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22 de septiembre de 2019: DOMINGO XXV ORDINARIO “C”


«Dios… o el dinero»

Am 8, 4-7: Contra los que compran por dinero al pobre.
Sal 112, 1-8 Alabad al Señor, que alza al pobre.
1 Tm 2, 1-8: Pedid por todos los hombres a Dios, que quiere que todos se salven.
Lc 16, 1-13: No podéis servir a Dios y al dinero.

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Amós es conocido por su denuncia de los especuladores, a quienes su ambición les lleva al abuso de los más pobres e indefensos.

La primera carta a Timoteo es un escrito pastoral, en el que el apóstol recomienda la oración por todos los hombres, pues la voluntad salvífica universal de Dios enseña a los cristianos a no olvidar a nadie.

Jesús expone en el evangelio la parábola del administrador infiel, que tiene una enseñanza: nadie puede servir a Dios, si tiene como dios al dinero.

«Los hijos de este mundo son más astutos… que los hijos de la luz». He aquí la enseñanza fundamental de esta parábola. Este administrador renuncia a su ganancia, a los intereses que le correspondían del préstamo, para ganarse amigos que le reciban en su casa cuando quede despedido. Jesús no alaba el fraude, sino que reconoce la astucia de los que se rigen por los principios de este mundo y sugiere que los hijos de la luz deberíamos ser más astutos cuando son los bienes espirituales y eternos los que están en juego. ¡Qué distinto sería si los cristianos pusiéramos en el negocio de la vida eterna, por lo menos, el mismo interés que en los negocios humanos! Debemos preguntarnos: ¿Qué estoy dispuesto a sacrificar por Cristo?

«Ningún siervo puede servir a dos amos». Esta es la explicación profunda de lo anterior. El que tiene como rey y centro de su corazón el dinero, discurre lo posible y lo imposible para tener más. Y lo mismo el que busca fama y honor, gloria humana, poder, comodidad… El que de veras se ha decidido a servir al Señor, está atento a cómo agradarle en todo y se entrega a la construcción del Reino de Dios, buscando que todos le conozcan y le amen. Se nota si servimos al Señor en que cada vez más nuestros pensamientos, anhelos y deseos están centrados en Él y en sus cosas. «Donde está tu tesoro, allí está tu corazón» (Lc 12,34). ¿Dónde está puesto mi corazón? ¿Cuál es mi tesoro? ¿A quién sirvo de veras?

El dinero siempre ha sido y es un peligroso ídolo. Es absorbente de los intereses y preocupaciones del hombre. ¿Cuantas personas han caído en sus redes y han sido esclavizadas por él? La corrupción, la desconfianza familiar y social, las rupturas de amistades… tienen muchas veces como causa el señorío del dinero sobre las personas.

Frente a este ídolo Jesús establece una oposición radical para el servidor de Dios. No se puede servir a dos señores.

Entre los mandamientos de Dios, el décimo habla de poner el corazón o en Dios o en los bienes ajenos. Pocas veces se habla de los deseos del corazón, pero es ahí donde se elevan altares: o a Dios o al dinero.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Dios, bien supremo y fuente de todo bien.
La pobreza de corazón
(2541 – 2550).

Jesús exhorta a sus discípulos a preferirle a Él respecto a todo y a todos y les propone «renunciar a todos sus bienes» (Lc 14, 33) por Él y por el Evangelio. Poco antes de su pasión les mostró como ejemplo la pobre viuda de Jerusalén que, de su indigencia, dio todo lo que tenía para vivir (Lc 21, 4). El precepto del desprendimiento de las riquezas es obligatorio para entrar en el Reino de los cielos.

Todos los cristianos han de intentar orientar rectamente sus deseos para que el uso de las cosas de este mundo y el apego a las riquezas no les impidan, en contra del espíritu de pobreza evangélica, buscar el amor perfecto.

«Bienaventurados los pobres en el espíritu» (Mt 5, 3). Las bienaventuranzas revelan un orden de felicidad y de gracia, de belleza y de paz. Jesús celebra la alegría de los pobres, a quienes pertenece ya el Reino: «Jesucristo llama “pobreza en el Espíritu” a la humildad voluntaria de un espíritu humano y su renuncia; el apóstol nos da como ejemplo la pobreza de Dios cuando dice: “Se hizo pobre por nosotros”» (S. Gregorio de Nisa).

El Señor se lamenta de los ricos porque encuentran su consuelo en la abundancia de bienes. «El orgulloso busca el poder terreno, mientras el pobre en el espíritu busca el Reino de los cielos» (S. Agustín). El abandono en la providencia del Padre del cielo libera de la inquietud por el mañana. La confianza en Dios dispone a la bienaventuranza de los pobres: ellos verán a Dios.

El deseo de la felicidad verdadera aparta al hombre del apego desordenado a los bienes de este mundo, y tendrá su plenitud en la visión y la bienaventuranza de Dios.

Corresponde, por tanto, al pueblo santo luchar, con la gracia de lo alto, para obtener los bienes que Dios promete. Para poseer y contemplar a Dios, los fieles cristianos mortifican sus concupiscencias y, con la ayuda de Dios, vencen las seducciones del placer y del poder.

La codicia
y concupiscencia por los bienes
(2534 – 2540).

El décimo mandamiento desdobla y completa el noveno, que versa sobre la concupiscencia de la carne. Prohíbe la codicia del bien ajeno, raíz del robo, de la rapiña y del fraude, prohibidos por el séptimo mandamiento. La «concupiscencia de los ojos» (1 Jn 2, 16) lleva a la violencia y la injusticia prohibidas por el quinto precepto. La codicia tiene su origen, como la fornicación, en la idolatría condenada en las tres primeras prescripciones de la ley (Sb 14,12). El décimo mandamiento se refiere a la intención del corazón; resume, con el noveno, todos los preceptos de la Ley.

El apetito sensible nos impulsa a desear las cosas agradables que no poseemos. Así, desear comer cuando se tiene hambre, o calentarse cuando se tiene frío. Estos deseos son buenos en sí mismos; pero con frecuencia no guardan la medida de la razón y nos empujan a codiciar injustamente lo que no es nuestro y pertenece, o es debido, a otra persona.

El décimo mandamiento prohíbe la avaricia y el deseo de una apropiación inmoderada de los bienes terrenos. Prohíbe el deseo desordenado nacido de la pasión inmoderada de las riquezas y de su poder. Prohíbe también el deseo de cometer una injusticia mediante la cual se dañaría al prójimo en sus bienes temporales:

Cuando la Ley nos dice: «No codiciarás«, nos dice, en otros términos, que apartemos nuestros deseos de todo lo que no nos pertenece. Porque la sed de los bienes del prójimo es inmensa, infinita y jamás saciada como está escrito: «el ojo del avaro no se satisface con su suerte» (Si 14, 9).

No se quebranta este mandamiento deseando obtener cosas que pertenecen al prójimo siempre que sea por medios justos.

¿Quiénes son los que más deben luchar contra sus codicias pecaminosas y a los que, por tanto, es preciso exhortar más a observar este precepto?: los comerciantes, que desean la escasez o la carestía de las mercancías, que ven con tristeza que no son los únicos en comprar y vender, pues de lo contrario podrían vender más caro y comprar a precio más bajo; los que desean que sus semejantes estén en la miseria para lucrarse vendiéndoles o comprándoles; los médicos, que desean tener enfermos; los abogados que anhelan causas y procesos importantes y numerosos.

El décimo mandamiento exige que se destierre del corazón humano la envidia. Cuando el profeta Natán quiso estimular el arrepentimiento del rey David, le contó la historia del pobre que sólo poseía una oveja, a la que trataba como una hija, y del rico que. a pesar de sus numerosos rebaños, envidiaba al primero y acabó por robarle la cordera (2 Sam 12, 14). La envidia puede conducir a las peores fechorías (Gn 4, 37; 1 R 21, 129). La muerte entró en el mundo por la envidia del diablo (Sb 2, 24).

La envidia es un pecado capital. Manifiesta la tristeza experimentada ante el bien del prójimo y el deseo desordenado de poseerlo, aunque sea en forma indebida. Cuando desea al prójimo un mal grave es un pecado mortal: San Agustín veía en la envidia el «pecado diabólico por excelencia«. El bautizado debe luchar contra ella mediante la benevolencia. La envidia procede con frecuencia del orgullo; el bautizado ha de esforzarse por vivir en la humildad:

III. TESTIMONIO CRISTIANO

«De la envidia nacen el odio, la maledicencia, la calumnia, la alegría causada por el mal del prójimo y la tristeza causada por su prosperidad» (S. Agustín).

«¿Querríais ver a Dios glorificado por vosotros? Pues bien, alegraos del progreso de vuestro hermano y con ello Dios será glorificado por vosotros. Dios será alabado –se dirá– porque su siervo ha sabido vencer la envidia poniendo su alegría en los méritos de otros» (S. Juan Crisóstomo).

«La promesa de ver a Dios supera toda felicidad. En la Escritura, ver es poseer. El que ve a Dios obtiene todos los bienes que se pueden concebir» (S. Gregorio de Nisa).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Atardece, anochece, el alma cesa
de agitarse en el mundo
como una mariposa sacudida

La sombra fugitiva ya se esconde.
Un temblor vagabundo
en la penumbra deja su fatiga

Y rezamos, muy juntos,
hacia dentro de un gozo sostenido,
Señor, por tu profundo
ser insomne que existe y nos cimienta

Señor, gracias, que es tuyo
el universo aún; y cada hombre
hijo es, aunque errabundo,
al final de la tarde, fatigado,
se marche hacia lo oscuro
de sí mismo; Señor, te damos gracias
por este ocaso último.
Por este rezo súbito. Amén.

15 de agosto de 2019: SOLEMNIDAD DE LA ASUNCION DE NUESTRA SEÑORA


«Magnificat»

Ap 11, 19; 12, 1.3-6.10: Una mujer vestida de sol, la luna por pedestal.
1 Co 15, 20-27:  Primero Cristo, como primicia; después todos los que son de Cristo.
Lc 1, 39-56:  El Poderoso ha hecho obras grandes por mí.

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura, la mujer del Apocalipsis representa a María y a la Iglesia.

En la segunda lectura se proclama que la resurrección de Jesucristo es victoria sobre la muerte ganada por Él para todos los que le siguen. María, ya ha alcanzado esta gracia.

El cántico del Magnificat en el Evangelio es modelo de la oración cristiana. María eleva su alabanza y bendición al Señor, que hace en ella maravillas. Todos los pueblos, con Isabel, la llamamos «bendita». Ella recoge esta bendición y la eleva al Poderoso. El Magnificat es una oración que expresa el alma de María: humilde esclava del Señor, que en ella hace maravillas.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El misterio de la Asunción
(963 — 975)

La liturgia de la Misa de este día proclama el misterio de la Asunción, y por boca de María proclama la grandeza de Dios que nos hace partícipes de su gloria.

La solemnidad de la Asunción de la Virgen conmemora el tránsito de María de este mundo al Padre, es decir, su pascua. La Madre virginal del Hijo de Dios no podía corromperse en el sepulcro y fue elevada en cuerpo y alma a la gloria del cielo.

«La Virgen Inmaculada, preservada libre de toda mancha de pecado original, terminado el curso de su vida en la tierra, fue llevada a la gloria del cielo y elevada al trono por el Señor como Reina del universo, para ser conformada más plenamente a su Hijo, Señor de los Señores y vencedor del pecado y de la muerte…».

la Madre de Jesús, glorificada ya en los cielos en cuerpo y alma, es la imagen y comienzo de la Iglesia que llegará a su plenitud en el siglo futuro. También en este mundo, hasta que llegue el día del Señor, brilla ante el Pueblo de Dios en marcha, como señal de esperanza cierta y de consuelo

María,
«icono escatológico»
(imagen final) de la Iglesia:

A María se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor…, más aún, “es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza” (S. Agustín)

El cántico de María, el «Magnificat», expresión de una vida, es a la vez el cántico de la Madre de Dios y el cántico de la Iglesia; cántico de la Hija de Sión y del nuevo Pueblo de Dios; cántico de acción de gracias por la plenitud de gracias derramadas en la Economía de la salvación; cántico de los «pobres», cuya esperanza ha sido colmada con el cumplimiento de las promesas hechas a nuestros padres «en favor de Abrahán y su descendencia, para siempre».

El papel de María con relación a la Iglesia es inseparable de su unión con Cristo, deriva directamente de ella. La Bienaventurada Virgen avanzó en la peregrinación de la fe y mantuvo fielmente la unión con su Hijo hasta la cruz. Allí, por voluntad de Dios, estuvo de pie, sufrió intensamente con su Hijo y se unió a su sacrificio con corazón de madre que, llena de amor, daba su consentimiento a la inmolación de su Hijo como víctima. Finalmente, Jesucristo, agonizando en la cruz la dio como madre al discípulo con estas palabras: «Mujer, ahí tienes a tu hijo» (Jn 19, 26‑27).

Después de la Ascensión de su Hijo, María estuvo presente en los comienzos de la Iglesia con sus oraciones. Reunida con los apóstoles y algunas mujeres, María pedía con sus oraciones el don del Espíritu, que en la Anunciación la había cubierto con su sombra.

María es la primera resucitada después de Cristo. La Asunción de la Santísima Virgen constituye una participación singular en la Resurrección de su Hijo y una anticipación de la resurrección de los demás cristianos: Vivir como María, es vivir con Cristo y con Él resucitar.

La liturgia quiere ayudarnos a contemplar a María como “icono escatológico” (imagen final) de la Iglesia. María es Peregrina de la fe que ya ha llegado a la meta que todos esperamos. María es Aliento, mientras peregrinamos en la tierra. María es Consuelo y Auxilio de Madre que vive gloriosa junto a Dios. María es la «Causa de nuestra alegría» en esta fiesta.

María,
Modelo y Madre de la Iglesia.

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es «miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia», incluso constituye «la figura» (modelo) de la Iglesia.

Aún más, colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra Madre en el orden de la gracia.

Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.

La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. Todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de Él y de Él saca toda su eficacia.

Debemos volver «la mirada a María para contemplar en ella lo que es la Iglesia en su Misterio, en su peregrinación de la fe, y lo que será al final de su marcha, donde le espera, para la gloria de la Santísima e indivisible Trinidad, en comunión con todos los santos, aquella a quien la Iglesia venera como la Madre de su Señor y como su propia Madre».

El culto a María

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial de veneración. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente y encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, «síntesis de todo el Evangelio».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

En tu parto has conservado la virginidad, en tu dormición no has abandonado el mundo, oh Madre de Dios: tú te has reunido con la fuente de la Vida, tú que concebiste al Dios vivo y que, con tus oraciones, librarás nuestras almas de la muerte (Liturgia bizantina).

Se la reconoce y se la venera como verdadera Madre de Dios y del Redentor… más aún, “es verdaderamente la madre de los miembros de Cristo porque colaboró con su amor a que nacieran en la Iglesia los creyentes, miembros de aquella cabeza” (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava. 

Desde ahora me felicitarán
todas las generaciones,
porque el Poderoso
ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación. 

Él hace proezas con su brazo:
dispersa a los soberbios de corazón,
derriba del trono a los poderosos
y enaltece a los humildes,
a los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos. 

Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de su misericordia
-como lo había prometido a nuestros padres-
en favor de Abraham
y su descendencia por siempre.

4 de agosto de 2019: DOMINGO XVIII ORDINARIO “C”


«Buscad los bienes de arriba»

Si 1,2; 2, 21-23: ¿Qué saca el hombre de todo su trabajo?
Sal 94, 1-9: Escucharemos tu voz, Señor
Col 3, 1-5. 9,11: Buscad los bienes de arriba, donde está Cristo
Lc 12, 13-21: Lo que has acumulado, ¿de quién será?

I. LA PALABRA DE DIOS

Llega a su fin la lectura de la carta a los Colosenses: el Bautismo es el principio de una vida nueva, que compromete a seguir una conducta pura, digna de Cristo resucitado.

El libro del Eclesiastés (Sirácida) recoge las enseñanzas de los antiguos sabios de Israel sobre la inutilidad de las riquezas materiales cuando se pone la confianza en ellas.

En el Evangelio, Jesucristo desarrolla una catequesis acerca del uso de los bienes materiales a partir de una pregunta sobre un pleito de herencia.

Ante el Señor hemos de plantearnos el lugar que tienen los bienes materiales y la actividad económica en nuestra vida: la avaricia y codicia por ellos, las justas relaciones laborales, el uso de los bienes comunes, el abuso de los bienes propios… Los bienes materiales son un medio para vivir con dignidad, nunca un fin en si mismos.

El Evangelio, como la primera lectura, relativiza la importancia de los bienes de este mundo. En nuestra sociedad se absolutizan. Es como el reverso de lo que es el núcleo esencial del mensaje de Cristo, que ha venido a comunicarnos que somos hijos de Dios, que nuestro Padre nos cuida y que, por consiguiente, es preciso hacerse como niños, confiar en el Padre que sabe lo que necesitamos y dejarnos cuidar.

El pecado del hombre rico de la parábola es que no se ha hecho como un niño: ha atesorado, fiándose de sus propios bienes, en vez de confiar en el Padre. La clave la da las palabras de Jesús al principio: «Aunque uno ande sobrado, su vida no depende de sus bienes». Por eso este hombre es calificado como «necio». Su absurda insensatez consiste en olvidarse de Dios buscando apoyarse en lo que posee, creyendo encontrar su seguridad en algo fuera de Dios.

En efecto, la autosuficiencia es el gran pecado y la raíz de otros muchos pecados, desde Adán hasta nosotros. La autosuficiencia nace de no querer depender de Dios, sino de uno mismo; y lleva a acumular dinero, conocimientos, bienestar, ideas, amistades, poder, cariño e incluso virtudes o prácticas religiosas. Justamente lo contrario del hacerse como niños. Al contrario, el que se sabe dependiente de un Dios providente, es el sensato; su humildad y confianza le abren a recibir todo como un don, incluidas las inmensas riquezas de «los bienes de allá arriba». El que busca afianzarse en sí mismo, en lugar de recibirlo todo como don, es el necio; y antes o después acabará percibiendo que todo es «vaciedad sin sentido».

El dinero y los bienes materiales, que son buenos y necesario para la dignidad de la persona, pueden, sin embargo, convertirse en ídolos. Sólo Dios es el origen, guía y meta de todo lo que hacemos y queremos en la vida.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El respeto de las personas y sus bienes
(2407 – 2418)

La justicia y la caridad en la gestión de los bienes terrenos y de los frutos del trabajo de los hombres está mandada por el séptimo mandamiento: no robarás.

Robar es apoderarse del bien ajeno contra la voluntad razonable de su dueño. El séptimo mandamiento prohíbe robar, y prohíbe tomar o retener el bien del prójimo injustamente y perjudicar de cualquier manera al prójimo en sus bienes.

Toda forma de retener injustamente el bien ajeno, aunque no contradiga las disposiciones de la ley civil, es contraria al séptimo mandamiento: retener deliberadamente bienes prestados u objetos perdidos; defraudar en el ejercicio del comercio; pagar salarios injustos; elevar los precios especulando con la ignorancia o necesidad ajenas; la corrupción mediante la cual se vicia el juicio de los que deben tomar decisiones; la apropiación y el uso privado de los bienes sociales de una empresa; los trabajos mal hechos; el fraude fiscal; la falsificación de cheques y facturas; los gastos excesivos; el despilfarro; causar voluntariamente daños a las propiedades privadas o públicas.

Todo pecado contra la justicia, bien sea el robo, bien el daño causado injustamente, exige que se restituya lo robado a su propietario y se repare el mal cometido.

La Doctrina Social de la Iglesia
(2419 – 2425)

La Doctrina Social de la Iglesia es su enseñanza en materia económica y social, en orden a la justicia y al respeto a los derechos fundamentales de las personas o la salvación de las almas. Trata del bien común temporal de los hombres en razón de su ordenación al supremo Bien, nuestro fin último. Con su Doctrina Social la Iglesia se esfuerza por inspirar las actitudes justas en el uso de los bienes terrenos y en las relaciones económicas.

En materia económica el respeto de la dignidad humana exige la práctica de la virtud de la templanza, para moderar el apego a los bienes de este mundo; de la justicia, para preservar los derechos del prójimo y darle lo que le es debido; y de la solidaridad, siguiendo la regla de oro y según la generosidad del Señor que «siendo rico, por ustedes se hizo pobre a fin de que ustedes se enriquecieran con su pobreza».

El destino universal de los bienes
y la propiedad privada
(2402 – 2406)

Al comienzo Dios confió la tierra y sus recursos a la administración común de la humanidad para que tuviera cuidado de ellos, los dominara mediante su trabajo y se beneficiara de sus frutos. Por tanto, los bienes de la creación están destinados a todo el género humano. La propiedad privada es lícita para garantizar la libertad y la dignidad de las personas, para ayudar a cada uno a atender sus necesidades fundamentales y las necesidades de los que están a su cargo. Pero el derecho a la propiedad privada, adquirida por el trabajo, o recibida de otro por herencia o regalo, no anula la donación original de la tierra al conjunto de la humanidad. El destino universal de los bienes continua siendo primordial, aunque la promoción del bien común exija el respeto de la propiedad privada, de su derecho y de su ejercicio.

La propiedad de un bien hace de su dueño un administrador de la providencia para hacerlo fructificar y comunicar sus beneficios a otros, ante todo a sus prójimos. Debe hacer posible que se viva una solidaridad natural entre los hombres. Los bienes de producción –materiales o inmateriales– como tierras o fábricas, profesiones o artes, requieren los cuidados de sus poseedores para que su fecundidad aproveche al mayor número de personas. Los poseedores de bienes de uso y consumo deben usarlos con templanza reservando la mejor parte al huésped, al enfermo, al pobre.

La autoridad civil tiene el derecho y el deber de regular, en función del bien común, el ejercicio legítimo del derecho de propiedad.

La justicia conmutativa es la que regula los intercambios entre las personas en el respeto exacto de sus derechos. Obliga estrictamente; exige la salvaguardia de los derechos de propiedad, el pago de las deudas y el cumplimiento de las obligaciones libremente contraídas. Sin justicia conmutativa no es posible ninguna otra forma de justicia.

Las promesas deben ser cumplidas y los contratos rigurosamente observados en la medida que el compromiso adquirido es moralmente justo.

Los juegos de azar (de cartas, lotería, etc.) o las apuestas no son en sí mismos contrarios a la justicia. No obstante, resultan moralmente inaceptables cuando privan a la persona de lo que es necesario para atender a sus necesidades, a las de su familia o las de los demás.

El séptimo mandamiento prohíbe todo lo que por cualquier razón conduce a esclavizar seres humanos, a menospreciar su dignidad personal, a comprarlos, a venderlos y a cambiarlos como mercancías. Es un pecado contra la dignidad de las personas y sus derechos fundamentales reducirlos por la violencia a la condición de objetos de consumo o a una fuente de beneficios.

El séptimo mandamiento exige el respeto de la integridad de la creación. El dominio concedido por el Creador al hombre sobre los seres inanimados (recursos minerales) y los seres vivos (vegetales o animales) no es absoluto; está regulado por el cuidado de la calidad de la vida del prójimo incluyendo la de las generaciones venideras. Los animales están confiados por Dios a la administración del hombre que les debe benevolencia. Pueden servir a la justa satisfacción de las necesidades del hombre (alimento, vestido, ayuda en el trabajo) pero no podemos abusar de ellos ni destinar a ellos los bienes y el afecto debido a los seres humanos.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Cuando damos a los pobres las cosas indispensables no les hacemos liberalidades personales, sino que les devolvemos lo que es suyo. Mas que realizar un acto de caridad, lo que hacemos es cumplir un deber de justicia» (S. Gregorio Magno).

«El hombre, al servirse de esos bienes, debe considerar las cosas externas que posee legítimamente no sólo como suyas, sino también como comunes, en el sentido de que han de aprovechar no sólo a él, sino también a los demás» (Vaticano II, GS, 69).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Tu poder multiplica
la eficacia del hombre,
y crece cada día, entre sus manos,
la obra de tus manos.

Nos señalaste un trozo de la viña
y nos dijiste: «Venid y trabajad»

Nos mostraste una mesa vacía
y nos dijiste: «Llenadla de pan»

Nos presentaste un campo de batalla
y nos dijiste: «Construid la paz»

Nos sacaste al desierto con el alba
y nos dijiste: «Levantad la ciudad»

Pusiste una herramienta en nuestras manos
y nos dijiste: «Es tiempo de crear»

Escucha a mediodía el rumor del trabajo
con que el hombre se afana en tu heredad

Gloria al Padre, y al Hijo,
y al Espíritu Santo.
Por los siglos.

Amén.