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12 de diciembre de 2021: DOMINGO III DE ADVIENTO “C”


«Estad siempre alegres en el Señor»

So 3, 14-18a: «El Señor se alegrará en ti»
Is 12, 2-3; 4-6: «Gritad jubilosos…»
Fl 4, 4-7: «El Señor está cerca»
Lc 3, 10-18: «¿Qué hemos de hacer?»

I. LA PALABRA DE DIOS

La liturgia de este domingo quiere infundirnos una alegría desbordante por la presencia y acción de Jesucristo salvador en la historia humana: «Regocíjate… Grita de júbilo… Alégrate y gózate de todo corazón…» (Primera lectura); «Estad siempre alegres en el Señor» (Segunda lectura). ¿La razón? La Iglesia presiente la inminencia de Cristo –«el Señor será el rey de Israel en medio de ti»– y no puede contener su gozo; la esperanza, el deseo de Cristo, se transforma en júbilo porque ya viene, está a la puerta. He ahí la gran certeza de la esperanza cristiana.

La causa de la alegría es el Señor. Su presencia es el anuncio de la Buena Noticia, gozosa noticia. «Yo os bautizo con agua; pero viene el que puede más que yo». «El os bautizará en Espíritu Santo y fuego» (Evangelio). Bautismo que purifica, salva, santifica. Bautismo, es decir, la vida sacramental por la que Jesucristo está presente y actúa en la vida de los hombres. Jesús viene a bautizarnos con Espíritu Santo y fuego. Este es su don, el don mesiánico por excelencia. Jesús anhela sumergirnos en su Espíritu. El Adviento nos abre no sólo a Navidad, sino también a Pentecostés.

Y con la presencia de Cristo, la salvación que trae: «El Señor ha cancelado tu condena, ha expulsado a tus enemigos». No sólo es la alegría por la presencia del Amado, sino también el entusiasmo por la victoria: «El Señor tu Dios, en medio de ti, es un guerrero que salva». Los males que nos rodean tienen, por fin, remedio, porque llega Cristo, Salvador del mundo.

El discípulo de Jesucristo vive en comunión con Él, que actúa en el misterio; cree y espera su venida final y definitiva. Sabe que, por la presencia y acción de Cristo, que nos acompaña, nuestra vida cristiana está penetrada de la vida nueva de Dios. Aquí está el secreto de la alegría del creyente.

El poeta pagano Ovidio escribía en su destierro: «Nada puede hacerse, sino llorar» (De tristitia). San Pablo, prisionero recomienda: «Estad siempre alegres en el Señor; de nuevo os digo, estad alegres». Dice también: «Sobreabundo de gozo en todas nuestras tribulaciones» (2 Co 7,4). Este vive de Cristo; Ovidio, no.

En un mundo que cada día se torna más triste, el creyente debe velar para no esclavizarse por lo contingente; esforzarse por el cumplimiento del deber, la austeridad de vida y la solidaridad con los hombres necesitados, y presentar a Dios sus peticiones y acciones de gracias.

Se nos regala un nuevo Adviento para que aprendamos a vivir esta realidad: «¡Gritad jubilosos…! ¡Qué grande es en medio de ti el santo de Israel!».

II. LA FE DE LA IGLESIA

La acción de Cristo glorioso en la liturgia
(1084 — 1086)

«Sentado a la derecha del Padre» y derramando el Espíritu Santo sobre su Cuerpo que es la Iglesia, Cristo actúa ahora por medio de los sacramentos, instituidos por Él para comunicar su gracia. Los sacramentos son signos sensibles (palabras y acciones), accesibles a nuestra humanidad actual. Realizan eficazmente la gracia que significan en virtud de la acción de Cristo y por el poder del Espíritu Santo.

En la Liturgia de la Iglesia, Cristo significa y realiza principalmente su misterio pascual. Durante su vida terrestre Jesús anunciaba con su enseñanza y anticipaba con sus actos el misterio pascual. Cuando llegó su Hora, vivió el único acontecimiento de la historia que no pasa: Jesús muere, es sepultado, resucita de entre los muertos y se sienta a la derecha del Padre «una vez por todas».

La Resurrección de Jesús es un acontecimiento real, sucedido en nuestra historia, pero absolutamente singular: todos los demás acontecimientos suceden una vez, y luego pasan y son absorbidos por el pasado. El misterio pascual de Cristo, por el contrario, no puede permanecer solamente en el pasado, pues por su muerte destruyó a la muerte, y todo lo que Cristo es y todo lo que hizo y padeció por los hombres participa de la eternidad divina y domina así todos los tiempos y en ellos se mantiene permanentemente presente. El acontecimiento de la Cruz y de la Resurrección permanece y atrae todo hacia la Vida.

Por esta razón, como Cristo fue enviado por el Padre, Él mismo envió también a los Apóstoles, llenos del Espíritu Santo, no sólo para que, al predicar el Evangelio a toda criatura, anunciaran que el Hijo de Dios, con su muerte y resurrección, nos ha liberado del poder de Satanás y de la muerte y nos ha conducido al reino del Padre, sino también para que realizaran la obra de salvación que anunciaban mediante el sacrificio y los sacramentos en torno a los cuales gira toda la vida litúrgica.

…y en la oración
(2655 – 2658)

La misión de Cristo y del Espíritu Santo que, en la liturgia sacramental de la Iglesia, anuncia, actualiza y comunica el Misterio de la salvación, se continúa en el corazón que ora. Los Padres espirituales comparan a veces el corazón a un altar. La oración interioriza y asimila la liturgia durante y después de su celebración.

Se entra en oración como se entra en la liturgia: por la puerta estrecha de la fe. A través de los signos de su presencia, es el rostro del Señor lo que buscamos y deseamos, es su palabra lo que queremos escuchar y guardar.

El Espíritu Santo nos enseña a celebrar la liturgia esperando el retorno de Cristo, nos educa para orar en la esperanza. Inversamente, la oración de la Iglesia y la oración personal alimentan en nosotros la esperanza. Los salmos muy particularmente, con su lenguaje concreto y variado, nos enseñan a fijar nuestra esperanza en Dios.

«La esperanza no falla, porque el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5). La oración, formada en la vida litúrgica, saca todo del amor con el que somos amados en Cristo y que nos permite responder amando como Él nos ha amado. El amor es la fuente de la oración: quien saca el agua de ella, alcanza la cumbre de la oración.

Alegría y búsqueda de Dios
(30)

«Se alegre el corazón de los que buscan a Dios» (Sal 105, 3). Si el hombre puede olvidar o rechazar a Dios, Dios no cesa de llamar a todo hombre a buscarle para que viva y encuentre la dicha. Pero esta búsqueda exige del hombre todo el esfuerzo de su inteligencia, la rectitud de su voluntad, «un corazón recto», y también el testimonio de otros que le enseñen a buscar a Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La verdadera alegría se encuentra donde dijo S. Pablo: En el Señor. Las demás cosas, a parte de ser mudables, no nos proporcionan tanto gozo que puedan impedir la tristeza ocasionada por otros avatares en cambio, el temor de Dios la produce indeficiente porque quien teme a Dios como se debe, a la vez que teme confía en El y adquiere la fuente del placer y el manantial de toda la alegría» (S. Juan Crisóstomo).

«Tú eres grande, Señor, y muy digno de alabanza: grande es tu poder, y tu sabiduría no tiene medida. Y el hombre, pequeña parte de tu creación, pretende alabarte, precisamente el hombre que, revestido de su condición mortal, lleva en sí el testimonio de su pecado y el testimonio de que tú resistes a los soberbios. A pesar de todo, el hombre, pequeña parte de tu creación, quiere alabarte. Tú mismo le incitas a ello, haciendo que encuentre sus delicias en tu alabanza, porque nos has hecho para ti y nuestro corazón está inquieto mientras no descansa en ti» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Cielos, lloved vuestra justicia!
¡Ábrete, tierra!
¡Haz germinar al Salvador!

Oh Señor, Pastor de la casa de Israel,
que conduces a tu pueblo,
ven a rescatarnos por el poder de tu brazo.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Sabiduría, salida de la boca del Padre,
anunciada por profetas,
ven a enseñarnos el camino de la salvación.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Hijo de David, estandarte de los pueblos y los reyes,
a quien clama el mundo entero,
ven a libertarnos, Señor, no tardes ya.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Llave de David y Cetro de la casa de Israel,
tú que reinas sobre el mundo,
ven a libertar a los que en tinieblas te esperan.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Sol naciente,
esplendor de la luz eterna y sol de justicia,
ven a iluminar
a los que yacen de sombras de muerte.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Rey de las naciones y Piedra angular de la Iglesia,
tú que unes a los pueblos,
ven a libertar a los hombres que has creado.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Oh Emmanuel, nuestro rey,
salvador de las naciones,
esperanza de los pueblos,
ven a libertarnos, Señor, no tardes ya.
Ven pronto, Señor. ¡Ven, Salvador!

Amén.

5 de diciembre de 2021: DOMINGO II DE ADVIENTO “C”


«El Señor vendrá…»

Ba 5, 1-9: «Dios mostrará su esplendor sobre tí»
Sal 125: «El Señor ha estado grande con nosotros»
Flp 1, 4-6.8-11: «Manteneos limpios e irreprochables para el día de Cristo»
Lc 3, 1-6: «Todos verán la salvación de Dios»

I. LA PALABRA DE DIOS

En el texto de Baruc contemplamos que Dios se acuerda de nosotros, nos ama, nos conduce por los caminos de la historia, en medio de tribulaciones y dificultades, como un Dios salvador y liberador en Jesucristo.

«En el año… Judea… Galilea…» El evangelio nos da unos datos histórico-geográficos que subrayan la verdadera inserción de Jesús en la historia humana, y la importancia de Juan el Bautista. Con su mentalidad de historiador, san Lucas tiene mucho interés en precisar los datos históricos de la predicación del Bautista. La palabra de Dios acontece. No se nos habla de algo irreal, abstracto o ajeno a nuestra historia. Dios interviene en momentos concretos y en lugares determinados de la historia de los hombres. También de la tuya. Quizá ahora mismo, en este preciso instante…

«Vino la palabra de Dios sobre Juan». Se subraya la actividad de san Juan Bautista como punto de partida de la misión de Jesús; hasta para elegir al sucesor de Judas era condición haber sido testigo de la vida de Jesús, «empezando desde el bautismo de Juan».

«Un bautismo de conversión». La misión de Juan ha estado marcada por esta llamada incesante a la conversión. También la Iglesia ha recibido este encargo. Y esta llamada no siempre nos resulta grata; nos escuece, nos molesta… Y sin embargo, la llamada a la conversión es llamada a la vida. Las tres lecturas convergen en un mismo mensaje: Esperanza.

Sólo mediante la conversión será realidad que «toda carne verá la salvación de Dios». Convertirnos es en realidad despojarnos del vestido de luto y aflicción y vestirnos las galas perpetuas de la gloria que Dios nos da.

«Los valles serán rellenados, los montes y colinas serán rebajados». La esperanza del adviento quiere levantarnos de los valles de nuestros desánimos y cobardías, y abajarnos de los montes de nuestros orgullos y autosuficiencias. Quiere ponernos en la verdad de Dios y en la verdad de nosotros mismos. Quiere conducirnos a no esperar nada de nosotros mismos, y al mismo tiempo a esperarlo todo de Dios, a esperar cosas grandes y maravillosas porque Dios es grande y maravilloso.

«Esta es nuestra confianza: que el que ha inaugurado entre vosotros esta obra buena, la llevará adelante hasta el Día de Cristo Jesús». La salvación anunciada se realizó y se realiza hoy en Cristo (Filipenses).

II. LA FE DE LA IGLESIA

Los preparativos para la venida del Salvador
(552 — 524)

La venida del Hijo de Dios a la tierra es un acontecimiento tan inmenso que Dios quiso prepararlo durante siglos. Ritos y sacrificios, figuras y símbolos de la «Primera Alianza», todo lo hace converger hacia Cristo; anuncia esta venida por boca de los profetas que se suceden en Israel. Además, despierta en el corazón de los paganos una espera, aún confusa, de esta venida.

San Juan Bautista es el precursor inmediato del Señor, enviado para prepararle el camino. «Profeta del Altísimo», sobrepasa a todos los profetas, de los que es el último, e inaugura el Evangelio; desde el seno de su madre saluda la venida de Cristo y encuentra su alegría en ser «el amigo del esposo» a quien señala como «el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo». Precediendo a Jesús «con el espíritu y el poder de Elías», da testimonio de Él mediante su predicación, su bautismo de conversión y finalmente con su martirio. Celebrando la natividad y el martirio del Precursor, la Iglesia se une al deseo de éste: «Es preciso que Él crezca y que yo disminuya».

Al celebrar anualmente la liturgia de Adviento, la Iglesia actualiza esta espera del Mesías: participando en la larga preparación de la primera venida del Salvador, los fieles renuevan el ardiente deseo de su segunda venida.

La virtud de la esperanza
(2090 — 2092)

Cuando Dios se revela y llama al hombre, éste no puede responder plenamente al amor divino por sus propias fuerzas. Debe esperar que Dios le dé la capacidad de devolverle el amor y de obrar conforme a los mandamientos de la caridad. La esperanza es la espera confiada de la bendición divina y de la visión bienaventurada de Dios; es también el temor de ofender al amor de Dios y de provocar el castigo.

Los pecados contra la esperanza, son la desesperación y la presunción. Por la desesperación, el hombre deja de esperar de Dios su salvación personal, el auxilio para llegar a ella o el perdón de sus pecados. Se opone a la Bondad de Dios, a su Justicia –porque el Señor es fiel a sus promesas– y a su Misericordia. Hay dos clases de presunción. O bien el hombre presume de sus capacidades –esperando poder salvarse sin la ayuda de lo alto–, o bien presume de la omnipotencia o de la misericordia divinas, –esperando obtener su perdón sin conversión y la gloria sin mérito–.

La esperanza, virtud teologal
(1817 — 1821)

La esperanza es la virtud teologal por la que aspiramos al Reino de los cielos y a la vida eterna como felicidad nuestra, poniendo nuestra confianza en las promesas de Cristo y apoyándonos no en nuestras fuerzas sino en los auxilios de la gracia del Espíritu Santo.

La virtud de la esperanza responde al anhelo de felicidad puesto por Dios en el corazón de todo hombre; asume las esperanzas que inspiran las actividades de los hombres; las purifica para ordenarlas al Reino de los cielos; protege del desaliento; sostiene en todo desfallecimiento; dilata el corazón en la espera de la bienaventuranza eterna. El impulso de la esperanza preserva del egoísmo y conduce a la dicha de la caridad.

La esperanza cristiana se manifiesta desde el comienzo de la predicación de Jesús en la proclamación de las bienaventuranzas. Las bienaventuranzas elevan nuestra esperanza hacia el cielo como hacia la nueva tierra prometida; trazan el camino hacia ella a través de las pruebas que esperan a los discípulos de Jesús. Pero por los méritos de Jesucristo y de su pasión, Dios nos guarda en «la esperanza que no falla» (Rom 5,5). La esperanza es «el ancla del alma», segura y firme, «que penetra…adonde entró por nosotros como precursor Jesús» (Hb 6,19-20). Es también un arma que nos protege en el combate de la salvación: «Revistamos la coraza de la fe y de la caridad, con el yelmo de la esperanza de salvación» (1 Ts 5,8). Nos procura el gozo en la prueba misma: «Con la alegría de la esperanza; constantes en la tribulación» (Rm 12,12). Se expresa y se alimenta en la oración, particularmente en la del Padre Nuestro, resumen de todo lo que la esperanza nos hace desear.

Podemos, por tanto, esperar la gloria del cielo prometida por Dios a los que le aman y hacen su voluntad. En toda circunstancia, cada uno debe esperar, con la gracia de Dios, perseverar hasta el fin y obtener el gozo del cielo, como eterna recompensa de Dios por las obras buenas realizadas con la gracia de Cristo. En la esperanza, la Iglesia implora que todos los hombres se salven. Espera estar en la gloria del cielo unida a Cristo, su esposo.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El Verbo de Dios ha habitado en el hombre y se ha hecho hijo del hombre para acostumbrar al hombre a comprender a Dios y para acostumbrar a Dios a habitar en el hombre, según la Voluntad del Padre» (S. Ireneo de Lyón).

«Cada uno de nosotros estaba torcido. Por la venida de Cristo, ya realizada, lo que estaba torcido en nuestra alma se ha enderezado. ¿De qué te sirve a ti que Cristo haya venido históricamente en la humanidad si no ha venido también a tu alma? Roguemos pues para que cada día se realice en nosotros su venida de manera que podamos decir: Vivo, pero no yo; es Cristo quien vive en mí» (Orígenes).

«Espera, espera, que no sabes cuándo vendrá el día ni la hora. Vela con cuidado, que todo se pasa con brevedad, aunque tu deseo hace lo cierto dudoso, y el tiempo breve largo. Mira que mientras más peleares, más mostrarás el amor que tienes a tu Dios y más te gozarás con tu Amado con gozo y deleite que no puede tener fin» (S. Teresa de Jesús).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Preparemos los caminos
ya se acerca el Salvador
y salgamos, peregrinos,
al encuentro del Señor.

Ven, Señor, a libertarnos,
ven tu pueblo a redimir;
purifica nuestras vidas
y no tardes en venir.

El rocío de los cielos
sobre el mundo va a caer,
el Mesías prometido,
hecho niño, va a nacer.

Te esperamos anhelantes
y sabemos que vendrás;
deseamos ver tu rostro
y que vengas a reinar.

Consolaos y alegraos,
desterrados de Sión,
que ya viene, ya está cerca,
él es nuestra salvación.

Amén.

28 de noviembre de 2021: DOMINGO I DE ADVIENTO “C”


«A Ti levanto mi alma»

Jr 33, 14-16: «Suscitaré a David un vástago legítimo».
Sal 24: «A Ti, Señor, levanto mi alma».
1 Ts 3, 12-4, 2: «Que el Señor afiance vuestros corazones, para cuando venga Cristo».
Lc 21, 25-28. 34-36: «Se acerca vuestra liberación».

I. LA PALABRA DE DIOS

El anuncio profético de Jeremías –«suscitaré a David un vástago legítimo»– se cumple en Jesucristo, «retoño de David», que ha dado al mundo la «justicia», es decir, la salvación.

Con la plegaria del pobre y del pecador –«A Tí, Señor, levanto mi alma»– nos dirigimos a Dios, que nos salva (Salmo).

«Se acerca vuestra liberación». Los males, el miedo, la angustia, etc… nos afligen a los hombres a lo largo de la historia y evidencian la necesidad que tenemos de ser liberados. Toda venida de Cristo es siempre liberadora, redentora. Viene para arrancamos de la esclavitud de nuestros pecados. Por eso, nuestra esperanza se convierte en deseo apremiante, en anhelo incontenible, exactamente igual que el prisionero que contempla cercano el día de su liberación. La auténtica esperanza nos pone en marcha y desata todas nuestras energías. Necesitamos vigilar, disipar las sombras, para que el anuncio que transmitimos se potencie con la luz y testimonio de nuestra vida.

«Santos e irreprochables». En cuanto a la intensidad de la esperanza, si Cristo viene no es sólo para “mejorarnos un poco”, sino para hacernos partícipes de la santidad misma de Dios. Y esta obra suya de salvación quiere ser tan poderosa que se manifestará ante todo el mundo que Él es nuestra santidad, que no somos santos por nuestras fuerzas, sino por la gracia suya, hasta el punto de que a la Iglesia se le pueda dar el nombre de «“El Señor es nuestra justicia”».

«Se salvará Judá». Es notable que la mayor parte de los textos bíblicos de la liturgia de Adviento nos hablan de la salvación del pueblo entero. «Cumpliré la promesa que hice a la casa de Israel». Hemos de ensanchar nuestro corazón y dejar que se dilate nuestra esperanza al empezar el Adviento. Debemos evitar reducir o empequeñecer la acción de Dios: nuestra mirada debe abarcar a la Iglesia entera, que se extiende por todo el mundo. No podemos conformarnos con menos de lo que Dios quiere darnos.

Toda «la Creación gime» (Rom 8). Los hombres gemimos en ella. Los creyentes en Jesús nos sentimos estimulados en este primer Domingo de Adviento a transmitir al increyente y al alejado los caminos del Señor, que son «misericordia y lealtad». Es un aspecto de la “Nueva Evangelización”, que tiene por núcleo la realidad de que Dios se hizo Enmanuel para salvarnos.

Desde el primer Domingo de Adviento ha de contemplarse la triple venida de Jesucristo Salvador: la histórica, ya ocurrida; la futura, aún por venir; y la actual y continua.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo es el Señor del cosmos y de la historia
(668 – 670)

«Cristo murió y volvió a la vida para eso, para ser Señor de muertos y vivos» (Rm 14, 9). La Ascensión de Cristo al Cielo significa su participación, en su humanidad, en el poder y en la autoridad de Dios mismo. Jesucristo es Señor: Posee todo poder en los cielos y en la tierra. Cristo es el Señor del cosmos y de la historia. En Él, la historia de la humanidad e incluso toda la Creación encuentran su recapitulación, su cumplimiento transcendente.

Como Señor, Cristo es también la Cabeza de la Iglesia que es su Cuerpo. Elevado al cielo y glorificado, habiendo cumplido así su misión, permanece en la tierra en su Iglesia. La Redención es la fuente de la autoridad que Cristo, en virtud del Espíritu Santo, ejerce sobre la Iglesia. La Iglesia, o el reino de Cristo presente ya en misterio, constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra.

Desde la Ascensión, el designio de Dios ha entrado en su consumación. Estamos ya en la «última hora». El final de la historia ha llegado ya a nosotros y la renovación del mundo está ya decidida de manera irrevocable e incluso de alguna manera real está ya por anticipado en este mundo. La Iglesia, en efecto, ya en la tierra, se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta.

Esperando que todo le sea sometido
(671 – 672)

El Reino de Cristo, presente ya en su Iglesia, sin embargo, no está todavía acabado. Este Reino aún es objeto de los ataques de los poderes del mal a pesar de que estos poderes hayan sido vencidos en su raíz por la Pascua de Cristo. Hasta que todo le haya sido sometido, y mientras no haya nuevos cielos y nueva tierra, en los que habite la justicia, la Iglesia peregrina lleva en sus sacramentos e instituciones, que pertenecen a este tiempo, la imagen de este mundo que pasa. Ella misma vive entre las criaturas que gimen en dolores de parto hasta ahora y que esperan la manifestación de los hijos de Dios. Por esta razón los cristianos piden, sobre todo en la Eucaristía, que se apresure el retorno de Cristo cuando suplican: «Ven, Señor Jesús».

Cristo afirmó antes de su Ascensión que aún no era la hora del establecimiento glorioso del Reino mesiánico esperado por Israel que, según los profetas, debía traer a todos los hombres el orden definitivo de la justicia, del amor y de la paz. El tiempo presente, según el Señor, es el tiempo del Espíritu y del testimonio, pero es también un tiempo marcado todavía por la «tristeza» (1 Co 7, 26) y la prueba del mal que afecta también a la Iglesia e inaugura los combates de los últimos días. Es un tiempo de espera y de vigilia.

El glorioso advenimiento de Cristo,
esperanza de Israel
(673 – 674)

Desde la Ascensión, el advenimiento de Cristo en la gloria es inminente aun cuando a nosotros no nos «toca conocer el tiempo y el momento que ha fijado el Padre con su autoridad». Este advenimiento escatológico se puede cumplir en cualquier momento, aunque tal acontecimiento y la prueba final que le ha de preceder estén «retenidos» en las manos de Dios.

La Venida del Mesías glorioso, en un momento determinado de la historia se vincula al reconocimiento del Mesías por «todo Israel» del que «una parte está endurecida» en «la incredulidad» respecto a Jesús. La entrada de «la plenitud de los judíos» en la salvación mesiánica, a continuación de «la plenitud de los gentiles», hará al Pueblo de Dios «llegar a la plenitud de Cristo» en la cual «Dios será todo en nosotros».

La vigilancia
(2612; 2849)

En Jesús «el Reino de Dios está próximo», llama a la conversión y a la fe pero también a la vigilancia. En la oración, el discípulo espera atento a aquél «que es y que viene», en el recuerdo de su primera venida en la humildad de la carne, y en la esperanza de su segundo advenimiento en la gloria. En comunión con su Maestro, la oración de los discípulos es un combate, y velando en la oración es como no se cae en la tentación.

«No nos dejes caer en la tentación». Este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón«, y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertarnos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16, 15).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Luz luce en las tinieblas. Las tinieblas son el error y la muerte… Abramos las puertas para que aquella Luz nos ilumine con sus rayos y siempre gocemos de la benignidad de Nuestro Señor Jesucristo» (S. Juan Crisóstomo).

«Nuestro Redentor y Señor anuncia los males que han de seguir a este mundo perecedero, a fin de que nos hallemos preparados…Nosotros, que sabemos cuáles son los gozos de la Patria Celestial, debemos ir cuanto antes a Ella y por el camino más corto… No queráis, pues, hermanos, amar lo que no ha de permanecer mucho» (S. Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Marana tha!
¡Ven, Señor, Jesús!

Yo soy la Raíz y el Hijo de David,
la Estrella radiante de la mañana.

El Espíritu y la Esposa dicen: «¡Ven, Señor!»
Quien lo oiga, diga: «¡Ven, Señor!»

Quien tenga sed, que venga; quien lo desee,
que tome el don del agua de la vida.

Sí, yo vengo pronto.
¡Amén! ¡Ven, Señor, Jesús!