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18 de septiembre de 2022: DOMINGO XXV ORDINARIO “C”


«Dios… o el dinero»

Am 8, 4-7: Contra los que compran al indigente por plata.
Sal 112, 1-8: Alabad al Señor, que alza al pobre.
1 Tm 2, 1-8: Que se hagan oraciones por toda la humanidad a Dios, que quiere que todos los hombres se salven.
Lc 16, 1-13: No podéis servir a Dios y al dinero.

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Amós es conocido por su denuncia de los especuladores, a quienes su ambición les lleva al abuso de los más pobres e indefensos.

La primera carta a Timoteo es un escrito pastoral, en el que el apóstol recomienda la oración por todos los hombres, pues la voluntad salvífica universal de Dios enseña a los cristianos a no olvidar a nadie.

Jesús expone en el evangelio la parábola del administrador infiel, que tiene una enseñanza: nadie puede servir a Dios, si tiene como dios al dinero.

«Los hijos de este mundo son más astutos… que los hijos de la luz». He aquí la enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús no alaba el fraude, sino que reconoce la astucia de los que se rigen por los principios de este mundo y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos cuando son los bienes espirituales y eternos los que están en juego. ¡Qué distinto sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna, por lo menos, la mitad del interés que ponemos en los negocios humanos! Debemos preguntarnos: ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?

«Ningún siervo puede servir a dos señores». Esta es la explicación profunda de lo anterior. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero, discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad… El que de veras se ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le conozcan y le amen. Se nota, si servimos al Señor, en que cada vez más nuestros pensamientos, intereses y deseos están centrados en Él y en sus cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?

El dinero siempre ha sido y es un peligroso ídolo. Es absorbente de los intereses y preocupaciones del hombre. ¿Cuantas personas han caído en sus redes y han sido esclavizadas por él? La corrupción, la desconfianza familiar y social, las rupturas de amistades… tienen muchas veces como causa el señorío del dinero sobre las personas. Frente a este ídolo Jesús establece una oposición radical para el servidor de Dios. No se puede servir a dos señores.

Entre los mandamientos de Dios, el décimo habla de poner el corazón o en Dios o en los bienes ajenos. Pocas veces se habla de los deseos del corazón, pero es ahí donde se elevan altares: o a Dios o al dinero.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios, bien supremo y fuente de todo bien.
La pobreza de corazón
(2541 – 2550)

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio. Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto.

«Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino: «Jesucristo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros”» (S. Gregorio de Nisa).

El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes. «El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en el espíritu busca el Reino de los cielos» (S. Agustín). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana. La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios.

Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.

La codicia
y concupiscencia por los bienes
(2534 – 2540)

El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La «concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto. La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley (Sb 14,12). El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido, a otra persona.

El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: «No codiciarás«, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada como está escrito: «el ojo del avaro no se satisface con su suerte» (Si 14, 9).

No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos.

¿Quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas y a los que, por tanto, es preciso exhortar más a observar este precepto?: los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles; los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos.

El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que. a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (2 Sam 12, 14). La envidia puede conducir a las peores fechorías (Gn 4, 37; 1 R 21, 129). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (Sb 2, 24).

La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal: San Agustín veía en la envidia el «pecado diabólico por excelencia«. El bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad» (S. Agustín).

«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado –se dirá– porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros» (S. Juan Crisóstomo).

«La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir» (S. Gregorio de Nisa).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Atardece, anochece, el alma cesa
de agitarse en el mundo
como una mariposa sacudida

La sombra fugitiva ya se esconde.
Un temblor vagabundo
en la penumbra deja su fatiga

Y rezamos, muy juntos,
hacia dentro de un gozo sostenido,
Señor, por tu profundo
ser insomne que existe y nos cimienta

Señor, gracias, que es tuyo
el universo aún; y cada hombre
hijo es, aunque errabundo,
al final de la tarde, fatigado,
se marche hacia lo oscuro
de sí mismo; Señor, te damos gracias
por este ocaso último.
Por este rezo súbito.

Amén.

11 de septiembre de 2022: DOMINGO XXIV ORDINARIO “C”


«Perdónanos… como perdonamos»

Ex 32,7-11.13-14: Se arrepintió el Señor de la amenaza que había
pronunciado
.

Sal 50: Me levantaré, me pondré en camino adonde está mi padre.
1 Tm 1,12-17: Cristo vino para salvar a los pecadores.
Lc 15, 1-32: Habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta.

I. LA PALABRA DE DIOS

En el Antiguo Testamento, la misericordia de Dios, que da una nueva oportunidad a los pecadores, se designa con el término tan humano de arrepentimiento —«Se arrepintió el Señor», poco acorde con la idea filosófica de la inmutabilidad de Dios.

En la segunda lectura comienza la proclamación de una de las cartas pastorales de san Pablo, la primera a Timoteo. El apóstol es buena muestra de la generosa misericordia de Dios, que le perdonó su pasada vida de perseguidor de la Iglesia y lo convirtió en apóstol.

En el evangelio se leen tres parábolas sobre la misericordia de Dios, que son propias del Evangelio según san Lucas, joyas de la literatura universal y autorretratos del corazón de Jesús: misericordia del Padre con los pecadores.

La tres parábolas de la misericordia se exponen ante la actitud cerrada y soberbia de los que rechazan al pecador. Dios siempre acoge. En las tres se destaca la alegría de Dios por volver a encontrar, por la reconciliación de los alejados; en contraste con el descontento de los fariseos, que se consideraban “merecedores” exclusivos del amor de Dios.

En la tercera parábola, el protagonista es el padre, no los hijos, pues el pródigo no es modelo ni siquiera de arrepentimiento (se arrepiente por pura hambre, no por amor al padre); y el hermano mayor no sirve al padre con corazón de hijo, sino de siervo. Los dos habían sido “perdidos” por el padre, que tiene que “salir” al encuentro de uno y otro. La preocupación primordial del Padre es conseguir el retorno del descarriado, y su alegría al recobrarlo es tanto mayor cuanto mayor fue su disgusto al perderlo.

La conducta de Jesús es desconcertante. Para la lógica de los fariseos –y quizás también para la nuestra–, los pecadores han de ser señalados con el dedo, han de ser puestos aparte y despreciados. Sin embargo, Él «acoge a los pecadores y come con ellos». Jesús introduce en el mundo otra lógica. Jesús hace lo que hace el Padre, que actúa así con los pecadores arrepentidos: no aprueba el envilecimiento en que cae el pecador, pero sigue tendiendo para él los brazos abiertos, lo acepta y lo comprende más que el pecador a sí mismo. Él nunca considera bueno al pecador. Él no dice que la oveja descarriada no esté descarriada. Lo que hace es, en lugar de rechazarla, ir a buscarla, y cuando la encuentra se llena de alegría, la carga sobre sus hombros, le venda las heridas, la cuida, la alimenta…. Así es el Corazón de Cristo. Su amor vence el mal con el bien. Para llegar hasta rehacer por completo al pecador, hasta sacarle de su fango y devolverle la dignidad de hijo de Dios.

Ahora bien, en la categoría de pecadores estamos todos. Frente al orgullo altanero y despreciativo de los fariseos, san Pablo afirma categóricamente: «Cristo Jesús vino al mundo para salvar a los pecadores, y yo soy el primero» (2ª lectura). Todos necesitamos ser salvados. Y, si no hemos caído más bajo, ha sido por pura gracia; y esto no puede ser motivo para el orgullo y el desprecio de los demás, sino para la humildad y el agradecimiento.

En la oración del Señor hay una petición sorprendente, que es el mejor comentario a estas parábolas: pedimos el perdón de Dios, “como nosotros perdonamos”. Esto nos lleva a tres actitudes fundamentales: audacia en la petición; confianza en la misericordia divina; empeño muy serio, sostenido por la gracia, de ser como el Padre misericordioso y no como los fariseos.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El perdón de Dios en Cristo
(1425 – 1426)

La conversión a Cristo, el nuevo nacimiento por el Bautismo, el don del Espíritu Santo, el Cuerpo y la Sangre de Cristo recibidos como alimento nos han hecho «santos e inmaculados ante él» (Ef 1, 4), como la Iglesia misma, esposa de Cristo, es «santa e inmaculada ante él» (Ef 5, 27).

Habéis sido lavados, habéis sido santificados, habéis sido justificados en el nombre del Señor Jesucristo y por el Espíritu de nuestro Dios” (1 Co 6,11). Es preciso darse cuenta de la grandeza del don de Dios que se nos hace en los sacramentos de la iniciación cristiana para comprender hasta qué punto el pecado es algo que no cabe en aquel que «se ha revestido de Cristo» (Ga 3,27).

Sin embargo, la vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia. El apóstol S. Juan nos dice: «Si decimos: ‘no tenemos pecado’, nos engañamos y la verdad no está en nosotros». Y el Señor mismo nos enseñó a orar –«Perdona nuestras ofensas»– uniendo el perdón mutuo de nuestras ofensas al perdón que Dios concederá a nuestros pecados.

Perdona nuestras ofensas
como también nosotros perdonamos
(2838 – 2845)

Esta petición del Padre Nuestro es sorprendente. Si sólo comprendiera la primera parte de la frase «perdona nuestras ofensas», podría estar incluida, implícitamente, en las tres primeras peticiones de la Oración del Señor, ya que el Sacrificio de Cristo es «para la remisión de los pecados». Pero, según el segundo miembro de la frase –«como también nosotros perdonamos»–, nuestra petición no será escuchada si no hemos respondido antes a una exigencia. Nuestra petición se dirige al futuro, nuestra respuesta debe haberla precedido; una palabra las une: “como”.

Perdona nuestras ofensas …

Con una audaz confianza hemos empezado a orar a nuestro Padre. Suplicándole que su Nombre sea santificado, le hemos pedido que seamos cada vez más santificados. Pero, aun revestidos de la vestidura bautismal, no dejamos de pecar, de separamos de Dios. Ahora, en esta nueva petición, nos volvemos a Él, como el hijo pródigo, y nos reconocemos pecadores ante Él como el publicano.

Nuestra petición empieza con una “confesión” en la que afirmamos, al mismo tiempo, nuestra miseria y su Misericordia. Nuestra esperanza es firme porque, en su Hijo, «tenemos la redención, la remisión de nuestros pecados». El signo eficaz e indudable de su perdón lo encontramos en los sacramentos de su Iglesia.

Ahora bien, lo temible es que este desbordamiento de misericordia no puede penetrar en nuestro corazón mientras no hayamos perdonado a los que nos han ofendido. El Amor, como el Cuerpo de Cristo, es indivisible; no podemos amar a Dios a quien no vemos, si no amamos al hermano a quien vemos. Al negarse a perdonar a nuestros hermanos, el corazón se cierra, su dureza lo hace impermeable al amor misericordioso del Padre; en la confesión del propio pecado, el corazón se abre a su gracia.

Esta petición es tan importante que es la única sobre la cual el Señor vuelve y explicita en el Sermón de la Montaña. Esta exigencia crucial del misterio de la Alianza es imposible para el hombre. Pero «todo es posible para Dios».

… Como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden

Este “como” no es el único en la enseñanza de Jesús: «sed perfectos ‘como’ es perfecto vuestro Padre celestial»; «sed misericordiosos, ‘como’ vuestro Padre es misericordioso»; «Os doy un mandamiento nuevo: que os améis los unos a los otros. Que ‘como’ yo os he amado, así os améis también vosotros los unos a los otros».

Observar el mandamiento del Señor es imposible si se trata de imitar desde fuera el modelo divino. Se trata de una participación, vital y nacida “del fondo del corazón”, en la santidad, en la misericordia, y en el amor de nuestro Dios. Sólo el Espíritu que es «nuestra Vida» (Gal 5, 25) puede hacer nuestros los mismos sentimientos que hubo en Cristo Jesús. Así, la unidad del perdón se hace posible, «perdonándonos mutuamente ‘como’ nos perdonó Dios en Cristo» (Ef 4, 32).

La parábola del siervo sin entrañas, que culmina la enseñanza del Señor sobre la comunión eclesial (cf. Mt 13, 2335), acaba con esta frase: «Esto mismo hará con vosotros mi Padre celestial si no perdonáis cada uno de corazón a su hermano». Allí es, en efecto, en el fondo “del corazón” donde todo se ata y se desata. No está en nuestra mano no sentir ya la ofensa y olvidarla; pero el corazón que se ofrece al Espíritu Santo cambia la herida en compasión y purifica la memoria transformando la ofensa en intercesión.

La oración cristiana llega hasta el perdón de los enemigos. Transfigura al discípulo configurándolo con su Maestro. El perdón es la cumbre de la oración cristiana; el don de la oración no puede recibirse más que en un corazón acorde con la compasión divina. Además, el perdón da testimonio de que, en nuestro mundo, el amor es más fuerte que el pecado. Los mártires de ayer y de hoy dan este testimonio de Jesús. El perdón es la condición fundamental de la reconciliación de los hijos de Dios con su Padre y de los hombres entre sí.

No hay límite ni medida en este perdón, esencialmente divino. Si se trata de ofensas (de «pecados» según Lc 11, 4, o de «deudas» según Mt 6, 12), de hecho nosotros somos siempre deudores: «con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor» (Rm 13, 8).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no acepta el sacrificio de los que provocan la desunión, los despide del altar para que antes se reconcilien con sus hermanos: Dios quiere ser pacificado con oraciones de paz. La obligación más bella para Dios es nuestra paz, nuestra concordia, la unidad en el Padre, el Hijo y el Espíritu Santo de todo el pueblo fiel» (San Cipriano).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Hoy que sé que mi vida es un desierto,
en el que nunca nacerá una flor,
vengo a pedirte, Cristo jardinero,
por el desierto de mi corazón

Para que nunca la amargura sea
en mi vida más fuerte que el amor,
pon, Señor, una fuente de alegría
en el desierto de mi corazón

Para que nunca ahoguen los fracasos
mis ansias de seguir siempre tu voz,
pon, Señor, una fuente de esperanza
en el desierto de mi corazón

Para nunca busque recompensa
al dar mi mano o al pedir perdón,
pon, Señor, una fuente de amor puro
en el desierto de mi corazón

Para que no me busque a mí cuando te busco
y no sea egoísta mi oración,
pon tu cuerpo, Señor, y tu palabra
en el desierto de mi corazón.

Amén.

4 de septiembre de 2022: DOMINGO XXIII ORDINARIO “C”


«Déjalo todo… Sígueme»

Sb 9, 13-19: ¿Quién se imaginará lo que el Señor quiere?
Sal 89: Señor, tú has sido nuestro refugio de generación en generación.
Flm 9b-10.12-17: Recóbralo, no como esclavo, sino como un hermano querido.
Lc 14, 25-33: Aquel que no renuncia a todos sus bienes no puede ser discípulo mío.

I. LA PALABRA DE DIOS

Sólo en este domingo del año se lee un pasaje de la carta a Filemón, la más breve de san Pablo; que sabiendo que Filemón tiene derechos legales sobre su esclavo huido, invoca su caridad y su buena voluntad. Jurídicamente, Onésimo es esclavo de Filemón, pero en la fe es su hermano, por ser los dos –amo y criado– cristianos, hijos de Dios por el bautismo. Desde los primeros siglos de la Iglesia, este principio evangélico fue socavando lentamente la secular institución social de la esclavitud, hasta su progresiva abolición en todas las naciones; y  que, aunque legalmente abolida y socialmente reprobada, desgraciadamente sigue existiendo en nuestro mundo de forma más o menos encubierta.

En el Evangelio, durante el transcurso de su larga subida a Jerusalén para sufrir la pasión y entrar así en la gloria, Jesús quiere dejar muy claras las condiciones para ser discípulo suyo: debían estar dispuestos a renunciar a todo: familia, riquezas y al propio egoísmo. ¡Que nadie se llame a engaño! Ya desde el primer paso hay que estar dispuesto a hacer «renuncia a todos sus bienes» y a  posponer «a su padre y a su madre, a su mujer y a sus hijos, a sus hermanos … e incluso a sí mismo». Dura renuncia para quienes confiaban en Jesús como el futuro rey que los llenaría de honores, poder, prosperidad y autonomía. Sin estar dispuesto a jugárselo todo por Cristo, ni se construirá la Iglesia, ni se vencerá en la batalla contra las fuerzas del mal. El texto de este versículo pertenece a la esfera del primer Mandamiento, porque contiene una declaración implícita de la divinidad de Jesucristo: sólo Dios puede exigir una adhesión a Él tan inaudita.

Lo que Cristo dice parece duro y exigente. Por eso es necesario que Dios nos de «sabiduría» y nos envíe su «santo Espíritu desde lo alto» (1ª lectura) para que estas palabras nos resulten atractivas y encontremos en ellas nuestro gozo. Esta sabiduría, que es don del Espíritu, no sólo nos hace entender las palabras de Cristo, sino que suscita en nosotros el deseo de cumplirlas en totalidad y con perfección.

Es sólo el amor apasionado a Jesucristo el que nos hace estar dispuestos a perderlo todo por Él, a no poner condiciones, a no anteponer a Él absolutamente nada ni nadie (cf. san Cipriano y san Benito). Ni aun los amores más santos y bendecidos por Dios deben anteponerse al amor de Cristo. Cuando no existe el amor a Cristo o se ha enfriado, todo son excusas, justificaciones, «peros» y dificultades, se calcula cada renuncia, se recorta la generosidad, se frena la entrega, se disimula o justifica el pecado…

Y, esta de Jesús, no es una invitación sólo para los consagrados. Cada cristiano, según su vocación, estado y situación, ha de vivir como Cristo, en Cristo y para Cristo, sin más intereses absolutos: riquezas, reconocimiento social, proyectos propios, gratificaciones afectivas…

Seguir a Jesucristo es la ley del cristiano, ley nueva o ley evangélica que cumple, supera y lleva a su perfección la ley antigua. Es ley de amor, de gracia y de libertad. Exige renuncia al egoísmo y vivir en gracia, en Cristo.

En la pluralidad de carismas, ministerios y servicios, en la Iglesia se expresa una comunidad que sigue al Señor, único Camino, Verdad y Vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La ley moral
(1950 – 1964)

La Ley divina es una instrucción paternal de Dios que prescribe al hombre los caminos que llevan a la bienaventuranza prometida y proscribe los caminos del mal. La ley divina se compone de la Ley natural y de la Ley revelada.

La Ley natural es una participación en la sabiduría y la bondad de Dios por parte del hombre, formado a imagen de su Creador. Expresa la dignidad de la persona humana y constituye la base de sus derechos y sus deberes fundamentales. La ley natural es inmutable, permanente a través de la historia. Las normas que la expresan son siempre substancialmente válidas. Es la base necesaria para la edificación de las normas morales y la ley civil.

La Ley revelada se compone de la Ley Antigua y de la Ley Nueva. La Ley antigua es la primera etapa de la Ley revelada. Sus prescripciones morales se resumen en los diez Mandamientos. La Ley antigua es una preparación al Evangelio.

La ley nueva o ley evangélica
(1965 – 1972)

La Ley nueva o Ley evangélica es la perfección aquí abajo de la ley divina, natural y revelada. La Ley nueva es la gracia del Espíritu Santo dada a los fieles mediante la fe en Cristo. Actúa por la caridad, utiliza el Sermón de la Montaña del Señor para enseñarnos lo que hay que hacer, y los sacramentos para comunicarnos la gracia de realizarlo.

La Ley evangélica «da cumplimiento», purifica, supera, y lleva a su perfección la Ley antigua. En las «Bienaventuranzas» da cumplimiento a las promesas divinas elevándolas y ordenándolas al Reino de los cielos. No añade preceptos exteriores nuevos, pero llega a reformar la raíz de los actos, el corazón, donde el hombre elige entre lo puro y lo impuro, donde se forman la fe, la esperanza y la caridad, y con ellas las otras virtudes. Se dirige a los que están dispuestos a acoger con fe esta esperanza nueva: los pobres, los humildes, los afligidos, los limpios de corazón, los perseguidos a causa de Cristo, trazando así los caminos sorprendentes del Reino.

La Ley evangélica entraña la elección decisiva entre «los dos caminos» (Mt 7, 1314) y la práctica de las palabras del Señor (Mt 7, 2127); está resumida en la regla de oro: «Todo cuanto queráis que os hagan los hombres, hacédselo también vosotros; porque ésta es la Ley y los profetas» (Mt 7, 12; Lc 6, 31).

Toda la Ley evangélica está contenida en el «Mandamiento Nuevo» de Jesús: amarnos los unos a los otros como Él nos ha amado (cf. Jn 15, 12).

La Ley nueva es llamada ley de amor, porque hace obrar por el amor que infunde el Espíritu Santo más que por el temor; ley de gracia, porque confiere la fuerza de la gracia para obrar mediante la fe y los sacramentos; ley de libertad, porque nos libera de las observancias rituales y jurídicas de la Ley antigua, nos inclina a obrar espontáneamente bajo el impulso de la caridad y nos hace pasar de la condición del siervo «que ignora lo que hace su señor», a la de amigo de Cristo, «porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer» (Jn 15, 15), y también a la condición de hijo heredero (Ga 4, 17. 2131; Rm 8, 15).

Los consejos evangélicos
(1973 – 1974; 915 – 919)

Más allá de sus preceptos, la Ley nueva contiene los consejos evangélicos. La distinción tradicional entre mandamientos de Dios y consejos evangélicos se establece por su relación a la caridad, perfección de la vida cristiana. Los preceptos están destinados a apartar de lo que es incompatible con la caridad. Los consejos tienen por fin apartar de lo que, incluso sin serle contrario, puede constituir un impedimento al desarrollo de la caridad.

Los consejos evangélicos manifiestan la plenitud viva de una caridad que nunca se sacia. Atestiguan su fuerza y estimulan nuestra prontitud espiritual. La perfección de la Ley nueva consiste esencialmente en los preceptos del amor de Dios y del prójimo. Los consejos indican vías más directas, medios más apropiados, y han de practicarse según la vocación de cada uno.

Los consejos evangélicos están propuestos en su multiplicidad a todos los discípulos de Cristo. La perfección de la caridad —a la cual son llamados todos los fieles— implica, para quienes asumen libremente el llamamiento a la vida consagrada, la obligación de practicar la castidad en el celibato por el Reino, la pobreza y la obediencia. La profesión de estos consejos en un estado de vida estable reconocido por la Iglesia es lo que caracteriza la «vida consagrada» a Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no quiere que cada uno observe todos los consejos, sino solamente los que son convenientes según la diversidad de las personas, los tiempos, las ocasiones, y las fuerzas, como la caridad lo requiera. Porque es ésta la que, como reina de todas las virtudes, de todos los mandamientos, de todos los consejos, y en suma de todas las leyes y de todas las acciones cristianas, la que da a todos y a todas rango, orden, tiempo y valor» (San Francisco de Sales).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

A Ti, sumo y eterno Sacerdote
de la nueva alianza, Jesucristo,
se ofrecen nuestros votos y se elevan
los corazones en acción de gracias.

Desde el seno del Padre, descendiste
al de la Virgen Madre;
te haces pobre, y así nos enriqueces;
tu obediencia, de esclavos libres hace.

Tú eres el Ungido, Jesucristo,
al Sacerdote único;
tiene su fin en ti la ley antigua,
por ti la ley de gracia viene al mundo.

Al derramar tu sangre por nosotros,
tu amor complace al Padre;
siendo la hostia de tu sacrificio,
hijos de Dios y hermanos Tú nos haces.

Para alcanzar la salvación eterna,
día a día se ofrece
tu sacrificio, mientras, junto al Padre,
sin cesar por nosotros intercedes.

A ti, Cristo pontífice, la gloria
por los siglos de los siglos;
tú que vives y reinas y te ofreces
al Padre en el amor del santo Espíritu.

Amén.