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23 de julio de 2023: DOMINGO XVI ORDINARIO “A”


«Iglesia, santa y necesitada de purificación»

Sb 12,13.16-19: «Concedes el arrepentimiento a los pecadores»
Sal 85: «Tú, Señor, eres bueno y clemente»
Rm 8, 26-27: «El Espíritu intercede por nosotros con gemidos inefables»

Mt 13, 24-43: «Dejadlos crecer juntos hasta la siega»

I. LA PALABRA DE DIOS

Las expresiones de la primera lectura: «No juzgas injustamente», «Tu señorío sobre todo te hace ser indulgente con todos», enseñan que el juicio de Dios sobre el mundo y los hombres es de justicia misericordiosa e indulgente.

El término «indulgencia» no tiene en nuestro tiempo el verdadero sentido que encierra. A veces, la indulgencia se confunde con la pura y simple permisividad o con el «a mí qué me importa». Tampoco puede ser llamado indulgente el que acaba condescendiendo con el mal de manera que se hace cómplice de la injusticia. Ni la indulgencia es sinónimo de relativismo, es decir, de una actitud meramente pasiva o indiferente ante el ataque a una verdad, porque no se cree que existan verdades absolutas. La verdadera indulgencia es una actitud propia de inteligentes, pero no de cobardes.

«El Espíritu acude en ayuda de nuestra debilidad» (2ª Lect.). Por el amor que Dios nos tiene convierte nuestra debilidad egoísta en comprensión y acogida hacia todo hombre.

El origen del mal en el mundo no está en Dios, sino en «el enemigo … el diablo». Por él entró el pecado en el mundo y con él la muerte, el dolor, la violencia. Designio de Dios es la coexistencia en este mundo del bien y del mal, de los buenos y de los malos. La justa separación de buenos y malos se hará al final, y la hará Dios. No nos toca hacerlo aquí a nosotros. (Ev.).

La parábola de hoy es como un pequeño tratado de eclesiología: 1º) El reino definitivo de Dios tiene un primer estadio en la tierra: la Iglesia, compuesta no solamente de justos y predestinados, sino de buenos y malos, de trigo y cizaña. 2º) El reino de Dios en la Iglesia incluye elementos internos y espirituales y elementos externos y visibles, como el trigo y la cizaña, que se ven externamente y se aprecian sus diferencias. 3º) La perennidad de la Iglesia: la coexistencia trigo-cizaña será la «economía» que durará hasta la segunda venida del Señor; esa perennidad exige una continuación de los sucesores de los apóstoles, que no se cumple sólo por la mera continuidad de sus escritos.

Es verdad, ¡en la Iglesia aparece cizaña! En el campo sembrado por Cristo también brota el mal. Sin embargo, eso no es para rasgarnos las vestiduras. El amo del sembrado lo sabe, pero quiere dejarlo así. Frente a la buena intención precipitada de los siervos, está la paciencia respetuosa del dueño del campo, ejemplo para nosotros. No hemos de asustarnos ni escandalizarnos por los males reales que vemos en la Iglesia. Eso, sabemos, no es obra de Cristo, sino del Maligno y de los que pertenecen al Maligno, aunque parezcan pertenecer a Cristo. Si Cristo lo permite es para que ante el mal reaccionemos con el bien con mucho mayor entusiasmo. Lo que tendremos que preguntarnos y examinar es si no estaremos siendo nosotros, en algo o en algún momento, cizaña dentro de la Iglesia en lugar de semilla buena que da fruto: «Es inevitable que haya escándalos, pero ¡ay de aquel que los ocasiona!».

La semilla buena tiene fuerza para crecer y desarrollarse ilimitadamente como el grano de mostaza o la masa que fermenta. ¿Creemos de verdad en la fuerza de la Palabra de Dios y en la eficacia de la gracia de Cristo? ¿Acaso Cristo no es el mismo ayer, hoy y siempre? Entonces, ¿qué es lo que esteriliza la palabra de Cristo?

La parábola de la cizaña nos sitúa también ante el Juicio. Es absurdo engañarnos a nosotros mismos y pretender engañar a los demás, porque a Dios no se le engaña. Al final todo se pondrá en claro y la cizaña será arrancada y echada al fuego. ¡Cuántas cosas serían muy distintas en nuestra vida si viviésemos y actuásemos como si hubiéramos de ser juzgados esta misma noche!

II. LA FE DE LA IGLESIA

El bien y el mal en nosotros
(1706 —1709)

Mediante su razón, el hombre conoce la voz de Dios que le impulsa a hacer el bien y a evitar el mal. Todo hombre debe seguir esta ley que resuena en la conciencia y que se realiza en el amor de Dios y del prójimo.

El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia. Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal y sujeto al error.

De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas.

Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.

El que cree en Cristo se hace hijo de Dios. Esta adopción filial lo transforma dándole la posibilidad de seguir el ejemplo de Cristo. Le hace capaz de obrar rectamente y de practicar el bien. En la unión con su Salvador el discípulo alcanza la perfección de la caridad, la santidad. La vida moral, madurada en la gracia, culmina en vida eterna, en la gloria del cielo.

El pecado junto a la buena semilla
hasta el fin de los tiempos:
(823 — 829)

Mientras que Cristo, santo, inocente, sin mancha, no conoció el pecado, sino que vino solamente a expiar los pecados del pueblo; la Iglesia, abrazando en su seno a los pecadores, es a la vez santa y siempre necesitada de purificación y busca sin cesar la conversión y la renovación. Todos los miembros de la Iglesia, incluso sus ministros, deben reconocerse pecadores. En todos, la cizaña del pecado todavía se encuentra mezclada con la buena semilla del Evangelio hasta el fin de los tiempos. La Iglesia, pues, congrega a pecadores, alcanzados ya por la salvación de Cristo, pero aún en vías de santificación.

La Iglesia es santa, aunque abarque en su seno pecadores; porque ella no goza de otra vida que de la vida de la gracia; sus miembros, ciertamente, si se alimentan de esta vida se santifican; si se apartan de ella, contraen pecados y manchas del alma, que impiden  que la santidad de ella se difunda radiante.

La fe confiesa que la Iglesia no puede dejar de ser santa. En efecto, Cristo, el Hijo de Dios, a quien con el Padre y con el Espíritu se proclama «el solo santo», amó a su Iglesia como a su esposa. Él se entregó por ella para santificarla, la unió a sí mismo como su propio cuerpo y la llenó del don del Espíritu Santo para gloria de Dios. La Iglesia es, pues, «el Pueblo santo de Dios», y sus miembros son llamados «santos» (cf Hch 9, 13; 1 Co 6, 1; 16, 1).

La Iglesia, unida a Cristo, está santificada por Él; por Él y en Él, ella también ha sido hecha santificadora. Todas las obras de la Iglesia se esfuerzan en conseguir la santificación de los hombres en Cristo y la glorificación de Dios. En la Iglesia es en donde está depositada la plenitud total de los medios de salvación. Es en ella donde conseguimos la santidad por la gracia de Dios.

La Iglesia, en efecto, ya en la tierra se caracteriza por una verdadera santidad, aunque todavía imperfecta. En sus miembros, la santidad perfecta está todavía por alcanzar: Todos los cristianos, de cualquier estado o condición, están llamados cada uno por su propio camino, a la perfección de la santidad, cuyo modelo es el mismo Padre.

La Iglesia en la Santísima Virgen llegó ya a la perfección, sin mancha ni arruga. En cambio, los creyentes se esfuerzan todavía en vencer el pecado para crecer en la santidad. Por eso dirigen sus ojos a María: en ella, la Iglesia es ya enteramente santa.

Líbranos del mal
(2850)

La última petición a nuestro Padre está también contenida en la oración de Jesús: «No te pido que los retires del mundo, sino que los guardes del Maligno». Esta petición concierne a cada uno individualmente, pero siempre quien ora es el «nosotros», en comunión con toda la Iglesia y para salvación de toda la familia humana. La Oración del Señor no cesa de abrirnos a las dimensiones de la Economía de la salvación. Nuestra interdependencia en el drama del pecado y de la muerte se vuelve solidaridad en el Cuerpo de Cristo, en comunión con los santos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre, mientras permanece en la carne, no puede evitar todo pecado, al menos los pecados leves. Pero estos pecados, que llamamos leves, no los consideres poca cosa: si los tienes por tales cuando los pesas, tiembla cuando los cuentas. Muchos objetos leves hacen una gran masa; muchas gotas de agua llenan un río. Muchos granos hacen un montón. ¿Cuál es entonces nuestra esperanza? Ante todo, la confesión» (S. Agustín).

«Si sois buenos, soportad con ecuanimidad a los malos; porque el que no soporta a los malos, él mismo, por su intolerancia, testifica que no es bueno, pues renuncia a ser Abel quien no es probado por la malicia de Caín. Así, en la era, durante la trilla, el grano se ve oprimido por la paja; así nacen las flores entre las espinas, y la rosa, que da su aroma, crece con la espina que hiere» (San Gregorio Magno).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No es lo que está roto, no,
el agua que el vaso tiene;
lo que está roto es el vaso,
y el agua al suelo se vierte.

No es lo que está roto, no,
la luz que sujeta el día;
lo que está roto es su tiempo,
y en sombra se desliza.

No es lo que está roto, no,
la caja del pensamiento;
lo que está roto es la idea
que la lleva a lo soberbio.

No es lo que está roto Dios
ni el campo que él ha creado;
lo que está roto es el hombre
que no ve a Dios en su campo.

Gloria al Padre, gloria al Hijo,
gloria al Espíritu Santo,
por los siglos de los siglos. Amén.

11 de junio de 2023: SOLEMNIDAD DEL CORPUS CHRISTI “A”


 «Formamos todos un solo cuerpo,
porque comemos de un mismo pan»

Dt 8,2-3.14b-16a: Te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres
Sal 147: Glorifica al Señor, Jerusalén
1Cor 10,16-17: El pan es uno; nosotros, siendo muchos, formamos un solo cuerpo

Jn 6,51-58: Mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida

I. LA PALABRA DE DIOS

El recuerdo del Éxodo y de la estancia en el desierto marcaría para el pueblo de Dios el final de la etapa que había empezado en el monte Horeb y el comienzo de la que comenzaría en Moab. Había que recordar al pueblo la necesidad de ser fieles a la Palabra; así, El maná sería el signo de la obediencia a la Palabra: «te alimentó con el maná, que tú no conocías ni conocieron tus padres, para hacerte reconocer que no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios».

El Evangelio de hoy es un fragmento de la segunda parte del Discurso del Pan de Vida (Jn 6), que tiene todo él una fuerte carga eucarística. Pero especialmente en estos versículos, el anuncio de la Eucaristía es claro, hasta provocar el escándalo de los oyentes. Las palabras del primer versículo «es mi carne por la vida del mundo» hacen referencia al relato de la institución de la Eucaristía que narran los otros tres evangelistas, acentuando su aspecto de sacrificio redentor.

«El pan que yo daré es mi carne». La Eucaristía es Cristo vivo entregándose, Cristo que se da, que se ofrece del todo, voluntaria, libremente, por amor… ¡si descubriéramos cuánto amor hay para nosotros en cada Misa y en cada Sagrario no podríamos permanecer indiferentes!

Se ha quedado, no porque necesite de nosotros, sino porque nosotros le necesitamos a Él; se nos da como alimento, porque pereceríamos de «hambre» en nuestro peregrinaje; se nos ha entregado en sacrificio, y la perpetuación del Sacrificio del Calvario en la Misa actualiza la Redención.

«El que come mi carne y bebe mi sangre». El realismo de estas expresiones aleja toda interpretación puramente espiritualista, simbólica o docética (los docetas decían que la humanidad de Jesús era sólo aparente, no una humanidad real); aunque estas expresiones del evangelio tan realísticas no se refieren sólo a «la carne» o «la sangre» materiales de Jesús, sino, además, a su persona, en la totalidad de su ser; bajo un determinado aspecto, el de  su corporalidad, que se entrega en sacrificio. Jesús está realmente presente, todo entero, en su «carne» y en su «sangre», y el que come esa carne y bebe esa sangre no sólo toma una materia dotada de una determinada fuerza, sino al mismo Jesús en persona, en un encuentro salvífico. La carne y la sangre de Jesús (su persona entera) están realmente a disposición del hombre para comer y beber, pero están bajo otra forma de existencia distinta de la material y espacial: una forma de existencia que corresponde a la dimensión divina y a la humana de Jesús resucitado; pero para comprender esto se necesita la fe y la intervención del Espíritu.

«Si no coméis la carne del Hijo del Hombre, … no tenéis vida en vosotros». Cristo en la Eucaristía es la fuente de toda vida cristiana. De Él se nos comunica la gracia, la santidad, la caridad y todas las virtudes. De Él brota para nosotros la vida eterna y la resurrección corporal. Si nos falta vida es porque no comulgamos o porque comulgamos poco, o porque comulgamos mal.

«El que come mi carne … habita en mí y yo en él». Este es el fruto principal de la comunión. Si Cristo nos da vida no es fuera de Él. Nos da vida uniéndonos consigo mismo. Al comer su carne permanecemos unidos a Él, y al permanecer en Él tenemos la vida eterna, es decir, su misma vida, la que Él recibe a su vez del Padre. Si comulgamos bien seremos cada vez más cristianos y más hijos de Dios, viviremos más en la Trinidad. 

«Formamos un sólo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan». Otra maravilla de la Eucaristía: al unirnos a Cristo nos une también entre nosotros. Al tener todos la vida de Cristo somos hermanos «de carne y sangre», con una unión incomparablemente más fuerte y profunda que los lazos familiares naturales. La Eucaristía es la única fuente real de unidad. Por eso, si no comulgamos con la Iglesia y con los hermanos estamos rechazando al Cristo de la Eucaristía.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Eucaristía,
fuente y cumbre de la vida eclesial
(1324 – 1327)

La Eucaristía es «fuente y cima de toda la vida cristiana». Los demás sacramentos, como también todos los ministerios eclesiales y las obras de apostolado, están unidos a la Eucaristía y a ella se ordenan. La sagrada Eucaristía, en efecto, contiene todo el bien espiritual de la Iglesia, es decir, Cristo mismo, nuestra Pascua.

La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del Pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo y por él al Padre.

Finalmente, en la celebración eucarística nos unimos ya a la liturgia del cielo y anticipamos la vida eterna cuando Dios será todo en todos.

En resumen, la Eucaristía es el compendio y la suma de nuestra fe: «Nuestra manera de pensar armoniza con la Eucaristía, y a su vez la Eucaristía confirma nuestra manera de pensar» (S. Ireneo).

Los nombres de este Sacramento
(1328 – 1332) 

La riqueza inagotable de este sacramento se expresa mediante los distintos nombres que se le da. Cada uno de estos nombres evoca alguno de sus aspectos. Se le llama:

Eucaristía: porque es acción de gracias a Dios. La palabra «eucaristía» recuerda las bendiciones judías que proclaman –sobre todo durante la comida– las obras de Dios: la creación, la redención y la santificación.

Banquete del Señor: porque se trata de la Cena que el Señor celebró con sus discípulos la víspera de su pasión y de la anticipación del banquete de bodas del Cordero en la Jerusalén celestial. 

Fracción del pan: porque este rito, propio del banquete judío, fue utilizado por Jesús cuando bendecía y distribuía el pan como cabeza de familia, sobre todo en la última Cena. En este gesto los discípulos lo reconocerán después de su resurrección, y con esta expresión los primeros cristianos designaron sus asambleas eucarísticas. Con él se quiere significar que todos los que comen de este único pan, partido, que es Cristo, entran en comunión con Él y forman un solo cuerpo en Él. 

Asamblea eucarística (synaxis): porque la Eucaristía es celebrada en la asamblea de los fieles, expresión visible de la Iglesia.

Memorial de la pasión y de la resurrección del Señor.

Santo Sacrificio: porque actualiza el único sacrificio de Cristo Salvador e incluye la ofrenda de la Iglesia; o también santo sacrificio de la Misa, sacrificio de alabanza, sacrificio espiritual, sacrificio puro y santo, puesto que completa y supera todos los sacrificios de la Antigua Alianza.

Santa y divina Liturgia: porque toda la liturgia de la Iglesia encuentra su centro y su expresión más densa en la celebración de este sacramento; en el mismo sentido se la llama también celebración de los santos misterios. Se habla también del Santísimo Sacramento porque es el Sacramento de los Sacramentos. Con este nombre se designan las especies eucarísticas guardadas en el sagrario.

Comunión: porque por este sacramento nos unimos a Cristo que nos hace partícipes de su Cuerpo y de su Sangre para formar un solo cuerpo; se la llama también las cosas santas –es el sentido primero de la comunión de los santos de que habla el Símbolo de los Apóstoles–, pan de los ángeles, pan del cielo, medicina de inmortalidad, viático.

Santa Misa: porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (missio) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en su vida cotidiana.

«Tomad y comed…»: La comunión
(1384 – 1390)

El Señor nos dirige una invitación urgente a recibirle en el sacramento de la Eucaristía: «En verdad en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre, y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros» (Jn 6,53).

Para responder a esta invitación, debemos prepararnos para este momento tan grande y santo. S. Pablo exhorta a un examen de conciencia: «Quien coma el pan o beba el cáliz del Señor indignamente, será reo del Cuerpo y de la Sangre del Señor. Examínese, pues, cada cual, y coma entonces del pan y beba del cáliz. Pues quien come y bebe sin discernir el Cuerpo, come y bebe su propio castigo» ( 1 Co 11,27-29). Quien tiene conciencia de estar en pecado grave debe recibir el sacramento de la Reconciliación antes de acercarse a comulgar.

Ante la grandeza de este sacramento, el fiel sólo puede repetir humildemente y con fe ardiente las palabras del Centurión: «Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme».

Para prepararse convenientemente a recibir este sacramento, los fieles deben observar el ayuno prescrito por la Iglesia. Por la actitud corporal (gestos, vestido) se manifiesta el respeto, la solemnidad, el gozo de ese momento en que Cristo se hace nuestro huésped.

Es conforme al sentido mismo de la Eucaristía que los fieles, con las debidas disposiciones, comulguen cuando participan en la Misa (en el mismo día, sólo se permite una segunda vez).

La Iglesia obliga a los fieles a participar los domingos y días de fiesta en la divina liturgia y a recibir al menos una vez al año la Eucaristía, si es posible en tiempo pascual, preparados por el sacramento de la Reconciliación. Pero la Iglesia recomienda vivamente a los fieles recibir la santa Eucaristía los domingos y los días de fiesta, o con más frecuencia aún, incluso todos los días.

Gracias a la presencia sacramental de Cristo bajo cada una de las especies, la comunión bajo la sola especie de pan ya hace que se reciba todo el fruto de gracia propio de la Eucaristía. Por razones pastorales, esta manera de comulgar se ha establecido legítimamente como la más habitual en el rito latino. No obstante, la comunión tiene una expresión más plena por razón del signo cuando se hace bajo las dos especies. Ya que en esa forma es donde más perfectamente se manifiesta el signo del banquete eucarístico. Es la forma habitual de comulgar en los ritos orientales.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Eucaristía significa y realiza la comunión de vida con Dios y la unidad del pueblo de Dios por las que la Iglesia es ella misma. En ella se encuentra a la vez la cumbre de la acción, por la que, en Cristo, Dios santifica al mundo, y del culto que en el Espíritu Santo los hombres dan a Cristo por el Padre» (San Pablo VI, Eucharisticum mysterium).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

¡Memorial de la muerte del Señor,
pan vivo que a los hombres das la vida!
Da a mi alma vivir sólo de ti,
y tu dulce sabor gustarlo siempre.

Pelícano piadoso, Jesucristo,
lava mis manchas con tu sangre pura;
pues una sola gota es suficiente
para salvar al mundo del pecado.

¡Jesús, a quien ahora veo oculto!
Te pido que se cumpla lo que ansío:
qué, mirándote al rostro cara a cara,
sea dichoso viéndote en tu gloria. Amén.

 

21 de mayo de 2024: DOMINGO VII DE PASCUA “A”: La Ascensión del Señor


SOLEMNIDAD DE LA ASCENSIÓN DEL SEÑOR

 «Creer es también saberse enviado»

Hch 1,1-11: «A la vista de ellos, fue elevado al cielo»
Sal 46, 2-9: «Dios asciende entre aclamaciones; el Señor, al son de trompetas»
Ef 1,17-23: «Lo sentó a su derecha en el cielo»

Mt 28,16-20: «Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra»

I. LA PALABRA DE DIOS

«Se me ha dado todo poder en el cielo y en la tierra». El misterio de la Ascensión celebra el triunfo total, perfecto y definitivo de Cristo. No sólo ha resucitado, sino que es «el Señor». En Él Dios Padre ha desplegado su poder infinito. A san Pablo le faltan palabras para describir «la extraordinaria grandeza» del poder de Dios Padre «en favor de nosotros, los creyentes, según la eficacia de su fuerza poderosa», por la que el crucificado, el despreciado de todos los pueblos, ha sido glorificado en su humanidad y en su cuerpo y ha sido constituido Señor absoluto de todo lo que existe. Todo ha sido puesto bajo sus pies, bajo su dominio soberano. La Ascensión es la «fiesta de Cristo glorificado», exaltado sobre todo, entronizado a la derecha del Padre. Por tanto, fiesta de adoración de la majestad infinita de Cristo. 

Pero la Ascensión es también la «fiesta de la Iglesia». Aparentemente su Esposo le ha sido arrebatado. Y sin embargo la segunda lectura nos dice que precisamente por su Ascensión Cristo ha sido dado a la Iglesia. Libre ya de los condicionamientos de tiempo y espacio, Cristo es Cabeza de la Iglesia, la llena con su presencia totalizante, la vivifica, la plenifica. La Iglesia vive de Cristo. Más aún, es plenitud de Cristo, es Cuerpo de Cristo, es Cristo mismo. La Iglesia no está añadida o sobrepuesta a Cristo. Es una sola cosa con Él, es Cristo mismo viviendo en ella. Ahí está la grandeza y la belleza de la Iglesia: «Yo estoy con vosotros todos los días».

«Id, pues, y haced discípulos a todos los pueblos». La Ascensión es también «fiesta y compromiso de evangelización». Pero entendiendo este mandato de Jesús desde las otras dos frases que Él mismo dice: «se me ha dado todo poder» y «yo estoy con vosotros». Evangelizar, hacer apostolado no es tampoco añadir algo a Cristo, sino sencillamente ser instrumento vivo, colaborador personal, de Cristo, presente y todopoderoso, que quiere contar con nosotros y con nuestra colaboración para extender su señorío en el mundo. Pero sabiendo que el que actúa es Él y la eficacia es suya, de lo contrario, no hay eficacia alguna.

Para bien de toda la Iglesia, Cristo concedió a los apóstoles y a sus sucesores el magisterio autorizado (Se me dio toda autoridad… por lo tanto, id,…), no para impartir cualquier enseñanza, sino para hacer discípulos de Cristo; les dio también el magisterio infalible, por su asistencia ininterrumpida y perenne (todos los días, hasta el fin del mundo); y establece la íntima conexión entre predicación del Evangelio, fe y bautismo: a impulsos de Dios y con su ayuda, el hombre se abre a la fe por la predicación, y se mueve libremente hacia Dios. Además, según estos versículos, la Iglesia la forman la comunidad universal de los discípulos de Jesús, que observan lo que el Señor ha mandado, a la que se agregan mediante la fe y el signo eficaz del bautismo, y en la que viven orientados hacia la manifestación definitiva del señorío de Jesucristo sobre toda la creación. 

II. LA FE DE LA IGLESIA

Jesús subió a los cielos
y está sentado a la derecha de Dios,
Padre Todopoderoso
(659 — 664)

El Cuerpo de Cristo fue glorificado desde el instante de su Resurrección como lo prueban las propiedades nuevas y sobrenaturales, de las que desde entonces su cuerpo disfruta. Pero durante los cuarenta días en los que Él come y bebe familiarmente con sus discípulos y les instruye sobre el Reino, su gloria aún queda velada bajo los rasgos de una humanidad ordinaria. La última aparición de Jesús termina con la entrada irreversible de su humanidad en la gloria divina simbolizada por la nube y por el cielo donde Él se sienta para siempre a la derecha de Dios. 

La elevación en la Cruz significa y anuncia la elevación en la Ascensión al cielo. Es su comienzo. Jesucristo, el único Sacerdote de la Alianza nueva y eterna, no «penetró en un Santuario hecho por mano de hombre, … sino en el mismo cielo, para presentarse ahora ante el acatamiento de Dios en favor nuestro». En el cielo, Cristo ejerce permanentemente su sacerdocio. «De ahí que pueda salvar perfectamente a los que por él se llegan a Dios, ya que está siempre vivo para interceder en su favor». Como «Sumo Sacerdote de los bienes futuros», es el centro y el oficiante principal de la liturgia que honra al Padre en los cielos.

Cristo, desde entonces, está sentado a la derecha del Padre: «Por derecha del Padre entendemos la gloria y el honor de la divinidad, donde el que existía como Hijo de Dios antes de todos los siglos como Dios y consubstancial al Padre, está sentado corporalmente después de que se encarnó y de que su carne fue glorificada» (San Juan Damasceno).

Sentarse a la derecha del Padre significa la inauguración del reino del Mesías, cumpliéndose la visión del profeta Daniel respecto del Hijo del hombre: «A él se le dio imperio, honor y reino, y todos los pueblos, naciones y lenguas le sirvieron. Su imperio es un imperio eterno, que nunca pasará, y su reino no será destruido jamás». A partir de este momento, los apóstoles se convirtieron en los testigos del «Reino que no tendrá fin».

Misión de los Apóstoles
y de la Iglesia en el mundo
(858 — 860. 849 — 852)

Jesús es el enviado del Padre. Desde el comienzo de su ministerio, «llamó a los que él quiso, y vinieron donde él. Instituyó Doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar». Desde entonces, serán sus «enviados» (es lo que significa la palabra griega «apostoloi»). En ellos continúa su propia misión: «Como el Padre me envió, también yo os envío». Por tanto su ministerio es la continuación de la misión de Cristo: «Quien a vosotros recibe, a mí me recibe».

El testimonio de vida cristiana,
exigencia para los bautizados
(2044 — 2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo. Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen, mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres, a la edificación de la Iglesia. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo».

Mediante un vivir según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz. Sin embargo, no abandonan sus tareas terrenas; fieles al Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

El apostolado
(863)

Toda la Iglesia es apostólica mientras permanezca, a través de los sucesores de San Pedro y de los apóstoles, en comunión de fe y de vida con su origen. Toda la Iglesia es apostólica en cuanto que ella es «enviada» al mundo entero; todos los miembros de la Iglesia, aunque de diferentes maneras, tienen parte en este envío. La vocación cristiana, por su misma naturaleza, es también vocación al apostolado. Se llama «apostolado» a toda la actividad del Cuerpo Místico que tiende a propagar el Reino de Cristo por toda la tierra.

Siendo Cristo, enviado por el Padre, fuente y origen del apostolado de la Iglesia, es evidente que la fecundidad del apostolado, tanto el de los ministros ordenados como el de los laicos, depende de su unión vital con Cristo. Según sean las vocaciones, las interpretaciones de los tiempos, los dones variados del Espíritu Santo, el apostolado toma las formas más diversas. Pero es siempre la caridad, conseguida sobre todo en la Eucaristía, que es como el alma de todo apostolado.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La Iglesia, enriquecida por los dones de su Fundador y guardando fielmente sus mandamientos del amor, la humildad y la renuncia, recibe la misión de anunciar y establecer en todos los pueblos el Reino de Cristo y de Dios. Ella constituye el germen y el comienzo de este Reino en la tierra» (Lumen Gentium, Concilio Vaticano II).

La Iglesia «continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Impulsada por el Espíritu Santo debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección» (Ad Gentes, Concilio Vaticano II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

No; yo no dejo la tierra.
No; yo no olvido a los hombres.
Aquí, yo he dejado la guerra;
arriba, están vuestros nombres».

¿Qué hacéis mirando al cielo,
varones, sin alegría?
Lo que ahora parece un vuelo
ya es vuelta y es cercanía.

El gozo es mi testigo.
La paz, mi presencia viva,
que, al irme, se va conmigo
la cautividad cautiva.

El cielo ha comenzado.
Vosotros sois mi cosecha,
el Padre os ha sentado
conmigo, a su derecha.

Partid frente a la aurora.
Salvad a todo el que crea.
Vosotros marcáis mi hora.
Comienza vuestra tarea. 

Amén.