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9 de abril de 2023: DOMINGO DE PASCUA DE RESURRECCIÓN “A”


Vio y creyó

«No busquéis entre los muertos al que vive»

Hch 10,34a-37-43: «Hemos comido y bebido con él después de su resurrección de entre los muertos«
Sal 117,1-23: «Éste es el día que hizo el Señor: sea nuestra alegría y nuestro gozo»
Col 3,1-4: «Buscad los bienes de allá arriba, donde está Cristo»
Jn 20,1-9: «Él había de resucitar de entre los muertos«

I. LA PALABRA DE DIOS

San Lucas, como lo hicieron S. Pedro y S. Pablo, presenta en Hechos el núcleo central de la predicación cristiana, el kerigma, «la sustancia viva del Evangelio».

La expresión «Morir con Cristo» tenía en San Pablo una resonancia especial: Al dejar constancia de que su «vida está con Cristo escondida en Dios», invita a todos a una ruptura definitiva con cualquier actitud egoísta anterior, porque de ello depende aparecer «con Cristo en la gloria». Nuestra resurrección final consumará y manifestará lo que ya se ha realizado en el secreto de nuestra vida cristiana.

«Vio y creyó»: Aunque el hecho de encontrar el sepulcro vacío tiene gran importancia, en sí mismo no es prueba de la resurrección de Jesús, sino una especie de contraprueba, un signo según la terminología teológica de Juan: el sudario (pañuelo que se anudaba envolviendo la cabeza del difunto) aún enrollado, no revuelto con las vendas, sino de modo diverso en su mismo sitio (no «aparte» en sentido local como dice la traducción, sino «diversamente» en el sentido de distinto modo); y las vendas en el suelo –yaciendo suavemente, sin el volumen que habían tenido al envolver el cadáver, como desinfladas, vacías del cuerpo que envolvían, pero sin deshacer el envoltorio– indicaban que el cadáver de Jesús había desaparecido, pero que no había habido violencia y, por tanto, no había sido robado —se lo hubieran llevado envuelto en el sudario, con vendas y todo lo demás—. Después, la gracia de comprender la Escritura, y las apariciones de Jesús resucitado, fueron datos determinantes para la fe de la primera comunidad cristiana.

«¡Ha resucitado!»: Es la noticia que hoy nos es gritada, proclamada. Esta es «La Noticia». Es una certeza que se nos da a conocer. La gran certeza, la que sostiene toda nuestra vida, la que le da sentido y valor. ¡Ha resucitado! No podemos seguir viviendo como si Cristo no hubiese resucitado, como si no estuviese vivo. No podemos seguir viviendo como si no le hubiera sido sometido todo; como si Cristo no fuera el Señor, mi Señor. No podemos seguir viviendo «como si». Sólo cabe buscar con ansia al Resucitado, como María Magdalena o los apóstoles; o mejor, dejarse buscar y encontrar por Él.

«¡Ha resucitado!». También nosotros podemos ver, oír, tocar al Resucitado. No, no es un fantasma. Es real, muy real. Cristo vive, quiere entrar en nuestra vida. Quiere transformarla. No, nuestra fe no se basa en simples palabras o doctrinas, por hermosas que sean. Se basa en un hecho, un acontecimiento. Sí, verdaderamente ha resucitado el Señor. Para ti, para mí, para cada uno de todos los hombres. Él quiere irrumpir en nuestra vida con su presencia iluminadora y omnipotente. Es a Él, el mismo que salió resucitado del sepulcro, a quien encontramos en la Eucaristía.

«¡Ha resucitado!». La noticia que hemos recibido hemos de gritarla a otros. Si de verdad hemos tocado a Cristo, tampoco nosotros podemos callar «lo que hemos visto y oído». No somos sólo receptores. Cristo resucitado nos constituye en heraldos, pregoneros de esta noticia. Una noticia que es para todos. Una noticia que afecta a todos. Una noticia que puede cambiar cualquier vida: ¡Cristo ha resucitado, está vivo para ti, te busca, tú eres importante para Él, ha muerto por ti, ha destruido la muerte, te infunde su vida divina, te abre las puertas del paraíso, tus problemas tienen solución, tu vida tiene sentido, y vale la pena vivirla con alegría, a pesar de los problemas!

Creer en el Resucitado es comenzar a vivir como resucitados. Los apóstoles dan testimonio de Aquel en quien han creído. Y viven como resucitados. Los cristianos, la Iglesia ha de anunciar a todos la Resurrección. Nosotros mismos somos testigos de que «hemos pasado de la muerte a la vida«.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Resurrección
(639 — 658)

«¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí, ha resucitado» (Lc 24, 5 6). En el marco de los acontecimientos de Pascua, el primer elemento que se encuentra es el sepulcro vacío.

El misterio de la resurrección de Cristo es un acontecimiento real que tuvo manifestaciones históricamente comprobadas como lo atestigua el Nuevo Testamento.

El sepulcro vacío y las vendas en el suelo significan por sí mismas que el cuerpo de Cristo ha escapado por el poder de Dios de las ataduras de la muerte y de la corrupción. Preparan a los discípulos para su encuentro con el Resucitado.

La fe en la Resurrección tiene por objeto un acontecimiento a la vez históricamente atestiguado por los discípulos que se encontraron realmente con el Resucitado, y misteriosamente trascendente en cuanto entrada de la humanidad de Cristo en la gloria de Dios.

«Si no resucitó Cristo, vana es nuestra predicación, vana también su fe » (1 Co 15, 14). La Resurrección constituye ante todo la confirmación de todo lo que Cristo hizo y enseñó. Todas las verdades, incluso las más inaccesibles al espíritu humano, encuentran su justificación si Cristo, al resucitar, ha dado la prueba definitiva de su autoridad divina según lo había prometido.

La Resurrección de Cristo es cumplimiento de las promesas del Antiguo Testamento y del mismo Jesús durante su vida terrenal. La expresión «según las Escrituras» indica que la Resurrección de Cristo cumplió estas predicciones.

La verdad de la divinidad de Jesús es confirmada por su Resurrección. El había dicho: «Cuando hayan levantado al Hijo del hombre, entonces sabrán que Yo Soy» (Jn 8, 28). La Resurrección del Crucificado demostró que verdaderamente, Él era «YO SOY» (YAHVEH), el Hijo de Dios y Dios mismo. San Pablo pudo decir a los judíos: «La Promesa hecha a los padres, Dios la ha cumplido en nosotros… al resucitar a Jesús, como está escrito en el salmo primero: «Hijo mío eres tú; yo te he engendrado hoy»». La Resurrección de Cristo está estrechamente unida al misterio de la Encarnación del Hijo de Dios: es su plenitud según el designio eterno de Dios.

Hay un doble aspecto en el misterio pascual: por su muerte nos libera del pecado, por su Resurrección nos abre el acceso a una nueva vida. Esta es, en primer lugar, la justificación que nos devuelve a la gracia de Dios «a fin de que, al igual que Cristo fue resucitado de entre los muertos… así también nosotros vivamos una nueva vida» (Rm 6, 4). Consiste en la victoria sobre la muerte y el pecado y en la nueva participación en la gracia. Realiza la adopción filial porque los hombres se convierten en hermanos de Cristo, como Jesús mismo llama a sus discípulos después de su Resurrección: «Vayan y avisen a mis hermanos». Hermanos no por naturaleza, sino por don de la gracia, porque esta filiación adoptiva confiere una participación real en la vida del Hijo único, la que ha revelado plenamente en su Resurrección.

Por último, la Resurrección de Cristo  y el propio Cristo resucitado  es principio y fuente de nuestra resurrección futura: «Cristo resucitó de entre los muertos como primicia de los que durmieron… del mismo modo que en Adán mueren todos, así también todos revivirán en Cristo». En la espera de que esto se realice, Cristo resucitado vive en el corazón de sus fieles. En Él los cristianos «saborean los prodigios del mundo futuro» y su vida es arrastrada por Cristo al seno de la vida divina «para que ya no vivan para sí los que viven, sino para aquel que murió y resucitó por ellos».

Resucitados con Cristo
(1002 — 1004)

Cristo, «el primogénito de entre los muertos», es el principio de nuestra propia resurrección, ya desde ahora por la justificación de nuestra alma, más tarde por la vivificación de nuestro cuerpo.

Si es verdad que Cristo nos resucitará en «el último día«, también lo es, en cierto modo, que nosotros ya hemos resucitado con Cristo. En efecto, gracias al Espíritu Santo, la vida cristiana en la tierra es, desde ahora, una participación en la muerte y en la Resurrección de Cristo: «Sepultados con él en el bautismo, con él también ustedes han resucitado por la fe en la acción de Dios, que le resucitó de entre los muertos… Así pues, si han resucitado con Cristo, busquen las cosas de arriba, donde está Cristo sentado a la diestra de Dios».

Unidos a Cristo por el Bautismo, los creyentes participan ya realmente en la vida celestial de Cristo resucitado, pero esta vida permanece «escondida con Cristo en Dios». Alimentados en la Eucaristía con su Cuerpo, nosotros pertenecemos ya al Cuerpo de Cristo. Cuando resucitemos en el último día también nos «manifestaremos con él llenos de gloria».

Esperando este día, el cuerpo y el alma del creyente participan ya de la dignidad de ser «en Cristo«; donde se basa la exigencia del respeto hacia el propio cuerpo, y también hacia el ajeno, particularmente cuando sufre: «El cuerpo es para el Señor y el Señor para el cuerpo. Y Dios, que resucitó al Señor, nos resucitará también a nosotros mediante su poder. ¿No saben que sus cuerpos son miembros de Cristo?… No se pertenecen… Glorifique, por tanto, a Dios en sus cuerpos».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«No me servirá nada de los atractivos del mundo ni de los reinos de este siglo. Es mejor para mi morir (para unirme) a Cristo Jesús que reinar hasta los confines de la tierra. Es a Él a quien busco, a quien murió por nosotros. A Él quiero, al que resucitó por nosotros. Mi nacimiento se acerca…» (S. Ignacio de Antioquía).

«Cristo resucitó de entre los muertos. Con su muerte venció a la muerte. A los muertos ha dado la vida» (Liturgia bizantina).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya!

Muerte y Vida lucharon,
y la muerte fue vencida.
¡Aleluya, aleluya!

Es el grano que muere
para el triunfo de la espiga.
¡Aleluya, aleluya!

Cristo es nuestra esperanza
nuestra paz y nuestra vida.
¡Aleluya, aleluya!

Vivamos vida nueva,
el bautismo es nuestra Pascua.
¡Aleluya, aleluya!

¡Cristo ha resucitado!
¡Resucitemos con él!
¡Aleluya, aleluya! Amén.

5 de marzo de 2023: DOMINGO II DE CUARESMA “A»


 

Los que habían anunciado al Mesías ven su luz;
los que tienen que anunciarlo verán antes su cruz

Gn 12,1-4a: Vocación de Abraham, padre del pueblo de Dios
Sal 32: Que tu misericordia, Señor, venga sobre nosotros, como lo esperamos de ti
2Tm 1,8b-10: Dios llama y nos ilumina

Mt 17,1-9: Su rostro resplandecía como el sol

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio de la Transfiguración del Señor pone delante de nuestros ojos la gloria de Cristo, que anticipa la resurrección y que anuncia la divinización del hombre. La comunidad cristiana toma conciencia de que es llevada, como los Apóstoles Pedro, Santiago y Juan «aparte, a un monte alto» (Mt 17, 1), para acoger nuevamente en Cristo, como hijos en el Hijo, el don de la gracia de Dios: «Este es mi Hijo amado, en quien me complazco; escuchadle». Es la invitación a alejarse del ruido de la vida diaria para sumergirse en la presencia de Dios: Él quiere transmitirnos, cada día, una palabra que penetra en las profundidades de nuestro espíritu, donde discierne el bien y el mal y fortalece la voluntad de seguir al Señor.

La escena de la Transfiguración, situada junto a la predicción de la Pasión, hace que los discípulos descubran la profundidad de lo que antes les resultaba escandaloso: el anuncio de la Cruz. Para los discípulos, que acaban de oír que el Mesías realizará su misión mediante el sufrimiento, la transfiguración de Jesús tenía una función pedagógica: sostener su fe con una experiencia de gloria, breve anticipación de lo que verían cuando el Hijo del Hombre resucitara de entre los muertos.

La llamada a la conversión que la Iglesia nos ha dirigido en el primer domingo, ahora se precisa más. La conversión sólo es posible mirando a Cristo, dejándonos cautivar por su infinito atractivo: «Señor, ¡qué hermoso es estar aquí!». Contemplando a Cristo también nosotros vamos siendo transfigurados; recibiendo su luz vamos siendo transformados en una imagen cada vez más perfecta del Señor.

«Nos salvó y nos llamó a una vida santa» (segunda lectura). La conversión no es poner algún parche o remiendo a los defectos más gruesos. Cristo quiere hacernos santos. Y la conversión está en función de esta vida santa a la que Él nos llama. El Señor no se conforma con menos. La conversión debe ser continua, hasta que quede perfectamente restaurada en nosotros la imagen de Dios, hasta que Cristo sea plenamente formado en nosotros, hasta que en todo y siempre nos dejemos conducir por el Espíritu. Dejar de lado la tarea de la conversión es olvidar que hemos sido llamados a una vida santa y es despreciar a Cristo que nos llama a ella.

«Sal de tu tierra» (primera lectura). La respuesta de Abraham a la llamada de Dios irrumpiendo en su historia, no puede ser otra que la fe. Es respuesta arriesgada, porque no sabe a dónde va; y segura porque Dios está con él. Luz y tinieblas mezcladas. También a nosotros se nos dirige esta llamada, como a Abraham. Conversión significa salir de nosotros mismos, romper con nuestra instalación y nuestras seguridades, dejar nuestros egoísmos y comodidades. Llamada a la santidad significa ponernos en camino hacia la tierra que el Señor nos mostrará, con entera disponibilidad a su voluntad, a los planes que nos irá manifestando, para que nos lleve a donde Él quiera, cuando y como Él quiera.

«Sal de tu tierra» significa también «toma parte en los duros trabajos del evangelio según las fuerzas que Dios te dé» (segunda lectura), es decir, colabora con todas tus energías para que muchos otros puedan recibir la buena noticia de que su vida puede cambiar a mejor, que pueden convertirse y ser santos, con la gracia de Dios. He ahí el profundo sentido apostólico, evangelizador y misionero de la Cuaresma. El Señor nos promete, como a Abraham: «De ti haré un gran pueblo». El Señor desea que demos fruto abundante (Jn 15,16). Pero una vida mediocre es una vida estéril. De nuestra conversión y santidad depende que nuestra vida sea fecunda.

La cruz en el horizonte del cristiano, aunque como a los discípulos dé miedo, no deja de ser identificación con el propio Cristo. A la luz del Tabor es sencillo sentirse cómodo; pero el de la luz no es el «Cristo completo»: falta el paso de la Cruz.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Transfiguración,
visión anticipada del Reino
(568, 554 – 556)

La Transfiguración de Cristo tiene por finalidad fortalecer la fe de los apóstoles ante la proximidad de la Pasión: la subida a un «monte alto» prepara la subida al Calvario. Cristo, Cabeza de la Iglesia, manifiesta lo que su cuerpo contiene e irradia en los sacramentos: «la esperanza de la gloria».

A partir del día en que Pedro confesó que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios vivo, el Maestro «comenzó a mostrar a sus discípulos que él debía ir a Jerusalén, y sufrir… y ser condenado a muerte y resucitar al tercer día»: Pedro rechazó este anuncio, los otros no lo comprendieron mejor. En este contexto se sitúa el episodio misterioso de la Transfiguración de Jesús, sobre una montaña, ante tres testigos elegidos por Él: Pedro, Santiago y Juan. El rostro y los vestidos de Jesús se pusieron fulgurantes como la luz, Moisés y Elías aparecieron y le «hablaban de su partida, que estaba para cumplirse en Jerusalén». Una nube les cubrió y se oyó una voz desde el cielo que decía: «Este es mi Hijo, mi elegido; escuchadle».

Por un instante, Jesús muestra su gloria divina, confirmando así la confesión de Pedro. Muestra también que para «entrar en su gloria», es necesario pasar por la Cruz en Jerusalén. Moisés y Elías habían visto la gloria de Dios en la Montaña; la Ley y los profetas habían anunciado los sufrimientos del Mesías. La Pasión de Jesús es la voluntad por excelencia del Padre: el Hijo actúa como siervo de Dios. La nube indica la presencia del Espíritu Santo: «Apareció toda la Trinidad: el Padre en la voz, el Hijo en el hombre, el Espíritu en la nube luminosa» (Santo Tomás de Aquino).

En el umbral de la vida pública se sitúa el Bautismo; en el de la Pascua, la Transfiguración. Por el Bautismo de Jesús «fue manifestado el misterio de la primera regeneración»: nuestro bautismo; la Transfiguración «es el sacramento de la segunda regeneración»: nuestra propia resurrección.

Desde ahora nosotros participamos en la Resurrección del Señor por el Espíritu Santo que actúa en los sacramentos del Cuerpo de Cristo. La Transfiguración nos concede una visión anticipada de la gloriosa venida de Cristo «el cual transfigurará este miserable cuerpo nuestro en un cuerpo glorioso como el suyo» (Flp 3, 21). Pero ella nos recuerda también que «es necesario que pasemos por muchas tribulaciones para entrar en el Reino de Dios»: «Pedro no había comprendido eso cuando deseaba vivir con Cristo en la montaña. Te ha reservado eso, oh Pedro, para después de la muerte. Pero ahora, él mismo dice: Desciende para penar en la tierra, para servir en la tierra, para ser despreciado y crucificado en la tierra. La Vida desciende para hacerse matar; el Pan desciende para tener hambre; el Camino desciende para fatigarse andando; la Fuente desciende para sentir la sed; y tú, ¿vas a negarte a sufrir?» (S. Agustín).

En la Cruz Jesús nos mereció la salvación
(616 – 618)

Jesús consuma su sacrificio en la cruz. El «amor hasta el extremo» es el que confiere su valor de redención y de reparación, de expiación y de satisfacción al sacrificio de Cristo. Nos ha conocido y amado a todos en la ofrenda de su vida. «El amor de Cristo nos apremia al pensar que, si uno murió por todos, todos por tanto murieron» (2 Co 5, 14). Ningún hombre aunque fuese el más santo estaba en condiciones de tomar sobre sí los pecados de todos los hombres y ofrecerse en sacrificio por todos. La existencia en Cristo de la persona divina del Hijo, que al mismo tiempo sobrepasa y abraza a todas las personas humanas, y que le constituye Cabeza de toda la humanidad, hace posible su sacrificio redentor por todos.

«Por su sacratísima pasión en el madero de la cruz nos mereció la justificación» enseña el Concilio de Trento subrayando el carácter único del sacrificio de Cristo como «causa de salvación eterna». Y la Iglesia venera la Cruz cantando: «Salve, oh cruz, única esperanza».

Nosotros participamos en el sacrificio de Cristo. La Cruz es el único sacrificio de Cristo, único mediador entre Dios y los hombres. Pero, porque en su Persona divina encarnada, se ha unido en cierto modo con todo hombre, Él ofrece a todos la posibilidad de que, en la forma de Dios sólo conocida, se asocien a este misterio pascual. El llama a sus discípulos a «tomar su cruz y a seguirle» porque El «sufrió por nosotros dejándonos ejemplo para que sigamos sus huellas». Él quiere asociar a su sacrificio redentor a aquellos mismos que son sus primeros beneficiarios. Eso lo realiza en forma excelsa en su Madre, asociada más íntimamente que nadie al misterio de su sufrimiento redentor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Para que los apóstoles concibiesen con toda su alma esta dichosa fortaleza, no temblasen ante la aspereza de la cruz, no se avergonzasen de la Pasión de Cristo y no tuviesen por denigrante el padecer …. subió con ellos solos a un monte elevado, les manifestó el resplandor de su gloria, porque, aunque creían en la majestad de Dios, sin embargo ignoraban el poder del cuerpo, bajo el que se ocultaba la divinidad… Con esa Transfiguración pretendía especialmente sustraer el corazón de sus discípulos del escándalo de la cruz y evitar que la voluntaria ignominia de su Pasión hiciese flaquear la fe de los mismos» (San León Magno).

«Tú te has transfigurado en la montaña, y en la medida en que ellos eran capaces, tus discípulos han contemplado tu gloria, oh Cristo Dios, a fin de que cuando te vieran crucificado comprendiesen que tu Pasión era voluntaria y anunciasen al mundo que Tú eres verdaderamente irradiación del Padre» (Liturgia bizantina de la Fiesta de la Transfiguración).

«Fuera de la Cruz no hay otra escala por donde subir al cielo» (Sta. Rosa de Lima).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Transfigúrame, Señor, transfigúrame.

Quiero ser tu vidriera,
tu alta vidriera azul, morada y amarilla.
Quiero ser mi figura, sí, mi historia,
pero de ti en tu gloria traspasado.

Transfigúrame, Señor, transfigúrame.

Mas no a mí solo,
purifica también a todos los hijos de tu Padre
que te rezan conmigo o te rezaron,
o que acaso ni una madre tuvieron
que les guiara a balbucir el Padrenuestro.

Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

Si acaso no te saben, o te dudan
o te blasfeman, límpiales el rostro
como a ti la Verónica;
descórreles las densas cataratas de sus ojos,
que te vean, Señor, como te veo.

Transfigúralos, Señor, transfigúralos.

Que todos puedan, en la misma nube
que a ti te envuelve,
despojarse del mal y revestirse
de su figura vieja y en ti transfigurada.
Y a mí, con todos ellos, transfigúrame.

Transfigúranos, Señor, transfigúranos.

Amén.

26 de febrero de 2023: DOMINGO I DE CUARESMA “A”


 

 El desierto, escenario de la tentación
y comienzo de la victoria de la Pascua

Gn 2,7-9;3,1-7: Creación y pecado de los primeros padres
Sal 50: Misericordia, Señor, hemos pecado
Rm 5,12-19: Donde abundó el pecado, sobreabundó la gracia
Mt 4,1-11: Jesús ayuna durante cuarenta días y es tentado

I. LA PALABRA DE DIOS

El Génesis presenta a la serpiente como el prototipo del poder personal mentiroso, seductor y enemigo del hombre. El pecado comienza siempre con un falseamiento de la verdad.

«Todos pecaron». Al inicio mismo de la Cuaresma la Iglesia pone ante nuestros ojos este hecho triste y desgraciado. La historia de Adán y Eva es nuestra propia historia: la historia de un fracaso y de una frustración como consecuencia del pecado. Por el pecado entró en el mundo la muerte. En el fondo, todos los males provienen del pecado, del querer ser como dioses, del deseo de construir un mundo sin Dios, o al margen de Dios.

Por eso es necesaria nuestra conversión. Estamos tocados por el pecado, manchados, contaminados… No podemos seguir viviendo como hasta ahora. Se hace necesario un cambio radical de mente, de corazón y de obras. La conversión es necesaria. O convertirse o morir. Y eso, no sólo cada uno como individuo; también nuestras comunidades, nuestras parroquias, nuestras instituciones, la Iglesia entera, que han de ser continuamente reformadas para adaptarse al plan de Dios, para ser fieles al evangelio. «Si no os convertís, todos pereceréis de la misma manera». (Lc 13,5).

Las llamadas «tres tentaciones» –experiencia personal del Hijo de Dios que, en su humanidad, se vio sometido a «pruebas» (eso es una tentación)–, son variantes del mismo ataque diabólico, tendente a hacer que Jesús se presentara como Mesías político o revolucionario y predicara el Evangelio con métodos «del mundo». No podemos saber, por el texto, si se trata de visiones corporales y tangibles, o de visiones imaginarias experimentadas en la psicología humana de Jesús.

«Si eres Hijo de Dios…». ¡Hasta en el Calvario se repetirá este estribillo tentador! Frente al camino fácil para atraer a las masas –lo espectacular, lo popular: «pan y circo»– Jesús se adhiere a la voluntad del Padre, que quiere ganar cada corazón humano por la conversión y renovación de vida.

Tener pan, tener poder, tener a Dios a mano para utilizarlo en nuestro beneficio; he aquí una trilogía de tentaciones con un solo vencedor: Jesucristo, porque eligió la libertad. El que busca «ser» antes que «tener», siempre es libre; el que quiere «tener» antes que «ser», casi nunca. Frente a toda tentación, que para presentarse al hombre se disfraza de verdad y bien, Cristo se presenta como la «Verdad», sin disfraces de ninguna clase. Así, la victoria sobre el pecado es segura.

La conversión es necesaria. Esta es la buena noticia que al comenzar la Cuaresma nos da la Iglesia, que quiere sacarnos de nuestros pecados, de la mentira, de la muerte. Pero además nos anuncia que, donde Adán fracasó, Cristo ha vencido (evangelio). También Él ha sido tentado, pero el pecado no ha podido con Él: Satanás y el pecado han sido derrotados. 

Más aún, la victoria de Cristo es también la nuestra (segunda lectura). La contraposición paulina ADAN-CRISTO dice que en la justificación Cristo nos da lo que nos quitó Adán con su pecado. Todo el magisterio de la Iglesia anterior y posterior al concilio de Trento, cita este pasaje para explicar el dogma del pecado original (verdadero pecado, que se transmite por generación a todos, y existe en cada hombre como propio; que acarrea consecuencias negativas para toda la humanidad, y para el individuo: perdida de la gracia, atracción hacia el mal, sometimiento a la muerte). Con todo, el núcleo del pensamiento de san Pablo no es el pecado introducido por Adán, sino la redención universal gracias a Cristo: solidaridad de todos los hombres entre sí y en Cristo, la humanidad recapitulada en Cristo para la vida, como lo está en Adán para la muerte.

La conversión es posible. El pecado ya no es irremediable. Cristo, al rechazar las tentaciones del enemigo nos enseñó a sofocar la fuerza del pecado; de este modo, celebrando con sinceridad el misterio de esta Pascua, podremos pasar un día a la Pascua que no acaba. No podemos seguir excusándonos diciendo que somos débiles y pecadores. Es verdad, pero la gracia de Cristo es más fuerte que el pecado. Contamos con su gracia, el pecado ya no debe dominar en nosotros. Entramos en la Cuaresma para luchar y para vencer; y no sólo nuestro pecado, sino también el de los demás; pero no con nuestras solas fuerzas, sino con la fuerza y las armas de Cristo.

El camino de Cristo hacia la Pascua comienza en el desierto. La Iglesia, siguiendo a su Señor, inicia en este tiempo el largo itinerario cuaresmal con una convicción que nos llena de ánimo: Cristo saldrá vencedor …y nosotros con Él.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Las tentaciones de Jesús
(538 — 540)

Los evangelios hablan de un tiempo de soledad de Jesús en el desierto inmediatamente después de su bautismo por Juan. «Impulsado por el Espíritu» al desierto, Jesús permanece allí sin comer durante cuarenta días; vive entre los animales y los ángeles le servían. Al final de este tiempo, Satanás le tienta tres veces tratando de poner a prueba su actitud filial hacia Dios. Jesús rechaza estos ataques que recapitulan las tentaciones de Adán en el Paraíso y las de Israel en el desierto, y el diablo se aleja de Él «hasta el tiempo determinado».

Los evangelistas indican el sentido salvífico de este acontecimiento misterioso. Jesús es el nuevo Adán que permaneció fiel allí donde el primero sucumbió a la tentación, Jesús cumplió perfectamente la vocación de Israel: al contrario de los que anteriormente provocaron a Dios durante cuarenta años por el desierto, Cristo se revela como el Siervo de Dios totalmente obediente a la voluntad divina. En esto Jesús es vencedor del diablo. Él ha «atado al hombre fuerte» para despojarle de lo que se había apropiado (Mc 3, 27). La victoria de Jesús en el desierto sobre el Tentador es un anticipo de la victoria de la Pasión, suprema obediencia de su amor filial al Padre.

La victoria sobre el «príncipe de este mundo» (Jn 14, 30) se adquirió de una vez por todas en la Hora en que Jesús se entregó libremente a la muerte para darnos su Vida. Es el juicio de este mundo, y el príncipe de este mundo ha sido «echado abajo» (Jn 12, 31; Ap 12, 11).

Las tentaciones de Jesús manifiestan la manera que tiene de ser Mesías el Hijo de Dios, en oposición a la que le propone Satanás y a la que los hombres le quieren atribuir. Es por eso por lo que Cristo venció al Tentador a favor nuestro: «Pues no tenemos un Sumo Sacerdote que no pueda compadecerse de nuestras flaquezas, sino probado en todo igual que nosotros, excepto en el pecado» (Hb 4, 15). La Iglesia se une todos los años, durante los cuarenta días de cuaresma, al Misterio de Jesús en el desierto.

«No nos dejes caer en la tentación»
(2846 — 2849)

En esta petición del Padrenuestro pedimos a nuestro Padre que no nos «deje caer» en ella: significa «no permitas entrar en«, «no nos dejes sucumbir a la tentación«. «Dios ni es tentado por el mal, ni tienta a nadie» (St 1, 13), al contrario, quiere librarnos del mal. Le pedimos que no nos deje tomar el camino que conduce al pecado, pues estamos empeñados en el combate «entre la carne y el Espíritu». Esta petición implora el Espíritu de discernimiento y de fuerza.

El Espíritu Santo nos hace discernir entre la prueba, necesaria para el crecimiento del hombre interior (Lc 13, 1315; Hch 14, 22; 2 Tm 3, 12) en orden a una «virtud probada» (Rm 5, 35), y la tentación que conduce al pecado y a la muerte (St 1, 1415). También debemos distinguir entre «ser tentado» y «consentir» en la tentación. Por último, el discernimiento desenmascara la mentira de la tentación: aparentemente su objeto es «bueno, seductor a la vista, deseable» (Gen 3, 6), mientras que, en realidad, su fruto es la muerte.

«No entrar en la tentación» implica una decisión del corazón: «Porque donde esté tu tesoro, allí también estará tu corazón… Nadie puede servir a dos señores». «Si vivimos según el Espíritu, obremos también según el Espíritu». El Padre nos da la fuerza para este «dejarnos conducir» por el Espíritu Santo. «No han sufrido tentación superior a la medida humana. Y fiel es Dios que no permitirá que sean tentados sobre sus fuerzas. Antes bien, con la tentación les dará el modo de poderla resistir con éxito» (1 Co 10, 13).

Pues bien, este combate y esta victoria sólo son posibles con la oración. Por medio de su oración, Jesús es vencedor del Tentador, desde el principio y en el último combate de su agonía. En esta petición a nuestro Padre, Cristo nos une a su combate y a su agonía. La vigilancia del corazón es recordada con insistencia en comunión con la suya. La vigilancia es «guarda del corazón», y Jesús pide al Padre que «nos guarde en su Nombre». El Espíritu Santo trata de despertamos continuamente a esta vigilancia. Esta petición adquiere todo su sentido dramático referida a la tentación final de nuestro combate en la tierra; pide la perseverancia final. «Mira que vengo como ladrón. Dichoso el que esté en vela» (Ap 16, 15).

Formas de penitencia en la vida cristiana
(1438)

Los tiempos y los días de penitencia (el tiempo de Cuaresma, y cada viernes del año en memoria de la muerte del Señor) a lo largo del año litúrgico son momentos fuertes de la práctica penitencial de la Iglesia. Estos tiempos son particularmente apropiados para los ejercicios espirituales, las liturgias penitenciales, las peregrinaciones como signo de penitencia, las privaciones voluntarias como el ayuno y la limosna, la comunicación cristiana de bienes (obras caritativas y misioneras).

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Dios no quiere imponer el bien, quiere seres libres… En algo la tentación es buena. Todos, menos Dios, ignoran lo que nuestra alma ha recibido de Dios, incluso nosotros. Pero la tentación lo manifiesta para enseñarnos a conocernos, y así, descubrirnos nuestra miseria, y obligarnos a dar gracias por los bienes que la tentación nos ha manifestado» (Orígenes).

«El alma que hubiera de vencer su fortaleza (la del Tentador) no podrá sin oración, ni sus engaños podrá entender sin mortificación y sin humildad. Que por eso dice S. Pablo avisando a los fieles estas palabras: «Vístanse de las armas de Dios, para que puedan resistir contra las astucias del enemigo, porque esta lucha no es como contra la carne y sangre» entendiendo por sangre el mundo, y por las armas de Dios, la oración y cruz de Cristo, en que está la humildad y mortificación que habemos dicho» (San Juan de la Cruz).

«El Señor que ha borrado su pecado y perdonado sus faltas también les protege y les guarda contra las astucias del diablo que les combate para que el enemigo, que tiene la costumbre de engendrar la falta, no les sorprenda. Quien confía en Dios, no tema al demonio. «Si Dios esta» con nosotros, ¿quién estará contra nosotros?» (S. Ambrosio). 

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

María, pureza en vuelo,
Virgen de vírgenes, danos
la gracia de ser humanos
sin olvidarnos del cielo.

Dichosa tú, que, entre todas,
fuiste por Dios sorprendida
con tu lámpara encendida
por el banquete de bodas.

Con el abrazo inocente
de un hondo pacto amoroso,
vienes a unirte al Esposo
por virgen y por prudente.

Enséñanos a vivir;
ayúdenos tu oración;
danos en la tentación
la gracia de resistir.

Honor a la Trinidad
por esta limpia victoria.
Y gloria por esta gloria
que alegra la cristiandad. 

Amén.