La maternidad virginal de María y la salvación
sólo pueden venir de Dios
Mt 1,18-24: Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David.
I. LA PALABRA DE DIOS
La permanencia del pueblo de Dios está apoyada en la promesa de venida de Dios a su pueblo. Una cosa es que Dios se haga historia con el hombre y otra que el hombre deshaga o destruya la historia de Dios con Él.
«El Señor por su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo, que viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que Dios nos ha dado. Esperamos signos de que el mundo cambie, de que las cosas mejoren. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él salvará a su pueblo de los pecados».
«La Virgen está encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. La virginal gravidez de la Virgen será signo de salvación porque de ella nacerá el «Dios-con-nosotros». Gracias a ella tenemos al Emmanuel. Como si hasta el sí de María, Dios fuera «simplemente» Dios, y desde María, «Dios-con-nosotros». Para darlo al mundo, primero lo ha recibido.
La vida de la Virgen no es llamativa en actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y, sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.
Nuestra vida está llamada a ser tan sencilla, y a la vez tan grande, como la de María. No hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.
María da a Jesús, concebido virginalmente, sin concurso de varón, una naturaleza humana verdadera; José aceptó a María como esposa (una desposada era ya, jurídica y socialmente, esposa; pero faltaba la boda propiamente dicha, el rito de «llevar consigo» a casa el desposado a la desposada), y fue él quien puso nombre al hijo de María, transmitiendo así a Jesús sus derechos de descendencia davídica («poner nombre» a un recién nacido supone actuar con autoridad paterna). San José es el ejemplo de quienes saben que hay situaciones vitales que exigen una decisión fundamental desde una visión de fe; que no pueden ser tomadas desde la desnuda voluntad humana, sino desde la que se decide desde Dios.
Las muestras de prepotencia y autosuficiencia, de las que hace gala el hombre de hoy, se ven muchas veces frenadas por la frustración. Pero la sensación de fracaso no suele ser para muchos ocasión de buscar soluciones por el camino de Dios, sino para insistir una y otra vez en más soluciones humanas, creyéndose salvadores de todo.
A veces ocurre que los grandes pensamientos o proyectos humanos son sometidos a prueba por el Evangelio, cuando es leído desde la fe; sin embargo ha de animarnos la convicción de que la fe, lejos de destruir la iniciativa del hombre, le ayuda a descubrir caminos nuevos e insospechados.
II. LA FE DE LA IGLESIA
Cristo, concebido por obra del Espíritu Santo
(497, 498, 496).
La fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado siempre viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe, que lo ve dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo que reúne entre sí los misterios: «El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios.»
Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas: «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo«, dice el ángel a José a propósito de María, su desposada. La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo.»
Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; esto es, sin elemento humano. Los Padres de la Iglesia ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): «Ustedes están firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen… que fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato… que padeció verdaderamente, como también que resucitó verdaderamente.»
María, siempre Virgen
(499 – 503).
La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir, consagró la integridad virginal» de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como «la siempre-virgen».
A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús. La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José «hermanos de Jesús» son los hijos de una María discípula de Cristo (cf Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como «la otra María» (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf Gn 13, 8; 14, 16; 29, 15), en el que la palabra «hermano», no siempre significa «hermano de sangre».
La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios. «La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre…; consubstancial con su Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas,» divina y humana.
La oración en comunión
con la Santa Madre de Dios
(2675, 2673, 2674).
Desde el sí dado por la fe en la Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias. Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre, es pura transparencia de Él: María «muestra el Camino«.
A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ha desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.
III. EL TESTIMONIO CRISTIANO
«Merced a este vínculo especial que une a Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella mujer que, desde los primeros capítulos del libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella dura batalla contra el poder de las tinieblas que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana» (san Juan Pablo II).
IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO
Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.
Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.
Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.
Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.
Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna.
Amén.