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Domingo, 1º de enero de 2023: SOLEMNIDAD DE SANTA MARÍA, MADRE DE DIOS


«Bienaventurado el vientre que te llevó
y los pechos que te criaron»

Nm 6,22-27: «Invocarán mi nombre sobre los hijos de Israel y yo los
bendeciré»
Sal 66: «Que Dios tenga piedad y nos bendiga»
Ga 4,4-7: «Envió Dios a su Hijo, nacido de mujer»
Lc 2,16-21: «Encontraron a María y a José y al Niño. Y a los ocho días, le pusieron por nombre Jesús»

I. LA PALABRA DE DIOS

La historia del hombre ha sido bendecida por Dios, por eso el creyente mira al mañana con esperanza. Su fundamento son las promesas de Dios. Y estas promesas tienen rostro y nombre: Abraham, Moisés… y Jesús. Cristo Jesús hace que llegue la benevolencia y bendición divina a todos los pueblos de la tierra año tras año, hasta el fin del mundo.

«El Señor te bendiga y te proteja». La primera lectura hace alusión al inicio del año civil. Sólo podemos comenzar adecuadamente un nuevo año de nuestra vida y de la historia del mundo implorando la bendición de Dios. Apoyados en esta bendición podemos mirar el futuro con esperanza. Solamente sostenidos por ella podremos afrontar las luchas y dificultades de cada día.

«Nacido de mujer». El Hijo de Dios es verdaderamente hombre porque ha nacido de María. Por eso María es Madre de Dios. Y por eso ocupa un lugar central en la fe y en la espiritualidad cristianas. Por toda la eternidad Jesús será el nacido de mujer, el hijo de María. Este es el designio providencial de Dios. Ella es la colaboradora de Dios para entregar a su Hijo al mundo. Y esto que realizó una vez por todos lo sigue realizando en cada persona.

«Encontraron a María y a José, y al niño». No podemos separar lo que Dios ha unido. Ni María sin Jesús, ni Jesús sin María. Ni ellos sin José. No se trata de lo que los hombres queramos pensar o imaginar, sino de cómo Dios ha hecho las cosas en su plan de salvación. Nuestra espiritualidad personal subjetiva ha de adecuarse a la objetividad del proyecto de Dios.

Dios ha «bendecido» especialmente a María para hacerla Madre de Dios, y la «bendición» ha culminado en la Maternidad. María sabe que no es ella la depositaria última de Cristo como definitiva bendición del Padre. Ella es la primera de los bendecidos, pero el don es para toda la humanidad: Cristo nos es dado a todos.

«María, por su parte, conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón». Además de presentar a María como observadora, reflexiva, inteligente y de profunda vida interior, el evangelista san Lucas parece querer aludir a su principal fuente de información directa o indirecta (quizá a través de Juan), de estos relatos acerca de la infancia de Jesús.

«Se cumplieron los ocho días para circuncidar al niño». La Circuncisión de Jesús es el signo de su inserción en la descendencia de Abraham, en el pueblo de la alianza, de su sumisión a la Ley, y de su consagración al culto de Israel en el que participará a lo largo de toda su vida. Un misterio (junto con el de su Presentación en el Templo y la Purificación de María) que expresa la voluntad del Hijo de Dios de someterse a una ley que no le obligaba, para redimir a los que estaban bajo la Ley (Gal 4,5), a los perdidos por la desobediencia (cf Rm 5,19).

«Le pusieron por nombre  Jesús». En el centro del versículo, y de toda la historia humana, hay un nombre que hizo suyo, hace veinte siglos, un niño aldeano; Dios, cuyo nombre es oculto (Gn 32,30; Ex 3,14), tiene ya nombre de verdadera criatura humana.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, verdadero Dios y verdadero hombre
(466)

La humanidad de Cristo no tiene más sujeto que la Persona divina del Hijo de Dios, que la ha asumido y hecho suya desde su concepción. Por eso el concilio de Efeso proclamó en el año 431 que María llegó a ser con toda verdad Madre de Dios mediante la concepción humana del Hijo de Dios en su seno: Madre de Dios, no porque el Verbo de Dios haya tomado de ella su naturaleza divina, sino porque es de ella, de quien tiene el cuerpo sagrado dotado de un alma racional, unido a la persona del Verbo, de quien se dice que el Verbo nació según la carne.

María, Madre de Dios
(495, 503, 508)

De la descendencia de Eva, Dios eligió a la Virgen María para ser la Madre de su Hijo. Ella, llena de gracia, es el fruto excelente de la redención; desde el primer instante de su concepción, fue totalmente preservada de la mancha del pecado original y permaneció pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

María, llamada en los Evangelios la «Madre de Jesús», es aclamada por su prima Isabel, bajo el impulso del Espíritu, como «la Madre de mi Señor», desde antes del nacimiento de su Hijo. En efecto, aquel que ella concibió como hombre, por obra del Espíritu Santo, y que se ha hecho verdaderamente su Hijo según la carne, no es otro que el Hijo Eterno del Padre, la segunda Persona de la Santísima Trinidad. La Iglesia confiesa que María es verdaderamente Madre de Dios (Theotokos) porque es la Madre de Jesús, y Jesús además de ser verdadero hombre es también verdadero Dios.

La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios. La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre. Consubstancial con el Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas divina y humana.

María, Virgen y Madre
(506, 507, 510, 721)

María fue Virgen al concebir a su Hijo, Virgen al parir, Virgen durante el embarazo, Virgen después del parto, Virgen siempre (S. Agustín): Ella, con todo su ser, es «la esclava del Señor» (Lc 1, 38).

María es virgen porque su virginidad es el signo de su fe, no adulterada por duda alguna, y de su entrega total a la voluntad de Dios. Su fe es la que le hace llegar a ser la madre del Salvador.

María es a la vez virgen y madre porque ella es la figura y la más perfecta realización de la Iglesia: La Iglesia se convierte en Madre por la palabra de Dios acogida con fe, ya que, por la predicación y el bautismo, engendra para una vida nueva e inmortal a los hijos concebidos por el Espíritu Santo y nacidos de Dios. También ella es virgen que guarda íntegra y pura la fidelidad prometida al Esposo. 

María, la Santísima Madre de Dios, la siempre Virgen, es la obra maestra de la Misión del Hijo y del Espíritu Santo en la Plenitud de los tiempos. Por primera vez en el designio de Salvación y porque su Espíritu la ha preparado, el Padre encuentra la Morada en donde su Hijo y su Espíritu pueden habitar entre los hombres. 

María en el año litúrgico
(1171, 1172)

Las fiestas en torno al Misterio de la Encarnación (Anunciación, Navidad, Epifanía) conmemoran el comienzo de nuestra salvación y nos comunican las primicias del misterio de Pascua.

En la celebración de los misterios de Cristo, la santa Iglesia venera con especial amor a la bienaventurada Madre de Dios, la Virgen María, unida con un vínculo indisoluble a la obra salvadora de su Hijo; en ella mira y exalta el fruto excelente de la redención y contempla con gozo, como en una imagen purísima, aquello que ella misma, toda entera, desea y espera ser.

El culto a la Santísima Virgen María
(971, 975)

Creemos que la Santísima Madre de Dios, nueva Eva, Madre de la Iglesia, continúa en el cielo ejercitando su oficio materno con respecto a los miembros de Cristo.

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial (culto de hiperdulía). Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente; encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, síntesis de todo el Evangelio.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Vino Nuestro Señor Jesucristo a liberarnos de nuestras dolencias, no a cargar con ellas; no a rendirse a los vicios sino a remediarlos… y por eso convenía que naciese de manera nueva quien traía la gracia nueva de la santidad inmaculada… Convino que la virtud del Hijo velase por la virginidad de la Madre y que tan grato claustro del pudor y morada de santidad fuera guardada por la gracia del Espíritu Santo» (San León Magno).

«Oh Hijo Unico y Verbo de Dios, siendo inmortal te has dignado por nuestra salvación encarnarte en la santa Madre de Dios, y siempre Virgen María, sin  mutación te has hecho hombre, y has sido crucificado. Oh Cristo Dios, que por tu muerte has aplastado la muerte, que eres Uno de la Santa Trinidad, glorificado con el Padre y el Santo Espíritu, ¡sálvanos!» (liturgia de S. Juan Crisóstomo, tropario «O monoghenis«).

«Más bienaventurada es María al recibir a Cristo por la fe que al concebir en su seno la carne de Cristo» (S. Agustín).

«Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor, más aún, es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Bajo tu amparo nos acogemos,
Santa Madre de Dios;
no deseches las súplicas
que te dirigimos en nuestras necesidades;
ante bien, líbranos siempre de todo peligro,
oh Virgen gloriosa y bendita.

Amén.

(Esta es la oración más antigua que se conoce a la Virgen María).

25 de diciembre de 2022: La Natividad del Señor (Misa del día)


«La Palabra se ha hecho carne,
y ha puesto su casa entre nosotros»

Is 52,7-10:  «Verán los confines de la tierra la salvación de nuestro Dios»
Sal 97: «Los confines de la tierra han contemplado la salvación de nuestro Dios»
Hb 1,1-6:  «Dios nos ha hablado por el Hijo»
Jn 1,1-18:  «El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros»

I. LA PALABRA DE DIOS

La alegría que se anunciaba al pueblo cuando era proclamado un nuevo rey en Sión, la proclama ahora el Profeta para anunciar la inauguración de un nuevo reinado de Dios. La inminencia del retorno de los exiliados, y el anuncio de paz subsiguiente, serán los signos perceptibles de la acción divina.

La Palabra de Dios, que había hecho surgir el mundo y el hombre, acampa en el mundo y se hace hombre para dar a los hombres el poder ser y llamarse «hijos de Dios». Percibida «en otro tiempo» (2ª Lect.) como una revelación del proyecto de Dios sobre el mundo y el hombre, acontece ahora entre nosotros como salvación.

La Palabra se ha hecho carne precisamente en este mundo. Es un modo de convencer al hombre de que Dios, a pesar de todo, le sigue amando.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús nació en la humildad de un establo, de una familia  pobre; unos sencillos pastores son los primeros testigos del acontecimiento. En esta pobreza se manifiesta la gloria del cielo. La Iglesia no se cansa de cantar la gloria de esta noche.

La celebración meramente costumbrista, comercial o vacacional de la Navidad la reduce a algo meramente humano y vacío de contenido.  Cristianos y no cristianos, los que celebran de corazón y «los que se apuntan», todos necesitamos abandonar cualquier vestigio de frivolidad en estos días.

Todos deseamos la paz, especialmente en estos días de navidad. La búsqueda de la paz y de la convivencia tranquila no son de ahora; han sido siempre señal de la permanente e incansable búsqueda de Dios y de sus signos. En el corazón del hombre y del mundo estaban escritas esas señales, que no le dejarán tranquilo hasta que no halle a Dios en medio de este mundo que, por ser casa de Dios, cuenta con que el Padre en su Hijo ha venido a compartir la historia.

El hombre ha intentado conquistar siempre cotas de mayor bienestar. La historia está repleta de ejemplos de quienes han intentado –siempre con buena voluntad– ganar en dignidad, en capacidad de convivencia, en afán de paz, en búsqueda de la justicia.  Otra cosa es que hayan acertado en el método.

Cuando el hombre mira a su alrededor y ve el resultado del pecado en medio de la humanidad, siente de un lado la vergüenza y de otro la incapacidad del remedio. La mirada de Dios es distinta y la única que devuelve a la esperanza. Lejos de apartar sus ojos de la miseria humana, la asume para vencerla desde Jesucristo. Los que sueñen con un remedio de sólo origen humano, alguna vez se sentirán desengañados. ¿Acabarán los hombres por aceptar la acción divina como la exclusivamente salvadora, cuando el hombre es capaz de secundar la iniciativa de Dios?

Nuestra naturaleza enferma exigía ser sanada; desgarrada, ser restablecida; muerta, ser resucitada. Habíamos perdido la posesión del bien, era necesario que se nos devolviera. Encerrados en las tinieblas, hacía falta que nos llegara la luz; estando cautivos, esperábamos un salvador; prisioneros, un socorro; esclavos, un libertador… ¿No merecía conmover a Dios hasta el punto de hacerle bajar hasta nuestra naturaleza humana para visitarla, ya que la humanidad se encontraba en un estado tan miserable y tan desgraciado? (San Gregorio de Nisa).

Si el amor del Padre se ha manifestado en que ha entregado a su Hijo al mundo, más patente queda cuando lo contemplamos viviéndolo entre quienes ha venido a salvar.

El Verbo se hizo carne. «Por nosotros los hombres y por nuestra salvación bajó del cielo, y por obra del Espíritu Santo se encarnó de María la Virgen y se hizo hombre». Y lo hizo:

  • «Para salvarnos reconciliándonos con Dios: «Dios nos amó y nos envió a su Hijo como propiciación por nuestros pecados» (1 Jn 4,10).
  • «para que nosotros conociésemos así el amor de Dios: «En esto se manifestó el amor que Dios nos tiene: en que Dios envió al mundo a su Hijo único para que vivamos por medio de él» (1 Jn 4,9)».
  • «Para ser nuestro modelo de santidad: «Tomad sobre vosotros mi yugo, y aprended de mí…» (Mt 11,29)».
  • Para hacernos «partícipes de la naturaleza divina» (2 P 1,4). «Porque tal es la razón por la que el Verbo se hizo hombre, y el Hijo de Dios, Hijo del hombre: Para que el hombre al entrar en comunión con el Verbo y al recibir así la filiación divina, se convirtiera en hijo de Dios. Porque el Hijo de Dios se hizo hombre para hacernos Dios» (S. Ireneo).

«Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios».

¡Admirable grandeza la de un Dios que, al acercarse al hombre ha atravesado las sombras! Pero para destruirlas llenándolas de su luz. Y cuanto más cerca, más luz. Los llamados a ser portadores de la luz son los que más de cerca la reciben.  El cristiano es luz porque lleva la de Cristo.

Todo el que recibe la luz de Cristo, se siente hijo de Dios y portador de esta luz. Y no solamente puede llenar de luz los caminos de los hombres, sino decirles dónde está la luz verdadera. La Iglesia es hoy la luz que alumbra a todo hombre, porque es el sacramento de Cristo ante el mundo.

«Lo que existía desde el principio, lo que hemos oído, lo que hemos visto con nuestros ojos, lo que contemplamos y tocaron nuestras manos acerca de la Palabra de vida –pues la Vida se manifestó, y nosotros la hemos visto y damos testimonio y os anunciamos la vida eterna, que estaba con el Padre y se nos manifestó– lo que hemos visto y oído, os lo anunciamos, para que también vosotros estéis en comunión con nosotros. Y nosotros estamos en comunión con el Padre y con su Hijo, Jesucristo. Os escribimos esto para que vuestro gozo sea completo» (1 Jn 1,1-4)».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«¡Oh admirable intercambio! El Creador del género humano, tomando cuerpo y alma, nace de una Virgen, y hecho hombre sin concurso de varón, nos da parte en su divinidad.«(Antífona de la octava de Navidad).

«Hoy los pastores le conocieron por medio de un ángel, y a los que presiden la grey del Señor se les enseñó la manera de anunciar la Buena Nueva, para que nosotros también digamos con el ejército de la milicia celeste: ¡Gloria a Dios en las alturas, y en la tierra paz a los hombres de buena voluntad!» (San León Magno). 

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

De un Dios que se encarnó muestra el misterio
la luz de Navidad.
Comienza hoy Jesús, tu nuevo imperio
de amor y de verdad.

El Padre eterno te engendró en su mente
desde la eternidad,
y antes que el mundo, ya eternamente,
fue tu natividad.

La plenitud del tiempo está cumplida;
rocío bienhechor
baja del cielo, trae nueva vida
al mundo pecador.

¡Oh santa noche! Hoy Cristo nacía
en mísero portal;
Hijo de Dios, recibe de María
la carne del mortal.

Señor Jesús, el hombre en este suelo
cantar quiere tu amor,
y, junto con los ángeles del cielo,
te ofrece su loor.

Este Jesús en brazos de María
es nuestra redención;
cielos y tierra con su abrazo unía
de paz y de perdón.

Tú eres el Rey de Paz, de ti recibe
su luz el porvenir;
Ángel del gran Consejo, por ti vive
cuando llega a existir.

A ti, Señor, y al Padre la alabanza,
y de ambos al Amor.
Contigo al mundo llega la esperanza;
a ti gloria y honor. Amén.

18 de diciembre de 2022: DOMINGO IV DE ADVIENTO “A”


La maternidad virginal de María y la salvación sólo pueden venir de Dios

Is 7,10-14: Mirad: la virgen está encinta.
Sal 23, 1-6: Va a entrar el Señor; él es el Rey de la gloria.
Rm 1,1-7 Jesucristo, de la estirpe de David, Hijo de Dios.
Mt 1,18-24Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David.

I. LA PALABRA DE DIOS

La permanencia del pueblo de Dios está apoyada en la promesa de venida de Dios a su pueblo. Una cosa es que Dios se haga historia con el hombre y otra que el hombre deshaga o destruya la historia de Dios con Él.

«El Señor por su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo, que viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que Dios nos ha dado. Deseamos signos de que el mundo cambie, de que las cosas mejoren. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él salvará a su pueblo de los pecados».

«La Virgen está encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. La virginal gravidez de la Virgen será signo de salvación porque de ella nacerá el «Dios-con-nosotros». Gracias a ella tenemos al Emmanuel. Como si hasta el sí de María, Dios fuera «simplemente» Dios, y desde María, «Dios-con-nosotros». Para darlo al mundo, primero lo ha recibido. 

La vida de la Virgen no es llamativa en actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y, sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.

Nuestra vida está llamada a ser tan sencilla, y a la vez tan grande, como la de María. No hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.

María da a Jesús, concebido virginalmente, sin concurso de varón, una naturaleza humana verdadera; José aceptó a María como esposa (una desposada era ya, jurídica y socialmente, esposa; pero faltaba la boda propiamente dicha, el rito de «llevar consigo» a casa el desposado a la desposada), y fue él quien puso nombre al hijo de María, transmitiendo así a Jesús sus derechos de descendencia davídica («poner nombre» a un recién nacido supone actuar con autoridad paterna). San José es el ejemplo de quienes saben que hay situaciones vitales que exigen una decisión fundamental desde una visión de fe; que no pueden ser tomadas desde la desnuda voluntad humana, sino desde la que se decide desde Dios.

Las muestras de prepotencia y autosuficiencia, de las que hace gala el hombre de hoy, se ven muchas veces frenadas por la frustración. Pero la sensación de fracaso no suele ser para muchos ocasión de conversión y de buscar soluciones por el camino de Dios, sino para insistir una y otra vez en más soluciones humanas, creyéndose salvadores de todo.

A veces ocurre que los grandes pensamientos o proyectos humanos son sometidos a prueba por el Evangelio, cuando es leído desde la fe; sin embargo, ha de animarnos la convicción de que la fe, lejos de destruir la iniciativa del hombre, le ayuda a descubrir caminos nuevos e insospechados.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, concebido por obra del Espíritu Santo
(497, 498, 496).

La fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado siempre viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe, que lo ve dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo que reúne entre sí los misterios: «El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios.» 

Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas: «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el ángel a José a propósito de María, su desposada. La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo.»

Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; esto es, sin elemento humano. Los Padres de la Iglesia ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): «Ustedes están firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen… que fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato… que padeció verdaderamente, como también que resucitó verdaderamente.»

María, siempre Virgen
(499 – 503).

La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir, consagró la integridad virginal» de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como «la siempre-virgen». 

A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús. La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José «hermanos de Jesús» son los hijos de una María discípula de Cristo (cf Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como «la otra María» (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf Gn 13, 8; 14, 16; 29, 15), en el que la palabra «hermano», no siempre significa «hermano de sangre».

La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios. «La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre…; consubstancial con su Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas,» divina y humana.

La oración en comunión
con la Santa Madre de Dios
(2675, 2673, 2674).

Desde el sí dado por la fe en la Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias. Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre, es pura transparencia de Él: María «muestra el Camino».

A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ha desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Merced a este vínculo especial que une a Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella mujer que, desde los primeros capítulos del libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella dura batalla contra el poder de las tinieblas que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana» (san Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.

Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.

Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.

Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.

Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna.

Amén.