombre «sensato», «prudente» o «sabio» es el que escucha la Palabra de Dios y la pone en práctica. Dice Jesús, «el que hace la voluntad de mi Padre»: ese es el que «edificó su casa sobre roca». En cambio, el que escucha la Palabra y no la pone por obra, no la vive, es un «necio» o un «imprudente» que «edificó su casa sobre arena». Ha tomado el nombre de Dios en vano.  Hay muchos que pueden tener a Dios en la boca todo el día ««Señor, Señor»»; pueden profetizar, pueden echar demonios, pueden incluso hacer milagros, creyendo que lo hacen en nombre de Dios, pero a estos, un día   «yo les declararé —dice Jesús—: «Nunca os he conocido. Alejaos de mí, los que obráis la iniquidad«».

En resumen: somos salvados gratuitamente por la fe en Cristo, y la fe en Cristo consiste en obrar como Cristo, cumpliendo la voluntad del Padre. La carta de Santiago es muy clara en esto: «la fe: si no tiene obras, está muerta por dentro»; y la fe no consiste en palabras (Señor, Señor…), sino en obras (cumplir la voluntad del Padre): «muéstrame esa fe tuya sin las obras, y yo con mis obras te mostraré la fe». «Hasta los demonios creen, y tiemblan» (cf. St 2,14ss).  

La vida misma del hombre avala la eficacia del obrar por encima del decir. Al hombre que actúa y lo hace de acuerdo con sus convicciones, se le admira, incluso sin compartir sus ideas. Al que cifra su vida en grandes palabras, solemnes discursos y nulas acciones, al principio se le escucha; poco después, ni eso.

 II. LA FE DE LA IGLESIA

La Ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1986)

La Ley antigua se resume en los Diez mandamientos. Fue revelada por Dios a Moisés y contiene muchas verdades accesibles a la razón. Dios las reveló porque los hombres no las leían en su corazón. Esta Ley de Moisés o Ley antigua es una preparación para la Ley evangélica o Ley nueva, que es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada.

La Ley nueva o Ley evangélica es obra de Cristo y se expresa particularmente en el Sermón de la montaña. Es también obra del Espíritu Santo, y por Él viene a ser la ley interior de la caridad.

La ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Obra por la caridad, utiliza el Sermón del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de hacerlo.

La Ley evangélica lleva a plenitud los mandamientos de la Ley. Lejos de abolir o devaluar las prescripciones morales de la Ley antigua, extrae de ella las virtualidades ocultas y hace surgir de ella nuevas exigencias.

La Ley nueva practica los actos de la religión: la limosna, la oración y el ayuno, ordenándolos al «Padre que ve en lo secreto» por oposición al deseo «de ser visto por los hombres». Su oración es el Padre Nuestro. 

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» y la práctica de las palabras del Señor; está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque esta es la Ley y los profetas».

Toda la Ley evangélica está contenida en el «mandamiento nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado.

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo, más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer», y también a la condición de hijo heredero.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Toda la pretensión de quien comienza oración (y no se olvide esto, que importa mucho), ha de ser trabajar y determinarse y disponerse, con cuantas diligencias pueda a hacer su voluntad conformar con la de Dios; estad muy ciertos que en esto consiste toda la mayor  perfección que se puede alcanzar en el camino espiritual» (Santa Teresa de Jesús).

«El que quiera meditar con piedad y perspicacia el Sermón que nuestro Señor pronunció en la montaña, según lo leemos en el Evangelio de San Mateo, encontrará en él sin duda alguna la carta perfecta de la vida cristiana… Este Sermón contiene todos los preceptos propios para guiar la vida cristiana» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Este es el tiempo en que llegas,
Esposo, tan de repente,
que invitas a los que velan
y olvidas a los que duermen

Salen cantando a tu encuentro
doncellas con ramos verdes
y lámparas que guardaron
copioso y claro el aceite

¡Cómo golpean las necias
las puertas de tu banquete!
¡Y cómo lloran a oscuras
los ojos que no han de verte!

Mira que estamos alerta,
Esposo, por si vinieres,
y está el corazón velando,
mientras los ojos se duermen

Danos un puesto a tu mesa,
Amor que a la noche vienes,
antes que la noche acabe
y que la puerta se cierre. Amén