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14 de julio de 2024: DOMINGO XV ORDINARIO “B”


“Destinados en la persona de Cristo a ser santos, por iniciativa de Dios,
para que la gloria de su gracia redunde en alabanza suya”

Am 7,12-15: “Ve, profetiza a mi pueblo”
Sal 84,9-14: Muéstranos, Señor, tu misericordia y danos tu salvación”
Ef 1,3-14: “Nos eligió en la persona de Cristo antes de la fundación del mundo”
Mc 6,7-13: “Los fue enviando”

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Amós certifica que su carisma profético viene de Dios. Ha sido Yahvé quién le ha llamado, y sólo por haber sido llamado ejerce de profeta. Poco más tarde, Amasías tendrá la oportunidad de comprobar que lo que decía Amós era verdad, venía de Dios.

En el Evangelio se nos presenta la misión de los Doce. Jesús los envía con su misma autoridad, de modo que, al igual que Él, predican la conversión, curan enfermos y echan demonios.

«Les mandó que no llevaran nada para el camino». El Señor insiste en la necesidad de ir desprovistos de medios y seguridades; la única seguridad del apóstol reside –lo mismo que el profeta Amós– en el hecho de ir enviados en el nombre de Jesús, y respaldados por Él. El equipaje de los predicadores del evangelio es el mismo de Jesús: pobreza incluso material, confianza en Dios, y el respaldo de quien los envía. Esta es también una ley esencial para la eficacia de la misión evangelizadora de la Iglesia en todas las épocas y lugares.

De manera semejante que los Doce, todo cristiano es “enviado a echar demonios”, cada uno según su propia vocación y misión. Cristo mismo nos capacita para ello, dándonos parte en su mismo poder (Bautismo, Confirmación, Orden sacerdotal). Y así toda la vida del cristiano, lo mismo que la de Cristo, es una lucha contra el maligno y contra el mal en todas sus manifestaciones, no sólo en uno mismo, sino también en los demás y en el ambiente que nos rodea. Precisamente para esto se ha manifestado Cristo, para deshacer las obras del Diablo.

Finalmente, el texto de la carta a los Efesios nos sitúa en la razón de ser de nuestra vida en este mundo. Hemos sido creados para ser santos. Esa es la única tarea necesaria y urgente. Para eso hemos nacido. Sólo si somos santos nuestra vida valdrá la pena. Y sólo si somos santos echaremos los demonios y el mal de nosotros mismos y del mundo.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia se apoya en la elección de los Doce
y de Pedro como Cabeza
(765)

El Señor Jesús dotó a su comunidad de una estructura que permanecerá hasta la plena consumación del Reino. Ante todo está la elección de los Doce con Pedro como su Cabeza. Los Doce y los otros discípulos participan en la misión de Cristo, en su poder, y también en su suerte. Con todos estos actos, Cristo prepara y edifica su Iglesia.

Somos incorporados por el Bautismo a la Iglesia,
Cuerpo de Cristo
(1267 – 1268)

El Bautismo hace de nosotros miembros del Cuerpo de Cristo. El Bautismo nos incorpora a la Iglesia. De las fuentes bautismales nace el único pueblo de Dios de la Nueva Alianza que trasciende todos los límites naturales o humanos de las naciones, las culturas, las razas y los sexos.

Cristo, médico
(1503)

La compasión de Cristo hacia los enfermos y sus numerosas curaciones de dolientes de toda clase son un signo maravilloso de que «Dios ha visitado a su pueblo» (Lc 7,16) y de que el Reino de Dios está muy cerca. Jesús no tiene solamente poder para curar, sino también de perdonar los pecados: vino a curar al hombre entero, alma y cuerpo; es el médico que los enfermos necesitan. Esta atención dio origen a los infatigables esfuerzos de la Iglesia, en todos los tiempos y lugares, por aliviar a los que sufren.

La sanación de los enfermos
(1506 – 1510)

Cristo invita a sus discípulos a seguirle, tomando a su vez su cruz. Siguiéndole adquieren una nueva visión sobre la enfermedad y sobre los enfermos. Jesús los asocia a su vida pobre y humilde. Les hace participar de su ministerio de compasión y de curación: «Y, yéndose de allí, predicaron que se convirtieran; expulsaban a muchos demonios, y ungían con aceite a muchos enfermos y los curaban».

El Espíritu Santo da a algunos un carisma especial de curación para manifestar la fuerza de la gracia del Resucitado. Sin embargo, ni siquiera las oraciones más fervorosas obtienen la curación de todas las enfermedades. Así San Pablo aprende del Señor que «mi gracia te basta, que mi fuerza se muestra perfecta en la flaqueza» (2 Co 12,9). El cristiano cree que la enfermedad y el sufrimiento son una ocasión de unirse a los sufrimientos de Cristo, a favor de su Cuerpo, que es la Iglesia. Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su Pasión redentora.

«¡Sanad a los enfermos!». La Iglesia ha recibido esta tarea del Señor e intenta realizarla tanto mediante los cuidados que proporciona a los enfermos, como por la oración de intercesión con la que los acompaña. Cree en la presencia vivificante de Cristo, médico de las almas y de los cuerpos. Esta presencia actúa particularmente a través de los sacramentos, y de manera especial por la Eucaristía, pan que da la vida eterna y cuya conexión con la salud corporal insinúa S. Pablo (cf 1Co 11,30).

El sacramento de la Unción de los enfermos
(1499 – 1532)

La Iglesia apostólica tuvo un rito propio en favor de los enfermos, atestiguado por Santiago: «¿Está enfermo alguno de vosotros? Llame a los presbíteros (los sacerdotes) de la Iglesia, que oren sobre él y le unjan con óleo en el nombre del Señor. Y la oración de la fe salvará al enfermo, y el Señor hará que se levante, y si hubiera cometido pecados, le serán perdonados» (St 5,14-15). La Tradición ha reconocido en este rito el Sacramento de la Unción de los enfermos, que es el Sacramento en el que Jesucristo alivia y reconforta al cristiano que comienza a encontrarse en peligro de muerte por enfermedad o vejez.

La Unción de los enfermos comunica un don particular del Espíritu Santo que produce los siguientes efectos: une al enfermo a la Pasión de Cristo, consagrándole para dar fruto para su bien y el de toda la Iglesia; le da al enfermo el consuelo, la paz y el ánimo para soportar cristianamente los sufrimientos de la enfermedad o de la vejez; fortalece la fe del enfermo contra las tentaciones del maligno, especialmente la tentación del desaliento y de angustia ante la muerte; le perdona los pecados si el enfermo no ha podido recibir el sacramento de la Penitencia; puede restablecer la salud corporal del enfermo, si conviene a su salud espiritual; al enfermo en peligro de muerte le prepara para su paso a la vida eterna y acaba en el enfermo la conformación con la muerte y resurrección de Cristo, que el Bautismo había comenzado. A los que van a dejar esta vida, la Iglesia ofrece, además de la Unción de los enfermos, la Eucaristía como viático, que es semilla de vida eterna y poder de resurrección.

Sólo los sacerdotes (obispos y presbíteros) están capacitados para administrar válidamente la Unción de los enfermos. El sacerdote impone –en silencio– las manos sobre el enfermo; ora por el enfermo y luego lo unge con óleo bendecido en la cabeza y en las manos.

Los fieles deben acompañar a los enfermos con sus oraciones y con la atención fraterna y deben animar a los enfermos a llamar al sacerdote para recibir este Sacramento y ayudarlos a que se preparen para recibirlo con buenas disposiciones; también participan en la celebración de la Unción con su presencia y oración, pero no imponen las manos ni ungen al enfermo. Los familiares y amigos del enfermo tienen el grave deber de avisar al sacerdote y poner todos los medios para que reciba fructuosamente este hermoso sacramento.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

“Con la sagrada unción de los enfermos y con la oración de los presbíteros, toda la Iglesia entera encomienda a los enfermos al Señor sufriente y glorificado para que los alivie y los salve. Incluso los anima a unirse libremente a la pasión y muerte de Cristo; y contribuir, así, al bien del Pueblo de Dios” (Concilio Vaticano II, Lumen gentium)

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

En esta tarde, Cristo del Calvario,
vine a rogarte por mi carne enferma;
pero, al verte, mis ojos van y vienen
de tu cuerpo a mi cuerpo con vergüenza

¿Cómo quejarme de mis pies cansados,
cuando veo los tuyos destrozados?
¿Cómo mostrarte mis manos vacías,
cuando las tuyas están llenas de heridas?

¿Cómo explicarte a ti mi soledad,
cuando en la cruz alzado y solo estás?
¿Cómo explicarte que no tengo amor,
cuando tienes rasgado el corazón?

Ahora ya no me acuerdo de nada,
huyeron de mi todas mis dolencias.
El ímpetu del ruego que traía
se me ahoga en la boca pedigüeña

Y sólo pido no pedirte nada,
estar aquí, junto a tu imagen muerta,
ir aprendiendo que el dolor es sólo
la llave santa de tu santa puerta.

Amén.

Pasear con Dios en el Paraíso -Ciclo B-


PRESENTACIÓN

Estos comentarios a las lecturas litúrgicas del domingo fueron inicialmente preparados para la formación de adultos en las asambleas familiares y vecinales, fruto de las distintas misiones populares, realizadas en la Parroquia de San Antonio de Padua, de El Puerto, Diócesis de San Pedro de Macorís, en la República Dominicana, entre 1995 y 2007. 

Posteriormente, semana a semana, año tras año, han sido actualizadas y publicadas en Internet en mi blog personal (antoniodiufain.com).

Aunque la finalidad primera no era la de ayudar a los sacerdotes a preparar la homilía, algunos compañeros me han dicho que les sirve como base para su preparación. La Exhortación Apostólica del Papa Benedicto XVI, Sacramentum caritatis, 46, (2007) al referirse a la necesidad de mejorar la calidad de las homilías va en esta dirección:

La necesidad de mejorar la calidad de la homilía está en relación con la importancia de la Palabra de Dios. En efecto, ésta «es parte de la acción litúrgica»; tiene el cometido de favorecer una mejor comprensión y eficacia de la Palabra de Dios en la vida de los fieles. Por eso los ministros ordenados han de «preparar la homilía con esmero, basándose en un conocimiento adecuado de la Sagrada Escritura». Han de evitarse homilías genéricas o abstractas. En particular, pido a los ministros un esfuerzo para que la homilía ponga la Palabra de Dios proclamada en estrecha relación con la celebración sacramental y con la vida de la comunidad, de modo que la Palabra de Dios sea realmente sustento y vigor de la Iglesia. Se ha de tener presente, por tanto, la finalidad catequética y exhortativa de la homilía. Es conveniente que, partiendo del leccionario trienal, se prediquen a los fieles homilías temáticas que, a lo largo del año litúrgico, traten los grandes temas de la fe cristiana, según lo que el Magisterio propone en los cuatro «pilares» del Catecismo de la Iglesia Católica y en su reciente Compendio: la profesión de la fe, la celebración del misterio cristiano, la vida en Cristo y la oración cristiana.

El mismo Benedicto XVI, en la Exhortación Apostólica Verbum Domini, 86,(2010) sobre la Palabra de Dios en la vida y en la misión de la Iglesia, habla de la «lectura orante de la Sagrada Escritura y lectio divina», recordándo que «la Palabra de Dios está en la base de toda espiritualidad auténticamente cristiana». Y nos invitaba, como ya hizo el Concilio en la Dei Verbum, a

retomar la gran tradición patrística, que ha recomendado siempre acercarse a la Escritura en el diálogo con Dios. Como dice san Agustín: «Tu oración es un coloquio con Dios. Cuando lees, Dios te habla; cuando oras, hablas tú a Dios». Orígenes, uno de los maestros en este modo de leer la Biblia, sostiene que entender las Escrituras requiere, más incluso que el estudio, la intimidad con Cristo y la oración.Y está convencido de que la vía privilegiada para conocer a Dios es el amor, y que no se da una auténtica «scientia Christi» sin enamorarse de Él.

No obstante, se ha de evitar el riesgo de un acercamiento individualista, teniendo presente que la Palabra de Dios se nos da precisamente para construir comunión, para unirnos en la Verdad en nuestro camino hacia Dios. Es una Palabra que se dirige personalmente a cada uno, pero también es una Palabra que construye comunidad, que construye la Iglesia. Por tanto, hemos de acercarnos al texto sagrado en la comunión eclesial.

… 

En la lectura orante de la Sagrada Escritura, el lugar privilegiado es la Liturgia, especialmente la Eucaristía, en la cual, celebrando el Cuerpo y la Sangre de Cristo en el Sacramento, se actualiza en nosotros la Palabra misma. En cierto sentido, la lectura orante, personal y comunitaria, se ha de vivir siempre en relación a la celebración eucarística. … La lectura orante personal y comunitaria prepara, acompaña y profundiza lo que la Iglesia celebra con la proclamación de la Palabra en el ámbito litúrgico.

En esta perspectiva, la lectura de la Palabra de Dios nos ayuda en el camino de penitencia y conversión, nos permite profundizar en el sentido de la pertenencia eclesial y nos sustenta en una familiaridad más grande con Dios. Como dice San Ambrosio, cuando tomamos con fe las Sagradas Escrituras en nuestras manos, y las leemos con la Iglesia, el hombre vuelve a pasear con Dios en el paraíso.

Estas páginas no son más que un intento de responder a estas exhortaciones del querido Papa Benedicto XVI.

30 de junio de 2024: DOMINGO XIII ORDINARIO “B”


“Todo es posible para el que cree”

Sb 1,13-15; 2,23-24: “Por envidia del diablo entró la muerte en el mundo”
Sal 29: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado”
2 Co 8,7.9.13-15: “Vuestra abundancia remedia la carencia de los hermanos pobres”
Mc 5,21-43: “Contigo hablo, niña, levántate”

I. LA PALABRA DE DIOS

El Evangelio presenta un doble signo de Jesús, que se revela como el Dios de la vida: al vencer el poder del diablo, Jesús vence el poder de la muerte, que se debe a su influjo (Sabiduría). La hemorroísa era considerada legalmente impura y estaba debilitada en la raíz de su ser, pues «la sangre es la vida» (Dt 12,23). Su curación revela a Jesús como el que devuelve la salud plena y la vida digna. Resucitando a la hija de Jairo testimonia que ni siquiera la frontera de la muerte es inaccesible a su poder. La hemorroísa y Jairo resaltan una vez más la importancia de la fe, capaz de obrar milagros –«tu fe te ha salvado»; «basta que tengas fe»–.

«Acercándose por detrás … le tocó el manto». Lo normal es que el médico toque al enfermo para curarlo, aquí el enfermo toca al médico para sanar. Pero hay diversas formas de “tocar a Jesús”, unas llevan a la curación, otras no: «Ves cómo te apretuja la gente…». Lo que hace posible el milagro es la fe.

Jesús «les dijo que dieran de comer a la niña». La narración acaba con este gesto humano de Jesús: mientras los padres, y todos, quedan pasmados y sin reaccionar –no era para menos, para revivir a un muerto es necesario el poder divino– Él se da cuenta de que la niña lleva horas sin comer.

El Salmo 29 es la acción de gracias de un hombre que ha sido librado de una enfermedad muy grave. A la luz del evangelio de hoy, este salmo es un canto a Jesucristo, el Dios de la vida, el Dios que nos resucitará. Si es verdad que Dios no nos ahorra la muerte –como no se la ahorró al propio Cristo–, nuestro destino es la vida eterna, incluida la resurrección de nuestro cuerpo.

Hemos de dejarnos invadir por los sentimientos de este salmo. ¿Hasta qué punto exulto de júbilo por haber sido librado de la muerte por Cristo? ¿En qué medida desbordo de gratitud porque mi destino no es la fosa? ¿Experimento el reconocimiento agradecido porque mi Señor no ha permitido que mi enemigo –Satanás– se ría de mí? La fe en la resurrección es algo esencial en la vida del cristiano. Pero es sobre todo en un mundo asediado por el tedio y la tristeza de la muerte cuando se hace más necesario nuestro testimonio gozoso y esperanzado de una fe inconmovible en Cristo resucitado y en nuestra propia resurrección.

II. LA DOCTRINA DE LA IGLESIA

En qué consiste la fe
(150 — 152)

La fe es ante todo una adhesión personal del hombre a Dios; es al mismo tiempo e inseparablemente el asentimiento libre a toda la verdad que Dios ha revelado. En cuanto adhesión personal a Dios y asentimiento a la verdad que Él ha revelado, la fe cristiana difiere de la fe en una persona humana. Es justo y bueno confiarse totalmente a Dios y creer absolutamente lo que Él dice. Sería vano y errado poner una fe semejante en una persona humana o en una criatura.

Para el cristiano, creer en Dios es inseparablemente creer en aquel que Él ha enviado, “su Hijo amado”, en quien ha puesto toda su complacencia. Dios nos ha dicho que les escuchemos. El Señor mismo dice a sus discípulos: «Creed en Dios, creed también en mí» (Jn 14,1). Podemos creer en Jesucristo porque es Dios, el Verbo hecho carne: «A Dios nadie le ha visto jamás: el Hijo único, que está en el seno del Padre, él lo ha contado». Porque «ha visto al Padre», Él es el único en conocerlo y en poderlo revelar.

No se puede creer en Jesucristo sin tener parte en su Espíritu. Es el Espíritu Santo quien revela a los hombres quién es Jesús. Porque «nadie puede decir: “Jesús es Señor” sino bajo la acción del Espíritu Santo». Sólo Dios conoce a Dios enteramente: «El Espíritu todo lo sondea, hasta las profundidades de Dios… Nadie conoce lo íntimo de Dios, sino el Espíritu de Dios». Nosotros creemos en el Espíritu Santo porque es Dios. La Iglesia no cesa de confesar su fe en un solo Dios, Padre, Hijo y Espíritu Santo.

Las características de la fe
(153 — 154, 164)

En la fe, la inteligencia y la voluntad humanas cooperan con la gracia divina: creer es un acto del entendimiento que asiente a la verdad divina por imperio de la voluntad movida por Dios mediante la gracia.

La fe es una gracia. La fe es un don de Dios, una virtud sobrenatural infundida por Él. Para dar esta respuesta de la fe es necesaria la gracia de Dios, que se adelanta y nos ayuda, junto con el auxilio interior del Espíritu Santo, que mueve el corazón, lo dirige a Dios, abre los ojos del espíritu y concede a todos gusto en aceptar y creer la verdad.

La fe es un acto humano. Sólo es posible creer por la gracia y los auxilios interiores del Espíritu Santo. Pero no es menos cierto que creer es un acto auténticamente humano. No es contrario ni a la libertad ni a la inteligencia del hombre depositar la confianza en Dios y adherirse a las verdades por Él reveladas.

La fe es un acto libre. El hombre, al creer, debe responder voluntariamente a Dios; nadie debe estar obligado contra su voluntad a abrazar la fe. El acto de fe es voluntario por su propia naturaleza. Ciertamente, Dios llama a los hombres a servirle en espíritu y en verdad. Por ello, quedan vinculados por su conciencia, pero no coaccionados. Esto se hizo patente, sobre todo, en Cristo Jesús. En efecto, Cristo invitó a la fe y a la conversión, Él no forzó jamás a nadie. Dio testimonio de la verdad, pero no quiso imponerla por la fuerza a los que le contradecían.

La fe es necesaria para la salvación. Creer en Cristo Jesús y en Aquél que lo envió para salvarnos es necesario para obtener esa salvación. Puesto que «sin la fe… es imposible agradar a Dios» (Hb 11,6) y llegar a participar en la condición de sus hijos, nadie es justificado sin ella y nadie, a no ser que haya perseverado en ella hasta el fin, obtendrá la vida eterna.

La fe puede ser puesta a prueba. El mundo en que vivimos parece con frecuencia muy lejos de lo que la fe nos asegura; las experiencias del mal y del sufrimiento, de las injusticias y de la muerte parecen contradecir la buena nueva, pueden estremecer la fe y llegar a ser para ella una tentación.

La perseverancia en la fe. La fe es un don gratuito que Dios hace al hombre. Este don inestimable podemos perderlo; S. Pablo advierte de ello a Timoteo: «Combate el buen combate, conservando la fe y la conciencia recta; algunos, por haberla rechazado, naufragaron en la fe» (1 Tm 1,18-19). Para vivir, crecer y perseverar hasta el fin en la fe debemos alimentarla con la Palabra de Dios; debemos pedir al Señor que la aumente; debe “actuar por la caridad”, ser sostenida por la esperanza y estar enraizada en la fe de la Iglesia.

La fe se vive en la Iglesia madre y educadora
(166, 168 — 169)

La fe es un acto personal: la respuesta libre del hombre a la iniciativa de Dios que se revela. Pero la fe no es un acto aislado. Nadie puede creer solo, como nadie puede vivir solo. Nadie se ha dado la fe a sí mismo, como nadie se ha dado la vida a sí mismo. Yo no puedo creer sin ser sostenido por la fe de los otros, y por mi fe yo contribuyo a sostener la fe de los otros.

La Iglesia es la primera que cree, y así conduce, alimenta y sostiene mi fe. Por medio de la Iglesia recibimos la fe y la vida nueva en Cristo por el bautismo.

La salvación viene sólo de Dios; pero puesto que recibimos la vida de la fe a través de la Iglesia, ésta es nuestra madre, y porque es nuestra madre, es también la educadora de nuestra fe.

Brujería, magia, hechicería
(2115, 2117)

Dios puede revelar el porvenir a sus profetas o a otros santos. Sin embargo, la actitud cristiana justa consiste en ponerse con confianza en las manos de la Providencia en lo que se refiere al futuro y en abandonar toda curiosidad malsana al respecto.

Cuando no se cree en Dios, se acaba creyendo en cualquier cosa. Todas las prácticas de magia o de hechicería mediante las que se pretende domesticar las potencias ocultas para ponerlas a su servicio y obtener un poder sobrenatural sobre el prójimo –aunque sea para procurar la salud–, son gravemente contrarias a la virtud de la religión. Estas prácticas son más condenables aún cuando van acompañadas de una intención de dañar a otro o recurren a la intervención de los demonios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Cuando los apóstoles decían al Señor que la turba le apretujaba, Él contestó: «Alguien me ha tocado» . Unos aprietan y la otra le toca. Muchos aprietan desagradablemente el cuerpo del Señor y pocos le tocan saludablemente. «¿Quién me ha tocado?» Como si dijera el Señor: «Busco a los que me tocan, no a los que me aprietan». Ahora ocurre lo mismo, porque el Cuerpo de Cristo es su Iglesia, y, mientras la toca la fe de unos pocos, la aprieta una turba inmensa… La carne empuja, la fe toca… Levanten, pues, los ojos de la fe y toquen la orla externa de su vestido, que eso basta para la salud” (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Libra mis ojos de la muerte;
dales la luz que es su destino.
Yo, como el ciego del camino,
pido un milagro para verte.

Haz de esta piedra de mis manos
una herramienta constructiva;
cura su fiebre posesiva
y ábrela al bien de mis hermanos.

Que yo comprenda, Señor mío,
al que se queja y retrocede;
que el corazón no se me quede
desentendidamente frío.

Guarda mi fe del enemigo
(¡tantos me dicen que estás muerto!)
Tú que conoces el desierto,
dame tu mano y ven conmigo.

Amén.