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13 de marzo de 2022: DOMINGO II DE CUARESMA “C”


«¡Maestro, que bueno es que estemos aquí!»

Gn 15, 5-12. 17-18: Dios inició un pacto fiel con Abrahán
Sal 26, 1-14: El Señor es mi luz y mi salvación
Flp 3, 17-4, 1: Cristo nos configurará según su cuerpo glorioso
Lc 9, 28b-36: Mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió

I. LA PALABRA DE DIOS

Comenzado el camino cuaresmal, la Iglesia nos presenta hoy a Cristo en su transfiguración –estrechamente vinculada al primer anuncio de la pasión y a la oración de Jesús en Getsemaní–. Un acontecimiento indescriptible, pero que pone de relieve la hermosura de Cristo –«mientras oraba, el aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor»– y el enorme atractivo de su persona, que hace exclamar a Pedro «¡qué bueno es que estemos aquí!».

«Su rostro cambió». Su oración es la que transfigura a Jesús y lo hace aparecer con la luminosidad propia del Hijo de Dios. Transitoriamente, la apariencia humilde y cotidiana de Jesús se transformó, ante sus más íntimos, en irradiación de su gloria divina, inseparable de su Persona de Hijo de Dios.

«¡Qué bueno es que estemos aquí! Haremos tres tiendas». Precipitadamente, Pedro habla en términos de estabilidad, de vida feliz, como si todo pudiera arreglarse sin la cruz; lo saca de sus fantasías la voz del Padre: «Éste es mi Hijo, el Elegido, escuchadlo».

Todo el esfuerzo de conversión en esta Cuaresma sólo tiene sentido si nace del encuentro con Cristo y de escuchar su voz. Pablo se convierte porque se encuentra con Jesús en el camino de Damasco. Pues, del mismo modo, nosotros no nos convertiremos a unas normas éticas, por elevadas que sean, sino a una persona viviente; tampoco por un conocimiento superficial, sino por un encuentro personal con Él. De ahí las palabras del salmo y de la antífona de entrada: «Oigo en mi corazón: Buscad mi rostro. Tu rostro buscaré, Señor, no me escondas tu rostro». Se trata de mirar a Cristo y de dejarnos seducir por Él. De esta manera experimentaremos, como Pablo, que lo que nos parecía ganancia nos parece pérdida y la conversión se obrará con rapidez y facilidad.

La transfiguración nos da la certeza de que nuestra conversión es posible: «Él transformará nuestro cuerpo humilde, según el modelo de su cuerpo glorioso, con esa energía que posee para sometérselo todo». Si la conversión dependiera de nuestras débiles fuerzas, poco podríamos esperar de la Cuaresma. Pero el saber que depende de la energía poderosa de Cristo nos da la confianza y el deseo de lograrla, porque Cristo puede y quiere cambiarnos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Una visión anticipada del Reino:
La Transfiguración
(554 – 556)

En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. “Por el bautismo de Jesús fue manifestado el misterio de la primera regeneración: nuestro bautismo; la Transfiguración es el sacramento de la segunda regeneración: nuestra propia resurrección” (Santo Tomás). Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo». Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios» (Hch 14, 22).

Lo que confiesa la fe, los sacramentos lo comunican: por los sacramentos que les han hecho renacer, los cristianos han llegado a ser hijos de Dios, partícipes de la naturaleza divina. Por los sacramentos y la oración reciben la gracia de Cristo y los dones de su Espíritu que les capacitan para ello. Los cristianos, reconociendo en la fe su nueva dignidad, son llamados a llevar en adelante una vida digna del Evangelio de Cristo.

La gracia transfigura ya a los hombres
(1996 – 2005)

La gracia es una participación en la vida de Dios. Nos introduce en la intimidad de la vida trinitaria. Es el don gratuito que Dios nos hace de su vida infundida por el Espíritu Santo en nuestra alma para sanarla del pecado y santificarla.

La gracia santificante es un don habitual (permanente), una disposición estable y sobrenatural que perfecciona al alma para hacerla capaz de vivir con Dios y de obrar por su amor. La gracia comprende también los dones que el Espíritu Santo nos concede para asociarnos a su obra, para hacernos capaces de colaborar en la salvación de los otros y en el crecimiento del Cuerpo de Cristo, que es la Iglesia.

La transfiguración del bautizado por la oración
(2559 – 2565)

La oración es la relación viva de los hijos de Dios con su Padre infinitamente bueno, con su Hijo Jesucristo y con el Espíritu Santo. Así, la vida de oración es estar habitualmente en presencia de Dios, tres veces Santo, y en comunión con Él.

La transfiguración del bautizado por la vida moral
(1691 – 1698)

Cristiano, reconoce tu dignidad. Puesto que ahora participas de la naturaleza divina, no degeneres volviendo a la bajeza de tu vida pasada. Recuerda a qué Cabeza perteneces y de qué Cuerpo eres miembro. Acuérdate de que has sido arrancado del poder de las tinieblas para ser trasladado a la luz del Reino de Dios” (San León Magno).

Cristo Jesús hizo siempre lo que agradaba al Padre. Vivió siempre en perfecta comunión con Él. De igual modo sus discípulos son invitados a vivir bajo la mirada del Padre que ve en lo secreto para ser perfectos como el Padre celestial es perfecto.

Incorporados a Cristo por el bautismo, los cristianos están muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús, participando así en la vida del Resucitado. Siguiendo a Cristo y en unión con él, los cristianos pueden ser imitadores de Dios, como hijos queridos y vivir en el amor, conformando sus pensamientos, sus palabras y sus acciones con los sentimientos que tuvo Cristo y siguiendo sus ejemplos.

Justificados en el nombre del Señor Jesucristo y en el Espíritu de nuestro Dios, santificados y llamados a ser santos, los cristianos se convierten en el templo del Espíritu Santo. Este Espíritu del Hijo les enseña a orar al Padre y, haciéndose vida en ellos, les hace obrar para dar los frutos del Espíritu por la caridad operante. Sanando las heridas del pecado, el Espíritu Santo nos renueva interiormente mediante una transformación espiritual, nos ilumina y nos fortalece para vivir como hijos de la luz, por la bondad, la justicia y la verdad en todo.

El camino de Cristo lleva a la vida, un camino contrario lleva a la perdición. Es preciso caer en cuenta de la importancia de las decisiones morales para nuestra salvación. Es importante destacar con toda claridad el gozo y las exigencias del camino de Cristo. La vida nueva en Él será: vida de gracia, pues por la gracia somos salvados, y también por la gracia nuestras obras pueden dar fruto para la vida eterna; vida en el Espíritu Santo, Maestro interior de la vida según Cristo, dulce huésped del alma que inspira, conduce, rectifica y fortalece esta vida; vivencia de las bienaventuranzas, porque el camino de Cristo está resumido en las bienaventuranzas, único camino hacia la dicha eterna a la que aspira el corazón del hombre; viva conciencia de la gravedad del pecado y de la necesidad del perdón, porque sin reconocerse pecador, el hombre no puede conocer la verdad sobre sí mismo, condición del obrar justo, y sin el ofrecimiento del perdón no podría soportar esta verdad; cultivo de las virtudes humanas que haga captar la belleza y el atractivo de las rectas disposiciones para el bien; experiencia de las virtudes cristianas de fe, esperanza y caridad inspiradas en el ejemplo de los santos; práctica del doble mandamiento de la caridad desarrollado en el Decálogo; vida eclesial, pues en los múltiples intercambios de los bienes espirituales en la comunión de los santos es donde la vida cristiana puede crecer, desplegarse y comunicarse.

La referencia primera y última de esta vida nueva será siempre Jesucristo que es «el camino, la verdad y la vida». Contemplándole en la fe, los fieles de Cristo podemos esperar que Él realice en nosotros sus promesas, y que amándolo con el amor con que Él nos ha amado realicemos las obras que corresponden a nuestra dignidad.

La transformación de los deseos
(2520 – 2533; 2544 – 2550)

El Bautismo confiere al que lo recibe la gracia de la purificación de todos los pecados. Pero el bautizado debe seguir luchando contra la concupiscencia de la carne y los apetitos desordenados. La pureza del corazón nos alcanzará el ver a Dios y nos da desde ahora la capacidad de ver según Dios todas las cosas. La purificación del corazón es imposible sin la oración; la práctica de la castidad, que nos permite amar con un corazón recto e indiviso; la pureza de intención, que es afán por encontrar y realizar en todo la voluntad de Dios; la limpieza de mirada, exterior e interior; la disciplina de los sentidos y la imaginación; y el rechazo de toda complacencia en los pensamientos impuros.

La buena nueva de Cristo renueva continuamente la vida y la cultura del hombre caído; combate y elimina los errores y males que brotan de la seducción, siempre amenazadora, del pecado. Purifica y eleva sin cesar las costumbres de los pueblos. Con las riquezas de lo alto fecunda, consolida, completa y restaura en Cristo, como desde dentro, las bellezas y cualidades espirituales de cada pueblo o edad.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Ciertamente nosotros trabajamos también, pero no hacemos más que trabajar con Dios que trabaja. Porque su misericordia se nos adelantó para que fuésemos curados; nos sigue todavía para que, una vez sanados, seamos vivificados; se nos adelanta para que seamos llamados, nos sigue para que seamos glorificados; se nos adelanta para que vivamos según la piedad, nos sigue para que vivamos por siempre con Dios, pues sin él no podemos hacer nada” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Transfigúrame, Señor, transfigúrame

Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado

Transfigúrame, Señor, transfigúrame

Mas no a mí solo,
purifica también
a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro

Transfigúranos, Señor, transfigúranos

Si acaso no te saben, o te dudan
o te blasfeman, límpiales el rostro
como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo

Transfigúralos, Señor, transfigúralos

Que todos puedan, en la misma nube
que a ti te envuelve,
despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame

Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

Amén.

6 de marzo de 2022: DOMINGO I DE CUARESMA “C”


La tentación y la victoria de Cristo

Dt 26, 4-10: Profesión de fe del pueblo elegido
Sal 90, 1-15: Quédate conmigo, Señor, en la tribulación
Rm 10, 8-13: Profesión de fe del que cree en Cristo
Lc 4, 1-13: El Espíritu lo fue llevando por el desierto, mientras era tentado

I. LA PALABRA DE DIOS

Al comenzar la Cuaresma, este evangelio pone delante de nuestros ojos la seriedad de la vida cristiana. «Nuestra lucha no es contra la carne y la sangre, sino … contra los espíritus del mal que están en las alturas» (Ef 6, 12). Desde el Paraíso, toda la historia humana es una lucha entre el bien y el mal, entre Cristo y Satanás.

Jesucristo –el segundo Adán–, semejante a nosotros en todo menos en el pecado, fue verdaderamente tentado. Sus tentaciones fueron distintas de las nuestras, pues en Cristo –Persona divina– no se da nuestra inclinación al mal; pero fueron verdaderas: por ser verdadero hombre —con reflejos, sentimientos e impresiones humanas— pudo darse una brecha entre la misión señalada por el Padre y la experiencia que de la misma tenía Jesús, humanamente hablando. Es la tentación ante el aparente fracaso de su tarea redentora; y sobre ello carga Satanás con astucia.

La tentación más importante es la tercera, en Jerusalén; allí —«hasta otra ocasión»—volverán a enfrentarse Jesús y el Tentador, cuando llegue la gran prueba (= tentación) de la Pasión. Jesús fue tentado también en otras ocasiones; los instrumentos de los que se valió el Adversario fueron los fariseos, la muchedumbre, e incluso Pedro.

Cristo ha luchado, para que nosotros luchemos; Cristo ha vencido para que nosotros venzamos. La liturgia de Cuaresma comienza haciéndonos elevar los ojos a Cristo, para seguirle como modelo y para dejarnos influir por el impulso interior de combate victorioso que quiere infundir en nosotros.

También se nos indican las armas para vencer a Satanás. A cada tentación Jesús responde con un texto de la Escritura: «está escrito». En los días cuaresmales se nos invita a alimentarnos con más abundancia de la Palabra de Dios, para que ésta sea como un escudo que nos haga inmunes a las asechanzas del Enemigo. El salmo responsorial nos recuerda la confianza que, ante la prueba, Cristo tiene en el Padre y que nosotros necesitamos para no sucumbir a la tentación: «me invocará y lo escucharé».

Necesitamos vivir la fe (segunda lectura), una fe hecha plegaria –«no nos dejes caer en la tentación»–, que es la que nos libra de la esclavitud del pecado y de Satanás, pues sólo la fe da la victoria: «Nadie que crea en él quedará confundido».

II. LA FE DE LA IGLESIA

Un duro combate
(407 – 415)

No fue Dios quien hizo la muerte ni se recrea en la destrucción de los vivientes, por envidia del diablo entró la muerte en el mundo. Satanás y los otros demonios, de los que hablan la Sagrada Escritura y la Tradición de la Iglesia, eran inicialmente ángeles creados buenos por Dios, que se transformaron en malvados porque rechazaron a Dios y a su Reino, mediante una libre e irrevocable elección, dando así origen al infierno. Los demonios intentan asociar al hombre a su rebelión contra Dios, pero Dios afirma en Cristo su segura victoria sobre el Maligno.

Constituido por Dios en la justicia, el hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia, levantándose contra Dios e intentando alcanzar su propio fin al margen de Dios. Como consecuencia del pecado original, la naturaleza humana, aun sin estar totalmente corrompida, se halla herida en sus propias fuerzas naturales, sometida a la ignorancia, al sufrimiento y al poder de la muerte, e inclinada al pecado. Esta inclinación al mal se llama concupiscencia.

La doctrina sobre el pecado original –vinculada a la de la Redención de Cristo– proporciona una mirada de discernimiento lúcido sobre la situación del hombre y de su obrar en el mundo. Por el pecado de los primeros padres, el diablo adquirió un cierto dominio sobre el hombre, aunque éste permanezca libre. El pecado original entraña la servidumbre bajo el poder del que poseía el imperio de la muerte, es decir, del diablo. Ignorar que el hombre posee una naturaleza herida, inclinada al mal, da lugar a graves errores en el dominio de la educación, de la política, de la acción social y de las costumbres.

Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de S. Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres.

Esta situación dramática del mundo que «todo entero yace en poder del maligno», hace de la vida del hombre un combate: A través de toda la historia del hombre se extiende una dura batalla contra los poderes de las tinieblas que, iniciada ya desde el origen del mundo, durará hasta el último día según dice el Señor. Inserto en esta lucha, el hombre debe combatir continuamente para adherirse al bien, y no sin grandes trabajos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de lograr la unidad en sí mismo.

Pero, ¿por qué Dios no impidió que el primer hombre pecara? S. León Magno responde: “La gracia inefable de Cristo nos ha dado bienes mejores que los que nos quitó la envidia del demonio”. Y santo Tomás de Aquino: “Nada se opone a que la naturaleza humana haya sido destinada a un fin más alto después de el pecado. Dios, en efecto, permite que los males se hagan para sacar de ellos un mayor bien. De ahí las palabras de S. Pablo: «Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia» (Rm 5,20). Y el canto del Exultet (Pregón de la Vigilia pascual): ¡Oh feliz culpa que mereció tal y tan grande Redentor!”.

Cristo venció al Tentador a favor nuestro
(538 – 540)

La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de Cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto. Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso: Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación. Jesús es vencedor del diablo; Él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

«No nos dejes caer en la tentación»
(2846 – 2849)

Nuestros pecados son los frutos del consentimiento en la tentación. Pedimos a nuestro Padre que «no nos deje caer» en ella. Traducir en una sola palabra el texto griego es difícil: significa «no permitas entrar en«, «no nos dejes sucumbir a la tentación«. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado.

El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior en orden a una «virtud probada» (Rm 5, 3-5), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte. También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gn 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón. El Padre nos da la fuerza: «no permitirá que seáis tentados sobre vuestras fuerzas. Antes bien, con la tentación os dará modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13).

«Y líbranos del mal» [«del Malo»]
(2850 – 2854)

En esta petición, el mal no es una abstracción, sino que designa una persona, Satanás, el Maligno, el ángel que se opone a Dios. El «diablo» [«dia-bolos«] es aquél que «se atraviesa» en el designio de Dios y su obra de salvación cumplida en Cristo.

«Homicida desde el principio, mentiroso y padre de la mentira», Satanás, el seductor del mundo entero, es aquél por medio del cual el pecado y la muerte entraron en el mundo y, por cuya definitiva derrota, toda la creación entera será liberada del pecado y de la muerte.

La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo está echado abajo. «El se lanza en persecución de la Mujer» (cf Ap 12, 13-16), pero no consigue alcanzarla: la nueva Eva, «llena de gracia» del Espíritu Santo es preservada del pecado y de la corrupción de la muerte (Concepción inmaculada y Asunción de la santísima Madre de Dios, María, siempre virgen). «Entonces despechado contra la Mujer, se fue a hacer la guerra al resto de sus hijos» (Ap 12, 17). Por eso, el Espíritu y la Iglesia oran: «Ven, Señor Jesús» ya que su Venida nos librará del Maligno.

Al pedir ser liberados del Maligno, oramos igualmente para ser liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros de los que él es autor o instigador. En esta última petición, la Iglesia presenta al Padre todas las desdichas del mundo. Con la liberación de todos los males que abruman a la humanidad, implora el don precioso de la paz y la gracia de la espera perseverante en el retorno de Cristo. Orando así, anticipa en la humildad de la fe la recapitulación de todos y de todo en Aquél que «tiene las llaves de la Muerte y del Hades» (Ap 1,18), «el Dueño de todo, Aquél que es, que era y que ha de venir», Jesucristo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres. En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado” (Orígenes).

El Señor, que ha borrado vuestro pecado y perdonado vuestras faltas, también os protege y os guarda contra las astucias del Diablo, que os combate, para que el enemigo –que tiene la costumbre de engendrar la falta– no os sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al Demonio. «Si Dios está con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?»” (S. Ambrosio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Líbranos de todos los males, Señor,
y concédenos la paz en nuestros días,
para que, ayudados por tu misericordia,
vivamos siempre libres de pecado
y protegidos de toda perturbación,
mientras esperamos la gloriosa venida
de nuestro Salvador Jesucristo.

Amén.

27 de febrero de 2022: DOMINGO VIII ORDINARIO «C»


«Cada árbol se conoce por su fruto»

Eclo 27, 4-7: No elogies a nadie antes de oírlo hablar.
Sal 91: Es bueno darte gracias, Señor.
1 Cor 15, 54-58: Nos da la victoria por medio de Jesucristo. 
Lc 6, 39-45: De lo que rebosa el corazón habla la boca.

I LA PALABRA DE DIOS

La lectura del Eclesiástico ofrece sabios consejos que nos enseñan a no precipitarnos en los juicios sobre los demás hasta observar bien su coherencia y razonamientos.

La segunda lectura es la conclusión del penúltimo capítulo de la primera carta a los Corintios, sobre la resurrección de Cristo y la nuestra. El texto es un himno a la victoria de Cristo sobre la muerte.

En el Evangelio se nos recuerdan algunas de las exhortaciones morales de Jesús, dentro del «sermón de la llanura» que estamos oyendo en estos últimos domingos. Hoy se nos habla de la presunción, de los juicios sobre el prójimo y de la hipocresía. Jesús nos previene contra la hipocresía e ilustra con parábolas lo que ya nos había dicho antes sobre la prohibición de juzgar y criticar indebidamente.

«De lo que rebosa el corazón habla la boca». Esta frase proverbial vale sobre todo para el mismo Jesús: sus palabras nos revelan su corazón, el corazón de Dios. La maldad o la bondad provienen del corazón del hombre. La vida cristiana no se reduce a una serie de actos exteriores sin que se haya dado una auténtica conversión interior del corazón y de la mente. Si nuestros actos no sale de dentro, de un corazón recto, humilde y arrepentido, seremos como los fariseos hipócritas que exigían a los demás lo que ellos no estaban dispuestos a cumplir ni vivir. Cristo nos enseña la necesidad de la humildad y la caridad verdadera como fuentes de nuestras acciones, que deben ser expresión de un desbordamiento de nuestro amor a Dios y al prójimo. Por eso nos dice Jesús en el Evangelio que, antes de meternos a corregir a los demás, nos miremos y nos corrijamos a nosotros mismos, y «entonces verás claro para sacar la mota del ojo de tu hermano».

Tanto los sabios consejos del Antiguo Testamento como, sobre todo, la enseñanza de Jesús, nos exhortan a revisarnos. La hipocresía, la simulación y los juicios sobre el prójimo, son actitudes y actos que rebosan de un corazón presuntuoso que no conoce la Verdad. Cristo, el vencedor del pecado y de la muerte, es la Verdad y el testigo fiel. Camino, Verdad y Vida para el hombre.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Vivir en la Verdad. Dios es veraz.
Jesús es «la Verdad»
(2464 — 2470)

El octavo mandamiento prohíbe falsear la verdad en las relaciones con el prójimo. Este precepto moral deriva de la vocación del pueblo santo a ser testigo de su Dios, que es y que quiere la verdad.

En Jesucristo la verdad de Dios se manifestó en plenitud. El que cree en él, no permanece en las tinieblas. Seguir a Jesús es vivir del “Espíritu de verdad” que el Padre envía en su nombre y que conduce “a la verdad completa”. Jesús enseña a sus discípulos el amor incondicional de la verdad.

La verdad como rectitud de la acción y de la palabra humana, tiene por nombre veracidad, sinceridad o franqueza. La verdad o veracidad es la virtud que consiste en mostrarse veraz en los propios actos y en decir verdad en sus palabras, evitando la duplicidad, la simulación y la hipocresía.

La virtud de la veracidad da justamente al prójimo lo que le es debido; observa un justo medio entre lo que debe ser expresado y el secreto que debe ser guardado: implica la honradez y la discreción.

Dar testimonio de la Verdad
(2471 — 2474)

El cristiano no debe “avergonzarse de dar testimonio del Señor” (2 Tm 1, 8). En las situaciones que exigen dar testimonio de la fe, el cristiano debe profesarla sin ambigüedad.

El martirio es el supremo testimonio de la verdad de la fe; designa un testimonio que llega hasta la muerte. El mártir da testimonio de Cristo, muerto y resucitado, al cual está unido por la caridad. Da testimonio de la verdad de la fe y de la doctrina cristiana. Soporta la muerte mediante un acto de fortaleza.

Las ofensas a la verdad
(2475 — 2492)

Falso testimonio y perjurio. Una afirmación contraria a la verdad posee una gravedad particular cuando se hace públicamente. Ante un tribunal viene a ser un falso testimonio. Cuando es pronunciada bajo juramento se trata de perjurio. Estas maneras de obrar contribuyen a condenar a un inocente, a disculpar a un culpable o a aumentar la sanción en que ha incurrido el acusado; comprometen gravemente el ejercicio de la justicia y la equidad de la sentencia pronunciada por los jueces.

El respeto de la reputación de las personas prohíbe toda actitud y toda palabra susceptibles de causarles un daño injusto.

Peca de juicio temerario el que, incluso tácitamente, admite como verdadero, sin tener para ello fundamento suficiente, un defecto moral en el prójimo. Para evitar el juicio temerario, cada uno debe interpretar, en cuanto sea posible, en un sentido favorable los pensamientos, palabras y acciones de su prójimo.

Peca de maledicencia el que, sin razón objetivamente válida, manifiesta los defectos y las faltas de otros a personas que los ignoran;

Peca de calumnia el que, mediante palabras contrarias a la verdad, daña la reputación de otros y da ocasión a juicios falsos respecto a ellos.

La maledicencia y la calumnia destruyen la reputación y el honor del prójimo. El honor es el testimonio social dado a la dignidad humana y cada uno posee un derecho natural al honor de su nombre, a su reputación y a su respeto. Así, la maledicencia y la calumnia lesionan las virtudes de la justicia y de la caridad.

Debe proscribirse toda palabra o actitud que, por halago, adulación o complacencia, alienta y confirma a otro en la malicia de sus actos y en la perversidad de su conducta. La adulación es una falta grave si se hace cómplice de vicios o pecados graves. El deseo de prestar un servicio o la amistad no justifica una doblez del lenguaje. La adulación es un pecado venial cuando sólo desea hacerse grato, evitar un mal, remediar una necesidad u obtener ventajas legítimas.

La vanagloria o jactancia constituye una falta contra la verdad. Lo mismo sucede con la ironía que trata de ridiculizar a uno caricaturizando de manera malévola tal o cual aspecto de su comportamiento.

La mentira es la ofensa más directa contra la verdad. La mentira consiste en decir falsedad con intención de engañar. El Señor denuncia en la mentira una obra diabólica: “Vuestro padre es el diablo […] porque no hay verdad en él; cuando dice la mentira, dice lo que le sale de dentro, porque es mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8, 44).

La gravedad de la mentira se mide según la naturaleza de la verdad que deforma, según las circunstancias, las intenciones del que la comete, y los daños padecidos por los que resultan perjudicados. La culpabilidad es mayor cuando la intención de engañar corre el riesgo de tener consecuencias funestas para los que son desviados de la verdad. Aunque una mentira en sí sea leve, puede llegar a ser mortal cuando lesiona gravemente las virtudes de la justicia y la caridad.

Toda falta cometida contra la justicia y la verdad entraña el deber de reparación, aunque su autor haya sido perdonado. Cuando es imposible reparar un daño públicamente, es preciso hacerlo en secreto; si el que ha sufrido un perjuicio no puede ser indemnizado directamente, es preciso darle satisfacción moralmente, en nombre de la caridad. Este deber de reparación se refiere también a las faltas cometidas contra la reputación del prójimo. Esta reparación, moral y a veces material, debe apreciarse según la medida del daño causado. Obliga en conciencia.

El derecho a la comunicación de la verdad no es incondicional. Todos deben conformar su vida al precepto evangélico del amor fraterno. Este exige, en las situaciones concretas, estimar si conviene o no revelar la verdad a quien la pide. La caridad y el respeto de la verdad deben dictar la respuesta a toda petición de información o de comunicación. El bien y la seguridad del prójimo, el respeto de la vida privada, el bien común, son razones suficientes para callar lo que no debe ser conocido, o para usar un lenguaje discreto. El deber de evitar el escándalo obliga con frecuencia a una estricta discreción. Nadie está obligado a revelar una verdad a quien no tiene derecho a conocerla.

Se debe guardar la justa reserva respecto a la vida privada de la gente. Los responsables de la comunicación deben mantener un justo equilibrio entre las exigencias del bien común y el respeto de los derechos particulares. La injerencia de la información en la vida privada de personas comprometidas en una actividad política o pública, es condenable en la medida en que atenta contra su intimidad y libertad.

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«Todo buen cristiano ha de ser más pronto a salvar la proposición del prójimo, que a condenarla; y si no la puede salvar, inquirirá cómo la entiende, y si mal la entiende, corríjale con amor; y si no basta, busque todos los medios convenientes para que, bien   entendiéndola, se salve» (S. Ignacio de Loyola).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Concédeme, Señor, que no desee nada que esté fuera de ti.
Dame, Señor, Dios mío, una inteligencia que te conozca, 
una atención que te busque, 
una sabiduría que te encuentre, 
una vida que te complazca, 
una perseverancia que te espere con confianza 
y una confianza que al fin te posea.

Concédeme, Señor, un corazón vigilante,
que no permita que ningún pensamiento de curiosidad me arrastre lejos de ti; 
un corazón noble, al que ningún afecto indigno rebaje; 
un corazón recto, al que ninguna intención equívoca desvíe; 
un corazón firme, que ninguna adversidad lo rompa;
un corazón libre, que ninguna pasión violenta lo domine;
un corazón compasivo, atento al sufrimiento de los demás;
un corazón limpio, que un día te pueda ver.

Haz que, a menudo, eleve mi corazón hacia ti 
y, si peco, haz que deteste mi falta con dolor,
con el firme propósito de corregirme.

Concédeme, Señor, a través de la penitencia,
contrición por lo que tú has padecido por mí,
poner al servicio de los demás 
los bienes que tú me has concedido por gracia, 
gozar de tus gozos en la patria de tu gloria. 

Jesús, manso y humilde de corazón,
haz mi corazón semejante al tuyo.

Tú, que, siendo Dios,
vives y reinas con el Padre y el Espíritu Santo
por los siglos de los siglos. 

Amén.

(Cf. Santo Tomás de Aquino. Oración diaria ante el crucifijo)