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3 de abril de 2022: DOMINGO V DE CUARESMA “C”


«Mujer, tampoco yo te condeno,
anda y no peques más»

Is 43, 16-21: Mirad que realizo algo nuevo; daré de beber a mi pueblo
Sal 125, 1-6: El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres
Fl 3,8-14: Por Cristo lo perdí todo, muriendo su misma muerte
Jn 8, 1-11: El que esté sin pecado, que le tire la primera piedra

I. LA PALABRA DE DIOS

El pasaje evangélico de hoy se ha de examinar no sólo desde el caso concreto presentado por los acusadores, sino desde la oposición a Jesús y su mensaje cuestionado: pretendían «comprometerlo y poder acusarlo». Pero Jesús responde muy hábilmente. Se muestra fiel al mensaje de la misericordia y fiel a la Ley, que también viene del Padre.

El relato manifiesta toda la fuerza y la profundidad del perdón de Cristo, que no consiste en disimular el pecado, sino en perdonarlo y en dar la capacidad de emprender un camino nuevo exhortando al arrepentimiento: «Anda, y en adelante no peques más». La grandeza del perdón de Cristo se manifiesta en el impulso para vencer el pecado y vivir sin pecar.

Los acusadores de esta mujer desaparecen uno tras otro cuando Jesús les hace ver que son tan pecadores como ella. El reconocimiento del propio pecado es lo que nos hace radicalmente humildes. La presente Cuaresma quiere dejarnos más instalados en la verdadera humildad, la que brota de la conciencia de la propia miseria y no juzga ni desprecia a los demás.

Si el evangelio del domingo pasado nos revelaba el pecado como ruptura con el Padre, hoy nos lo presenta como infidelidad al Esposo. La mujer adúltera somos cada uno de nosotros que, en lugar de ser fieles al amor de Cristo, le hemos fallado en multitud de ocasiones. Ahí radica la gravedad de nuestros pecados: el amor de Cristo traicionado.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Sólo Dios puede perdonar pecados
(587 – 589, 594)

Jesús realizó obras, como el perdón de los pecados, que lo revelaron como Dios Salvador. Algunos judíos, que no le reconocían como Dios hecho hombre, veían en Él a un hombre que se hace Dios, y lo juzgaron como un blasfemo.

Jesús escandalizó sobre todo porque identificó su conducta misericordiosa hacia los pecadores con la actitud de Dios mismo con respecto a ellos. Pero es especialmente, al perdonar los pecados, cuando Jesús puso a las autoridades de Israel ante un dilema. Porque como ellas dicen, justamente asombradas, “¿Quién puede perdonar los pecados sino sólo Dios?”. Al perdonar los pecados, o bien Jesús blasfema –porque es un hombre que pretende hacerse igual a Dios– o bien dice verdad y su persona hace presente y revela el Nombre de Dios.

La misericordia de Dios
y la confesión de los pecados
(1846 – 1848)

El Evangelio es la revelación, en Jesucristo, de la misericordia de Dios con los pecadores. “Dios nos ha creado sin nosotros, pero no ha querido salvarnos sin nosotros” (S. Agustín). La acogida de su misericordia exige de nosotros la confesión de nuestras faltas. “Si decimos: «no tenemos pecado», nos engañamos y la verdad no está en nosotros. Si reconocemos nuestros pecados, fiel y justo es Él para perdonarnos los pecados y purificarnos de toda injusticia”.

La conversión exige el reconocimiento del pecado. Como afirma san Pablo, “donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia”, pero para hacer su obra, la gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón y conferirnos “la justicia para la vida eterna por Jesucristo nuestro Señor”. Es una «doble dádiva»: el don de la verdad de la conciencia y el don de la certeza de la redención.

Sacramento de la penitencia
y de la reconciliación
(1440 – 1446, 1449, 1484)

El pecado es, ante todo, ofensa a Dios, ruptura de la comunión con Él. Al mismo tiempo, atenta contra la comunión con la Iglesia. Por eso la conversión implica a la vez el perdón de Dios y la reconciliación con la Iglesia.

Sólo Dios perdona los pecados. Porque Jesús es el Hijo de Dios, dice de sí mismo: “El Hijo del hombre tiene poder de perdonar los pecados en la tierra” y ejerce ese poder divino: “Tus pecados están perdonados” (Mc 2,5; Lc 7,48).

En virtud de su autoridad divina, Jesús confiere este poder a los hombres (cf. Jn 20,21-23) para que lo ejerzan en su nombre. Confió el ejercicio del poder de absolución al ministerio apostólico, que está encargado del “ministerio de la reconciliación” (2 Cor 5,18).

Al hacer partícipes a los apóstoles de su propio poder de perdonar los pecados, el Señor les da también la autoridad de reconciliar a los pecadores con la Iglesia. Esta dimensión eclesial de su tarea se expresa particularmente en las palabras solemnes de Cristo a Simón Pedro: “A ti te daré las llaves del Reino de los Cielos; y lo que ates en la tierra quedará atado en los cielos, y lo que desates en la tierra quedará desatado en los cielos”. Las palabras atar y desatar significan: aquel a quien excluyáis de vuestra comunión, será excluido de la comunión con Dios; aquel a quien que recibáis de nuevo en vuestra comunión, Dios lo acogerá también en la suya. Está claro que también el Colegio de los Apóstoles, unido a su Cabeza, recibió la función de atar y desatar dada a Pedro. La reconciliación con la Iglesia es inseparable de la reconciliación con Dios.

La fórmula de absolución expresa el elemento esencial de este sacramento: el Padre de la misericordia es la fuente de todo perdón. Realiza la reconciliación de los pecadores por la Pascua de su Hijo y el don de su Espíritu, a través de la oración y el ministerio de la Iglesia: «Dios, Padre misericordioso, que reconcilió consigo al mundo por la muerte y la resurrección de su Hijo y derramó el Espíritu Santo para la remisión de los pecados, te conceda, por el ministerio de la Iglesia, el perdón y la paz. Y yo te absuelvo de tus pecados en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo».

La confesión individual e íntegra y la absolución continúan siendo el único modo ordinario para que los fieles se reconcilien con Dios y la Iglesia, a no ser que una imposibilidad física o moral excuse de este modo de confesión. Y esto se establece así por razones profundas. Cristo actúa en cada uno de los sacramentos. Se dirige personalmente a cada uno de los pecadores: “Hijo, tus pecados están perdonados”; es el médico que se inclina sobre cada uno de los enfermos que tienen necesidad de Él para curarlos; los restaura y los devuelve a la comunión fraterna.

Cuando celebra el sacramento de la Penitencia, el sacerdote ejerce el ministerio del Buen Pastor que busca la oveja perdida, el del Buen Samaritano que cura las heridas, del Padre que espera al Hijo pródigo y lo acoge a su vuelta, del justo Juez que no hace acepción de personas y cuyo juicio es a la vez justo y misericordioso. En una palabra, el sacerdote es el signo y el instrumento del amor misericordioso de Dios con el pecador.

Dada la delicadeza y la grandeza de este ministerio y el respeto debido a las personas, la Iglesia declara que todo sacerdote que oye confesiones está obligado a guardar un secreto absoluto sobre los pecados que sus penitentes le han confesado, bajo penas muy severas. Tampoco puede hacer uso de los conocimientos que la confesión le da sobre la vida de los penitentes. Este secreto, que no admite excepción, se llama «sigilo sacramental», porque lo que el penitente ha manifestado al sacerdote queda «sellado» por el sacramento.

Los dones del sacramento
(1468 — 1470, 1496)

Los efectos espirituales del sacramento de la Penitencia son: la reconciliación con Dios por la que el penitente recupera la gracia; la reconciliación con la Iglesia; la remisión de la pena eterna contraída por los pecados mortales; la remisión, al menos en parte, de las penas temporales, consecuencia del pecado; la paz y la serenidad de la conciencia, y el consuelo espiritual; y el acrecentamiento de las fuerzas espirituales para el combate cristiano.

En este sacramento, el pecador, confiándose al juicio misericordioso de Dios, anticipa en cierta manera el juicio al que será sometido al fin de esta vida terrena. Porque es ahora, en esta vida, cuando nos es ofrecida la elección entre la vida y la muerte.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos pequeños hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Los hombros traigo cargados
de graves culpas, mi Dios:
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Yo soy quien ha de llorar,
por ser acto de flaqueza;
que no hay en naturaleza
más flaqueza que el pecar.

Y, pues andamos trocados,
que yo peco y lloráis vos,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Vos sois quien cargar se puede
estas mis culpas mortales,
que la menor destas tales
a cualquier peso excede;

y, pues que son tan pesados
aquestos yerros, mi Dios,
dadme esas lágrimas vos
y tomad estos pecados.

Amén.

27 de marzo de 2022: DOMINGO IV DE CUARESMA “C”


«Padre, he pecado contra el cielo y contra ti»

Jos 5, 9a. 10-12: El pueblo de Dios, tras entrar en la tierra prometida, celebra la Pascua
Sal 33, 2-7: Gustad y ved qué bueno es el Señor
2 Co 5, 17-21: Dios nos reconcilió consigo por medio de Cristo
Lc 15, 1-3. 11-32: Este hermano tuyo estaba muerto y ha revivido

I. LA PALABRA DE DIOS

Esta parábola, tan conocida, quiere movernos al arrepentimiento, poniéndolo en su sitio, es decir, en relación a Dios.

El pecado no es solamente hacer cosas malas, tener un fallo, cometer un error o faltar a una ley. A las ideas judías de justicia y pecado, obediencia o desobediencia a las órdenes del Padre, muy presentes en el hijo mayor de la parábola –«te sirvo, sin desobedecer nunca una orden tuya»–, Jesús opone otro modo de ver las relaciones del hombre con Dios: la rectitud consiste en comportarse como hijo y el pecado en dejar de proceder como tal; por esto, el hijo menor se aleja del Padre y de su casa. Esto equivale a morir y el retorno a vivir –«estaba muerto y ha revivido»–. El pecado es despreciar el amor infinito del Padre, marcharse de su casa, pretender vivir por cuenta propia. Es, en definitiva, no vivir como hijo del Padre y, por tanto mal-vivir. De ahí que el muchacho de la parábola que se marcha alegremente, pensando ser libre y feliz, acabe pasando necesidad y casi muriendo de hambre. Ha perdido su dignidad de hijo y experimenta un profundo vacío.

Lo mismo el arrepentimiento. El perdón de Dios no alcanza al hombre, mientras éste no se vuelva a Él, mientras no se arrepienta, porque Dios no puede menos que respetar la libertad de la criatura. Pero sólo es posible convertirse de verdad cuando uno se siente desconcertado por el amor de Dios Padre, al que se ha despreciado: «Padre, he pecado contra el cielo y contra ti». Precisamente «contra ti»: la conciencia de haber rechazado tanto amor y a pesar de todo seguir sabiéndonos amados por aquél a quien hemos ofendido es lo único que puede movernos a contrición. Y junto a ello, la experiencia del envilecimiento al que nos ha conducido nuestro pecado, la situación calamitosa en que nos ha dejado.

Igualmente, el perdón es fruto del amor del Padre, que se conmueve y sale al encuentro de su hijo, que se alegra de su vuelta y le abraza, que hace fiesta. La misericordia y la alegría de Dios Padre son los dos rasgos más destacados por S. Lucas. Este perdón devuelve al hijo la dignidad perdida. El pródigo recupera los privilegios del hijo: «la mejor túnica» (más exactamente «la túnica primera»); el anillo y las sandalias, propios de los hombres libres; y se le festeja con «el ternero cebado», reservado para las grandes ocasiones. El Padre lo recibe con alegría de nuevo en la casa, en la intimidad del hogar. El suyo es un amor potente y eficaz que realiza una auténtica resurrección: «Este hijo mío —este hermano tuyo— estaba muerto y ha revivido».

II. LA FE DE LA IGLESIA

La realidad del pecado
(386 – 387; 1856 – 1864; 1870 – 1876)

El pecado está presente en la historia del hombre: sería vano intentar ignorarlo o dar a esta oscura realidad otros nombres. La realidad del pecado sólo se esclarece a la luz de la Revelación divina. Sin el conocimiento que ésta nos da de Dios no se puede reconocer claramente el pecado, y se siente la tentación de explicarlo únicamente como un defecto de crecimiento, como una debilidad sicológica, un error, la consecuencia necesaria de una estructura social inadecuada, etc. Sólo en el conocimiento del designio de Dios sobre el hombre se comprende que el pecado es un abuso de la libertad que Dios da a las personas creadas para que puedan amarle y amarse mutuamente.

Cometer un pecado mortal es elegir deliberadamente, es decir, sabiéndo y queriéndolo, una cosa gravemente contraria a la ley divina y al fin último del hombre. El pecado mortal es una posibilidad radical de la libertad humana contra el amor. Entraña la pérdida de la caridad y la privación de la gracia santificante, es decir, del estado de gracia. Si no es eliminado por el arrepentimiento y el perdón de Dios, causa la autoexclusión del Reino de Cristo y la muerte eterna del infierno. Nuestra libertad tiene la posibilidad real de hacer elecciones para siempre, sin retorno.

La proliferación del pecado
(1865 – 1869)

El pecado, incluso el venial, crea una facilidad para el pecado, engendra el vicio por la repetición de actos. De ahí resultan inclinaciones desviadas que oscurecen la conciencia y corrompen la valoración concreta del bien y del mal, aunque no puede destruir el sentido moral hasta su raíz.

Hay pecados que son llamados capitales porque generan otros pecados, otros vicios. Son la soberbia, la avaricia, la envidia, la ira, la lujuria, la gula, la pereza.

También existen «pecados que claman al cielo»: la sangre de Abel; el pecado de los sodomitas; el clamor del pueblo oprimido en Egipto; el lamento del extranjero, de la viuda y el huérfano; la injusticia para con el asalariado.

El pecado es siempre un acto personal. Pero nosotros tenemos una responsabilidad en los pecados cometidos por otros cuando cooperamos a ellos: participando directa y voluntariamente; ordenándolos, aconsejándolos, alabándolos o aprobándolos; no revelándolos o no impidiéndolos cuando se tiene obligación de hacerlo; protegiendo a los que hacen el mal.

Los pecados provocan situaciones sociales e instituciones contrarias a la bondad divina. Las «estructuras de pecado» son expresión y efecto de los pecados personales. Inducen a sus víctimas a cometer a su vez el mal.

Un sacramento
para el perdón de los pecados
(986)

No hay límites a la misericordia de Dios, pero quien se niega deliberadamente a acoger la misericordia de Dios mediante el arrepentimiento, rechaza el perdón de sus pecados y la salvación ofrecida por el Espíritu Santo. Semejante endurecimiento puede conducir a la condenación final y a la perdición eterna.

El pecado mortal, que destruye en nosotros el principio vital que es la caridad, necesita una nueva iniciativa de la misericordia de Dios y una conversión del corazón que se realiza ordinariamente en el marco del sacramento de la reconciliación.

Examen de conciencia
(1848)

Conviene preparar la recepción de este sacramento mediante un examen de conciencia hecho a la luz de la Palabra de Dios. La gracia debe descubrir el pecado para convertir nuestro corazón. Como un médico que descubre la herida antes de curarla, Dios, mediante su palabra y su espíritu, proyecta una luz viva sobre el pecado.

Dolor de los pecados
y propósito de enmienda
(1430 — 1433)

La llamada de Jesús a la conversión y a la penitencia no mira, en primer lugar, a las obras exteriores, sino a la conversión del corazón, la penitencia interior. Pero la conversión interior impulsa a la expresión de esta actitud por medio de signos visibles, gestos y obras de penitencia.

La penitencia interior es una reorientación radical de toda la vida, un retorno, una conversión a Dios con todo nuestro corazón, una ruptura con el pecado, una aversión del mal, con repugnancia hacia las malas acciones que hemos cometido. Al mismo tiempo, comprende el deseo y la resolución de cambiar de vida con la esperanza de la misericordia divina y la confianza en la ayuda de su gracia. Esta conversión del corazón va acompañada de dolor y tristeza saludables: la contrición, que es un dolor del alma y una detestación del pecado cometido con la resolución de no volver a pecar.

Dios es quien nos da la fuerza para comenzar de nuevo. Al descubrir la grandeza del amor de Dios, nuestro corazón se estremece ante el horror y el peso del pecado y comienza a temer ofender a Dios por el pecado y verse separado de él. El corazón humano se convierte mirando al que nuestros pecados traspasaron.

Decir los pecados al confesor
(1455 – 1458)

Por la confesión, el hombre se enfrenta a los pecados de los que se siente culpable; asume su responsabilidad y, por ello, se abre de nuevo a Dios y a la comunión de la Iglesia con el fin de hacer posible un nuevo futuro.

La confesión de los pecados hecha al sacerdote constituye una parte esencial del sacramento de la penitencia. En la confesión, los penitentes deben enumerar todos los pecados mortales de que tienen conciencia tras haberse examinado seriamente. Porque «si el enfermo se avergüenza de descubrir su llaga al médico, la medicina no cura lo que ignora» (S. Jerónimo).

Sin ser estrictamente necesaria, la confesión habitual de los pecados veniales ayuda a formar la conciencia, a luchar contra las malas inclinaciones, a dejarse curar por Cristo, a progresar en la vida del Espíritu. Cuando se recibe con frecuencia, mediante este sacramento, el don de la misericordia del Padre, el creyente se ve impulsado a ser él también misericordioso.

Y cumplir la penitencia
(1459 — 1460)

Muchos pecados causan daño al prójimo. Es preciso hacer lo posible para repararlo (por ejemplo: restituir las cosas robadas, restablecer la reputación del que ha sido calumniado, compensar las heridas). La simple justicia exige esto. Pero además el pecado hiere y debilita al pecador mismo, así como sus relaciones con Dios y con el prójimo. La absolución quita el pecado, pero no remedia todos los desórdenes que el pecado causó. El pecador debe todavía recobrar la plena salud espiritual. Por tanto, debe hacer “algo más” para reparar sus pecados: debe “satisfacer” de manera apropiada o “expiar” sus pecados. Esta satisfacción se llama también “penitencia”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El que confiesa sus pecados actúa ya con Dios. Dios acusa tus pecados; si tú también te acusas, te unes a Dios. El hombre y el pecador son por así decirlo, dos realidades: cuando oyes hablar del hombre es Dios quien lo ha hecho; cuando oyes hablar del pecador, es el hombre mismo quien lo ha hecho. Destruye lo que tú has hecho para que Dios salve lo que Él ha hecho. Cuando comienzas a detestar lo que has hecho, entonces tus obras buenas comienzan porque reconoces tus obras malas. El comienzo de las obras buenas es la confesión de las obras malas. Haces la verdad y vienes a la luz» (S. Agustín).

«Si en la Iglesia no hubiera remisión de los pecados, no habría ninguna esperanza, ninguna expectativa de una vida eterna y de una liberación eterna. Demos gracias a Dios que ha dado a la Iglesia semejante don» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No me pesa, Señor, haber faltado
por el eterno mal que he merecido,
ni me pesa tampoco haber perdido
el cielo como pena a mi pecado.

Pésame haber tus voces despreciado
y tus justos mandatos infringido,
porque con mis errores he ofendido
tu corazón, Señor, por mí llagado.

Llorar quiero mis culpas humillado,
y buscar a mis males dulce olvido
en la herida de amor de tu costado.

Quiero tu amor pagar, agradecido,
amándote cual siempre me has amado
y viviendo contigo arrepentido.

Amén.

20 de marzo de 2022: DOMINGO III DE CUARESMA “C”


«Fue a buscar fruto…
y no lo encontró»

Ex 3, 1-8a. 13-15: “Yo soy” me envía a vosotros
Sal 102, 1-11: El Señor es compasivo y misericordioso
1 Co 10, 1-6. 10-12: La vida del pueblo con Moisés en el desierto fue escrita para escarmiento nuestro
Lc 13, 1-9: Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera

I. LA PALABRA DE DIOS

Los dos hechos trágicos del evangelio sirvieron a Jesús para iluminar un problema teológico: el del castigo de Dios a los pecadores, ya en este mundo. Jesús aclara que las desgracias –sean naturales o causadas por los hombres– no son necesariamente un castigo provocado por los pecados de quienes las padecen; pero sí que pueden ser un aviso: todos somos pecadores, todos necesitamos convertirnos.

Las lecturas de hoy nos presentan a un Dios justo y que castiga. La justicia es un atributo de Dios. No se trata de una justicia “vengadora”, sino de una justicia “purificadora”. Justicia y misericordia divinas se afirman en el Nuevo Testamento, en la profesión de fe de la Iglesia y en la experiencia cristiana de los fieles. La justicia de Dios supera nuestros esquemas de justicia. El castigo de Dios en este mundo se comprende como corrección pedagógica (castigar = hacer casto = purificar = corregir): Como a hijos os trata Dios, y ¿qué hijo hay a quien su padre no corrige? (Hb 12,7). Si Dios permite los males es para sacar de ellos mayores bienes (cf Rm 8,28; Hb 12, 5-11). El juicio en este mundo del Dios que nos ama ofrece un anticipo, sujeto a revisión, del juicio definitivo, porque el juicio de Dios en este mundo busca nuestra conversión. Hay que adherirse a los caminos de la providencia de Dios, que busca la purificación de nuestros corazones, bajo la sombra de la Cruz, en comunión con el Cristo paciente.

En el Evangelio, casi a la mitad de la Cuaresma, Cristo nos recuerda algo sumamente importante: tenemos el peligro de no convertirnos a tiempo. La parábola de la higuera estéril lo pone de relieve con una fuerza sorprendente. La paciencia divina es ilimitada; pero nuestro tiempo tiene límite: hay que aprovechar este “ahora” para dar fruto que corresponda al arrepentimiento. Lo mismo que su amo a la higuera, Dios nos ha cuidado con cariño y con mimo. Más aún, en esta Cuaresma está derramando abundantemente su gracia. Pero ésta puede estar cayendo en vano, puede estar siendo rechazada y acabar siendo estéril en nosotros. ¿Encontrará Cristo frutos de conversión en nosotros esta Cuaresma?

«Déjala todavía este año». La parábola sugiere que este año puede ser el último. De hecho, será el último para mucha gente. No se trata de ponernos trágicos, sino de contemplar una posibilidad real. Puede no haber ya para nosotros más oportunidades de gracia. La conversión es urgente, de ahora mismo. Y retrasarla para otro año, para otra ocasión, es una manera de cerrarse a Cristo, de darle largas… Hay tantas maneras de decir “no”…

Llama la atención que precisamente san Lucas, el evangelista de la misericordia y la bondad de Jesús, traiga estas amenazas. «Si no os convertís, todos pereceréis lo mismo». Pero si nos fijamos bien, estas advertencias también provienen de la misericordia. Advertirle a uno de un peligro es una forma principal de misericordia. Al llamarnos a la conversión, Cristo no sólo nos recuerda los bienes que nos va a traer la conversión, sino que nos abre los ojos ante los males que nos sobrevendrán si no nos convertimos. El amor apasionado que siente por nosotros le lleva a sacarnos de nuestro engaño.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Fe en los caminos de la Providencia
(309 – 314, 1488)

Si Dios es Padre Todopoderoso, Creador del mundo ordenado y bueno, y tiene cuidado de todas sus criaturas, entonces: ¿por qué existe el mal? A esta pregunta, tan apremiante como inevitable, tan dolorosa como misteriosa, no se puede dar una respuesta simple. El conjunto de la fe cristiana constituye la respuesta a esta pregunta. No hay un rasgo del mensaje cristiano que no sea en parte una respuesta a la cuestión del mal.

Pero, ¿por qué Dios no creó un mundo tan perfecto que en él no pudiera existir ningún mal? En su poder Infinito, Dios podría siempre crear algo mejor. Sin embargo, en su sabiduría y bondad infinitas, Dios quiso libremente crear un mundo «en estado de vía» (en camino) hacia su perfección última. Este devenir trae consigo en el designio de Dios, junto con la aparición de ciertos seres, la desaparición de otros; junto con lo más perfecto lo menos perfecto; junto con las construcciones de la naturaleza también las destrucciones. Por tanto, con el bien físico existe también el mal físico, mientras la creación no haya alcanzado su perfección.

Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico. Dios no es de ninguna manera, ni directa ni indirectamente, la causa del mal moral. Sin embargo, lo permite, respetando la libertad de su criatura, y, misteriosamente, sabe sacar de él el bien.

Así, con el tiempo, se puede descubrir que Dios, en su providencia todopoderosa, puede sacar un bien de las consecuencias de un mal, incluso moral, causado por sus criaturas: «No fuisteis vosotros –dice José a sus hermanos– los que me enviasteis acá, sino Dios… aunque vosotros pensasteis hacerme daño, Dios lo pensó para bien, para hacer sobrevivir… un pueblo numeroso» (Gn 45, 8; 50, 20). De el mayor mal moral que ha sido cometido jamás, el rechazo y la muerte del Hijo de Dios, causado por los pecados de todos los hombres, Dios, por la superabundancia de su gracia, sacó el mayor de los bienes: la glorificación de Cristo y nuestra Redención. Sin embargo, no por esto el mal se convierte en un bien.

Creemos firmemente que Dios es el Señor del mundo y de la historia. Pero los caminos de su providencia nos son con frecuencia desconocidos. Sólo al final, cuando tenga fin nuestro conocimiento parcial, cuando veamos a Dios «cara a cara», nos serán plenamente conocidos los caminos por los cuales, incluso a través de los dramas del mal y del pecado, Dios habrá conducido su creación hasta el reposo de ese Sabbat (Descanso) definitivo, en vista del cual creó el cielo y la tierra.

A los ojos de la fe, ningún mal es más grave que el pecado y nada tiene peores consecuencias para los pecadores mismos, para la Iglesia y para el mundo entero.

Necesidad constante de conversión
(1425 – 1429)

La vida nueva recibida en la iniciación cristiana no suprimió la fragilidad y la debilidad de la naturaleza humana, ni la inclinación al pecado que la tradición llama concupiscencia, y que permanece en los bautizados a fin de que sirva de prueba en ellos en el combate de la vida cristiana ayudados por la gracia de Dios. Esta lucha es la de la conversión con miras a la santidad y la vida eterna a la que el Señor no cesa de llamarnos.

Ahora bien, la llamada de Cristo a la conversión sigue resonando en la vida de los cristianos. Esta segunda conversión es una tarea ininterrumpida para toda la Iglesia que recibe en su propio seno a los pecadores y que siendo santa, al mismo tiempo que necesitada de purificación constante, busca sin cesar la penitencia y la renovación. Este esfuerzo de conversión no es sólo una obra humana. Es el movimiento del corazón contrito, atraído y movido por la gracia a responder al amor misericordioso de Dios que nos ha amado primero.

Un sacramento para la conversión
(1422 – 1424)

Los que se acercan al sacramento de la Penitencia obtienen de la misericordia de Dios el perdón de los pecados cometidos contra Él después del Bautismo.

Se le denomina sacramento de conversión porque realiza sacramentalmente la llamada de Jesús a la conversión, la vuelta al Padre del que el hombre se había alejado por el pecado. Se denomina sacramento de la Penitencia porque consagra un proceso personal y eclesial de conversión, de arrepentimiento y de reparación por parte del cristiano pecador.

La conversión de la sociedad
(1886 – 1889)

La sociedad es indispensable para la realización de la vocación humana. Para alcanzar este objetivo es preciso que sea respetada la justa jerarquía de los valores que subordina las dimensiones “materiales e instintivas” del ser del hombre “a las interiores y espirituales”.

La inversión de los medios y de los fines, lo que lleva a dar valor de fin último a lo que sólo es medio para alcanzarlo, o a considerar las personas como puros medios para un fin, engendra estructuras injustas que hacen ardua y prácticamente imposible una conducta cristiana, conforme a los mandamientos del Legislador Divino.

Es preciso entonces apelar a las capacidades espirituales y morales de la persona y a la exigencia permanente de su conversión interior para obtener cambios sociales que estén realmente a su servicio. La prioridad reconocida a la conversión del corazón no elimina en modo alguno, sino, al contrario, impone la obligación de introducir en las instituciones y condiciones de vida, cuando inducen al pecado, las mejoras convenientes para que aquéllas se conformen a las normas de la justicia y favorezcan el bien en lugar de oponerse a él.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Santo Tomás Moro, en la prisión poco antes de su martirio, consuela a su hija: «Nada puede pasarme que Dios no quiera. Y todo lo que Él quiere, por muy malo que nos parezca, es en realidad lo mejor».

«Porque el Dios Todopoderoso, por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal» (S. Agustín).

Santa Catalina de Siena dice a los que se escandalizan y se rebelan por lo que les sucede:«Todo procede del amor, todo está ordenado a la salvación del hombre, Dios no hace nada que no sea con este fin».

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

La noche, el caos, el terror,
cuanto a las sombras pertenece
siente que el alba de oro crece
y anda ya próximo el Señor

El hombre estrena claridad
de corazón, cada mañana;
se hace la gracia más cercana
y es más sencilla la verdad

¡Oh la conciencia sin malicia!
¡La carne, al fin, gloriosa y fuerte!
Cristo de pié sobre la muerte,
y el sol gritando la noticia

Guárdanos tú, Señor del alba,
puros, austeros, entregados;
hijos de luz resucitados
en la Palabra que nos salva

Nuestros sentidos, nuestra vida,
cuanto oscurece la conciencia
vuelve a ser pura transparencia
bajo la luz recién nacida.

Amén.