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8 de diciembre de 2025, lunes: SOLEMNIDAD DE LA INMACULADA CONCEPCIÓN DE LA VIRGEN MARÍA


“Salve, llena de gracia, el Señor está contigo”

Gn 3,9-15.20: “Pongo hostilidad entre tu descendencia y la descendencia de la mujer”
Sal 97,1.2-3ab.3c-4: “Cantad al Señor una cántico nuevo, porque ha hecho maravillas”
Ef 1, 3-6. 11-12: «Dios nos eligió en Cristo antes de la fundación del
mundo»
Lc 1,26-38: “Alégrate, María, llena de gracia, el Señor está contigo”

Solemnidad de la Inmaculada Concepción de la Bienaventurada Virgen María, que, realmente llena de gracia y bendita entre las mujeres en previsión del Nacimiento y de la Muerte salvífica del Hijo de Dios, desde el mismo primer instante de su Concepción fue preservada de toda culpa original, por singular privilegio de Dios. En este mismo día fue definida el año 1854 por el papa Pío IX como verdad dogmática recibida por antigua tradición (elogio del Martirologio Romano).

I. LA PALABRA DE DIOS

En el relato de la Anunciación a María san Lucas confronta los textos antiguos con la propia venida de Cristo. En realidad es un relato, no de anunciación (que dice lo que va a suceder y no admite réplica), sino de vocación (que expone una misión y pide consentimiento). Y vemos cómo la Virgen es la nueva Hija de Sión a la que Yavé renueva con su amor, según Sofonías; es la llena de gracia (Isaías); el resto que regresa de la cautividad y sobre el que ha brillado la luz divina (Isaías); el templo que rebosa de la gloria de Dios, según Ageo.

«LLENA-DE-GRACIA» es el nombre que da el ángel a la doncella. «Gracia», no en el significado profano (amabilidad, belleza), sino en el doble significado bíblico de: benevolencia divina, por la que Dios concede benignamente un don gratuito (un favor, una «gracia»). María había sido transformada por la acción divina, agraciada por Dios desde antes, y en ella estaba remansada la gracia, preparándola para ser la madre del Mesías. Lo cual confirma que la plenitud de gracia de María está en función de su Hijo, de su maternidad divina. No hubiera estado, ni sido, «Llena de gracia», santificada por la gracia, si la sombra de cualquier pecado la hubiera tocado.

Sin dejar de pensar en el Adviento, marco en el que se celebra esta gran festividad, hacemos notar que en María tiene lugar el gran encuentro de Dios con la humanidad.

Aunque la humanidad cometa el primer pecado, Dios no se olvida de su misericordia. Pero ya se plantea entonces una batalla contra el mal, en la que a María le tocan las primicias de la victoria. Por eso, el misterio de la Inmaculada nos anuncia que hay un plan de regeneración total, que ha comenzado en María.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La Iglesia contempla y celebra gozosa a la Virgen Inmaculada porque ve en ella la imagen que Jesucristo quiere de ella misma: limpia, pura, sin mancha ni arruga, preparada para el Esposo que llega.

La Inmaculada Concepción
(490 — 493)

Para ser la Madre del Salvador, María fue «dotada por Dios con dones a la medida de una misión tan importante». El ángel Gabriel en el momento de la anunciación la saluda como «llena de gracia». En efecto, para poder dar el asentimiento libre de su fe al anuncio de su vocación era preciso que ella estuviese totalmente poseída por la gracia de Dios.

A lo largo de los siglos, la Iglesia ha tomado conciencia de que María «llena de gracia» por Dios había sido redimida desde su concepción. Es lo que confiesa el dogma de la Inmaculada Concepción, proclamado en 1854 por el Papa Pío IX: «la bienaventurada Virgen María fue preservada inmune de toda la mancha de pecado original en el primer instante de su concepción por singular gracia y privilegio de Dios omnipotente, en atención a los méritos de Jesucristo Salvador del género humano».

Esta «resplandeciente santidad del todo singular» de la que ella fue «enriquecida desde el primer instante de su concepción», le viene toda entera de Cristo: ella es «redimida de la manera más sublime en atención a los méritos de su Hijo». El Padre la ha «bendecido con toda clase de bendiciones espirituales, en los cielos, en Cristo» (Ef 1, 3) más que a ninguna otra persona creada. Él la ha elegido en él antes de la creación del mundo para ser santa e inmaculada en su presencia, en el amor (cf. Ef 1, 4).

Los Padres de la tradición oriental llaman a la Madre de Dios «la Toda Santa» («Panagia»), la celebran como inmune de toda mancha de pecado y como plasmada por el Espíritu Santo y hecha una nueva criatura». Por la gracia de Dios, María ha permanecido pura de todo pecado personal a lo largo de toda su vida.

«Hágase en mí según tu palabra»
(494)

Al anuncio de que ella dará a luz al «Hijo del Altísimo» sin conocer varón, por la virtud del Espíritu Santo, María respondió por «la obediencia de la fe» (Rm 1, 5), segura de que «nada hay imposible para Dios»: «He aquí la esclava del Señor: hágase en mí según tu palabra». Así dando su consentimiento a la palabra de Dios, María llegó a ser Madre de Jesús y , aceptando de todo corazón la voluntad divina de salvación, sin que ningún pecado se lo impidiera, se entregó a sí misma por entero a la persona y a la obra de su Hijo, para servir, en su dependencia y con él, por la gracia de Dios, al Misterio de la Redención.

Ella, en efecto, como dice S. Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y de la de todo el género humano». Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar «el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe». Comparándola con Eva, llaman a María `Madre de los vivientes’ y afirman con mayor frecuencia: «la muerte vino por Eva, la vida por María».

Ella es nuestra Madre
en el orden de la gracia
(967 —970)

Por su total adhesión a la voluntad del Padre, a la obra redentora de su Hijo, a toda moción del Espíritu Santo, la Virgen María es para la Iglesia el modelo de la fe y de la caridad. Por eso es miembro muy eminente y del todo singular de la Iglesia, incluso constituye la figura [«typus»] de la Iglesia.

Pero su papel con relación a la Iglesia y a toda la humanidad va aún más lejos. Colaboró de manera totalmente singular a la obra del Salvador por su fe, esperanza y ardiente amor, para restablecer la vida sobrenatural de los hombres. Por esta razón es nuestra madre en el orden de la gracia.

Esta maternidad de María perdura sin cesar en la economía de la gracia, desde el consentimiento que dio fielmente en la Anunciación, y que mantuvo sin vacilar al pie de la cruz, hasta la realización plena y definitiva de todos los escogidos. En efecto, con su asunción a los cielos, no abandonó su misión salvadora, sino que continúa procurándonos con su múltiple intercesión los dones de la salvación eterna… Por eso la Santísima Virgen es invocada en la Iglesia con los títulos de Abogada, Auxiliadora, Socorro, Mediadora.

La misión maternal de María para con los hombres de ninguna manera disminuye o hace sombra a la única mediación de Cristo, sino que manifiesta su eficacia. En efecto, todo el influjo de la Santísima Virgen en la salvación de los hombres brota de la sobreabundancia de los méritos de Cristo, se apoya en su mediación, depende totalmente de ella y de ella saca toda su eficacia. Ninguna creatura puede ser puesta nunca en el mismo orden con el Verbo encarnado y Redentor. Pero, así como en el sacerdocio de Cristo participan de diversa manera tanto los ministros como el pueblo creyente, y así como la única bondad de Dios se difunde realmente en las criaturas de distintas maneras, así también la única mediación del Redentor no excluye, sino que suscita en las criaturas una colaboración diversa que participa de la única fuente.

El culto a la Santísima Virgen
(971)

«Todas las generaciones me llamarán bienaventurada» (Lc 1, 48): La piedad de la Iglesia hacia la Santísima Virgen es un elemento intrínseco del culto cristiano. La Santísima Virgen es honrada con razón por la Iglesia con un culto especial. Y, en efecto, desde los tiempos más antiguos, se venera a la Santísima Virgen con el título de «Madre de Dios», bajo cuya protección se acogen los fieles suplicantes en todos sus peligros y necesidades. Este culto, aunque del todo singular, es esencialmente diferente del culto de adoración que se da al Verbo encarnado, lo mismo que al Padre y al Espíritu Santo, pero lo favorece muy poderosamente; encuentra su expresión en las fiestas litúrgicas dedicadas a la Madre de Dios y en la oración mariana, como el Santo Rosario, síntesis de todo el Evangelio.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Dice san Ireneo, «por su obediencia fue causa de la salvación propia y la del todo género humano». Por eso, no pocos Padres antiguos, en su predicación, coincidieron con él en afirmar «el nudo de la desobediencia de Eva lo desató la obediencia de María. Lo que ató la virgen Eva por su falta de fe lo desató la Virgen María por su fe».

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Bendita sea tu pureza
y eternamente lo sea,
pues todo un Dios se recrea
en tan graciosa belleza.

A ti, celestial princesa,
Virgen Sagrada María,
yo te ofrezco en este día,
alma, vida y corazón.

Mírame con compasión,
no me dejes, Madre mía,
por tu pura Concepción.

Amén.

23 de noviembre de 2025: DOMINGO XXXIV ORDINARIO “C”. NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


«Jesucristo es el Señor»

2 Sam 5,1-3: Ellos ungieron a David como rey de Israel.

Sal 121, 1-5: Vamos alegres a la casa del Señor.

Col 1, 12-20: Nos ha trasladado al Reino del Hijo de su amor.

Lc 23, 35-43: Señor, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino.

I. LA PALABRA DE DIOS

David es el ungido del Señor. Es «cristo» o «ungido» (cristo significa ungido). Se ungía a los reyes porque representaban a Dios en medio de su pueblo.

Jesús fue ungido por el Espíritu Santo públicamente en el Bautismo del Jordán. En la cruz es proclamado rey en el título de su condena y en la invocación del malhechor crucificado junto a Él.

La entronización del Rey del universo se hace en la cruz, suplicio de muerte para malhechores. El reinado de Jesucristo es el reinado de Dios, del amor y de la vida. Amor que tiene su máxima expresión en la cruz. Vida que gana para todos los hombres, entregándola en la cruz.

Cristo agonizante manifiesta su realeza sobre la muerte y el pecado. ¡Qué paradoja! A un hombre que es un hombre agonizante como Él, a un hombre que es un gran malhechor –y que recibe en el suplicio el pago justo por lo que ha hecho–, le dice con soberano aplomo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Así es como reina Cristo. Ejerce su soberanía salvando. Basta una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder salvador.

El himno recogido en la carta a los Colosenses acumula título sobre título (Hijo de su amor, imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, cabeza del cuerpo de la Iglesia, principio, primogénito de entre los muertos, primero en todo) para exaltar la indescriptible grandeza de nuestro Señor. Dios Padre nos ha introducido en el reino de su Hijo gracias a que por la sangre de Cristo hemos sido redimidos, hemos quedado libres de nuestros pecados. Esta sangre que fluye del costado de Cristo inunda todo, lo purifica, lo regenera, lo fecunda, y extiende por todas partes su eficacia salvífica.

El señorío de Cristo no es para someter o tiranizar, sino para liberarnos del dominio de Satanás y así ejercer su influjo vivificante sobre nosotros. Como Cabeza que es, toda la vida de los miembros del Cuerpo depende de que cada uno acoja el señorío de Cristo sobre sí mismo. Más aún, el universo entero sólo alcanzará su plenitud cuando el reinado de Cristo sea total y perfecto y Dios sea todo en todos.

Nunca hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. En vez de salvarse a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo para salvar multitudes para toda la eternidad. Mirando a este Rey crucificado entendemos que también nuestra muerte es vida y nuestra humillación victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es fecundo, es fuente de una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este Rey crucificado se trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de influir, de dominio.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, Hijo único de Dios,
y Señor
(436 – 451)

El nombre de Cristo es la traducción al griego del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido«. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. Jesús es el Cristo porque «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder». Era «el que ha de venir», el objeto de «la Esperanza de Israel».

Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena en el momento de su bautismo por Juan. Durante su vida pública, Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho, pero no sin reservas, porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana, esencialmente política.

El verdadero sentido de su realeza mesiánica no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz. Y solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien ustedes han crucificado».

El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre y Él mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios.

Pedro confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» y Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica, profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia.

Si Pedro pudo reconocer el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús respondió: «tu lo dices: yo soy». Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» salvo para ordenarles «ustedes, pues, oren así: Padre Nuestro»; y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre».

Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado«. Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios«. Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos». Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad».

El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad. «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo».

En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés, YaHWeH, es traducido por «Kyrios» («Señor»). El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios.

A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban la soberanía divina de Jesús.

Este título –«Señor»– expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación. Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús. En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío». Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!».

Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo.

La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros«, o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: «Maran atha» («¡el Señor viene!») o «Marana tha» («¡Ven, Señor!»): «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«En el nombre de Cristo está sobrentendido el que ha ungido, el que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: el que ha ungido, es el Padre, el que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción» (S. Ireneo de Lyon).

«Que el Credo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
con una mirada suave,
te lo diré contemplando
tu cuerpo que en pajas yace.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizá con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo
que espiran los animales.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro valle!

Amén.

16 de noviembre de 2025: DOMINGO XXXIII ORDINARIO “C”


Creo en la vida eterna

Mal 3,19-20a: A vosotros os iluminará un sol de justicia.

Sal 97: El Señor llega para regir los pueblos con rectitud.

2 Ts 3, 7-12: Si alguno no quiere trabajar, que no coma.

Lc 21,5-19: Con vuestra perseverancia salvaréis vuestras almas.

I. LA PALABRA DE DIOS

Malaquías y los últimos profetas anteriores a la venida de Jesucristo anunciaron «el día del Señor», grande y terrible. Las descripciones bíblicas del «último día» hablan de destrucción de lo que es pasajero y de revelación del único Señor y Dios. ¿Producen temor, o más bien alimentan nuestra esperanza en el Señor que viene?.

El apóstol Pablo critica en la segunda lectura a los que viven sin trabajar, a costa de los demás, con la excusa de esperar la venida del Señor. Él, con su ejemplo de vida, les enseña a mantenerse vigilantes, pero con serenidad y laboriosidad.

En el Evangelio, a pesar de la brillantez de la entrada de Jesús en Jerusalén, el presagio de la Pasión ya cercana oscureció los últimos días del Maestro en la ciudad santa. Jesús aprovechó para instruir a los discípulos acerca de la próxima destrucción del Templo y de la ciudad, así como sobre las persecuciones que acompañarían a la Iglesia, teniendo como perspectiva última el final de los tiempos.

«No quedará piedra sobre piedra». Jesús anuncia a todos la ruina de lo que más amaban. Pero el peligro más serio no era la caída de Jerusalén, ni la destrucción del Templo, sino la falta de fidelidad por cansancio en la larga espera, llena de persecuciones y dificultades, antes de entrar en la “gloria”. «Perseverancia» es paciencia, constancia, capacidad de resistir.

«Mirad que nadie os engañe». Son muchas veces las que el Nuevo Testamento nos advierte que surgirán falsos maestros y profetas (1 Tim 1,3-7; 6,3-5; 2 Tim 4,3-4; 2 Pe 2,1-3…) y que hemos de estar atentos para no dejarnos embaucar. En estos tiempos de confusión es necesaria más que nunca una fe firme y vigilante, una fe consciente y bien formada que sea capaz de discernir para detectar y denunciar estos falsos mesías: «muchos vendrán en mi nombre, diciendo: “Yo soy”». Al final se pondrá de manifiesto su falsedad, pues desaparecerán como la paja, «no les dejará ni copa ni raíz» (primera lectura). Pero mientras tanto pueden causar estragos.

«Todos os odiarán a causa de mi nombre». La persecución no debe sorprender al cristiano. Está más que avisada por Cristo. Más aún, está asegurada al que le es fiel a Él y a su evangelio. «Esto os servirá de ocasión para dar testimonio». Jesús y su Espíritu no abandonarán nunca a sus mártires (= testigos); les darán la capacidad de hablar con sabiduría elocuente. Por lo demás, nada más falso que concebir la vida en este mundo como un remanso de paz. La vida nos ha sido dada para combatir, para luchar por Cristo y por los hermanos. El que renuncia a luchar ya está derrotado. La seguridad nos viene de la protección fiel de Cristo, que ha luchado y sufrido antes que nosotros y más que nosotros.

Con la mirada puesta en las cosas últimas y definitivas, la Palabra de Dios quiere liberarnos de falsas seguridades, ilusiones y espejismos. Lo mismo que aquellos judíos deslumbrados por la belleza exterior del templo, también nosotros nos deslumbramos por cosas que son pura apariencia, que son efímeras y pasajeras. Frente a tanta falsedad que nos acecha en el mundo en que vivimos, frente a tantas ofertas vanas e inconsistentes, sólo la Palabra de Dios es la verdad, sólo ella «permanece para siempre».

La enseñanza de la Iglesia sobre el juicio final y el último día es un mensaje esperanzador. Quien vive en Cristo, espera y ansía ver a Dios.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El juicio final
(1020, 1038 – 1041)

El cristiano que une su propia muerte a la de Jesús ve la muerte como una ida hacia Él y la entrada en la vida eterna. La resurrección de todos los muertos, de los justos y de los pecadores, precederá al Juicio final. Esta será «la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y los que hayan hecho el bien resucitarán para la vida, y los que hayan hecho el mal, para la condenación» (Jn 5, 28‑29). Entonces, Cristo vendrá «en su gloria acompañado de todos sus ángeles… y serán congregadas delante de él todas las naciones, y él separará a los unos de los otros, como el pastor separa las ovejas de las cabras. Pondrá las ovejas a su derecha, y las cabras a su izquierda… E irán éstos a un castigo eterno, y los justos a una vida eterna» (Mt 25, 31ss).

Frente a Cristo, que es la Verdad, será puesta al desnudo definitivamente la verdad de la relación de cada hombre con Dios. El Juicio final revelará hasta sus últimas consecuencias lo que cada uno haya hecho de bien o haya dejado de hacer durante su vida terrena.

El Juicio final sucederá cuando vuelva Cristo glorioso. Sólo el Padre conoce el día y la hora en que tendrá lugar; sólo Él decidirá su advenimiento. Entonces, Él pronunciará por medio de su Hijo Jesucristo, su palabra definitiva sobre toda la historia. Nosotros conoceremos el sentido último de toda la obra de la creación y de toda la economía de la salvación, y comprenderemos los caminos admirables por los que su Providencia habrá conducido todas las cosas a su fin último. El Juicio final revelará que la justicia de Dios triunfa de todas las injusticias cometidas por sus criaturas y que su amor es más fuerte que la muerte.

El mensaje del Juicio final llama a la conversión mientras Dios da a los hombres todavía «el tiempo favorable, el tiempo de salvación». Inspira el santo temor de Dios (respeto a Dios). Compromete para la justicia del Reino de Dios. Anuncia la «bienaventurada esperanza» de la vuelta del Señor que «vendrá para ser glorificado en sus santos y admirado en todos los que hayan creído».

La esperanza de los cielos nuevos
y la tierra nueva
(1042 – 1048)

Al fin de los tiempos el Reino de Dios llegará a su plenitud. Después del Juicio final, los justos reinarán para siempre con Cristo, glorificados en cuerpo y alma, y el mismo universo será renovado.

Ignoramos el momento de la consumación de la tierra y de la humanidad, y no sabemos cómo se transformará el universo. Ciertamente, la figura de este mundo, deformada por el pecado, pasa, pero se nos enseña que Dios ha preparado una nueva morada y una nueva tierra en la que habita la justicia y cuya bienaventuranza llenará y superará todos los deseos de paz que se levantan en los corazones de los hombres.

La Sagrada Escritura llama «cielos nuevos y tierra nueva» a esta renovación misteriosa que transformará la humanidad y el mundo. Esta será la realización definitiva del designio de Dios de «hacer que todo tenga a Cristo por Cabeza, lo que está en los cielos y lo que está en la tierra». En este “universo nuevo” Dios tendrá su morada entre los hombres. «Y enjugará toda lágrima de su ojos, y no habrá ya muerte ni habrá llanto, ni gritos ni fatigas, porque el mundo viejo ha pasado».

Frutos para la vida eterna
(1049 – 1050)

No obstante, la espera de una tierra nueva no debe debilitar, sino más bien avivar la preocupación de cultivar esta tierra, donde crece aquel cuerpo de la nueva familia humana, que puede ofrecer ya un cierto esbozo del siglo nuevo. Por ello, aunque hay que distinguir cuidadosamente el progreso terreno del crecimiento del Reino de Cristo, sin embargo, el primero, en la medida en que puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana, interesa mucho al Reino de Dios. La vocación del hombre a la vida eterna no suprime, sino que refuerza su deber de poner en práctica las energías y los medios recibidos del Creador para servir en este mundo a la justicia y a la paz.

Todos estos frutos buenos de nuestra naturaleza y de nuestra diligencia, tras haberlos propagado por la tierra en el Espíritu del Señor y según su mandato, los encontraremos después de nuevo, limpios de toda mancha, iluminados y transfigurados cuando Cristo entregue al Padre el reino eterno y universal.

Venga a nosotros tu Reino
(2816 – 2821)

Marana Tha”, es el grito del Espíritu y de la Esposa: “ven, Señor Jesús”: es a Cristo en persona a quien llamamos con nuestras voces todos los días y de quien queremos apresurar su advenimiento por nuestra espera. Pero este deseo no distrae a la Iglesia de su misión en este mundo, más bien la compromete.

«El Reino de Dios es justicia y paz y gozo en el Espíritu Santo». Sólo un corazón puro puede decir con seguridad: «¡venga a nosotros tu Reino!» Es necesario haber estado en la escuela de Pablo para decir: «Que el pecado no reine ya en nuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). El que se conserva puro en sus acciones, sus pensamientos y sus palabras, puede decir a Dios: «¡venga tu Reino!».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

Todo el mal que hacen los malos se registra –y ellos no lo saben–. El día en que «Dios no se callará» … Se volverá hacia los malos: «Yo había colocado sobre la tierra, dirá Él, a los pobrecitos para ustedes. Yo, su cabeza gobernaba en el cielo a la derecha de mi Padre, pero en la tierra mis miembros tenían hambre. Si hubieran dado a mis miembros algo, eso habría subido hasta la cabeza. Cuando coloqué a mis pequeñuelos en la tierra, los constituí comisionados de ustedes para llevar sus buenas obras a mi tesoro: como no han depositado nada en sus manos, no poseen nada en Mí” (San Agustín).

«A la tarde [de la vida] te examinarán en el amor» (San Juan de la Cruz).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Recuerde el alma dormida,
avive el seso y despierte
contemplando
cómo se pasa la vida,
cómo se viene la muerte
tan callando;
cuán presto se va el placer,
cómo, después de acordado,
da dolor;
cómo, a nuestro parecer,
cualquiera tiempo pasado
fue mejor.

Este mundo es el camino
para el otro, que es morada
sin pesar;
más cumple tener buen tino
para andar esta jornada
sin errar.

Partimos cuando nacemos,
andamos mientras vivimos,
y llegamos
al tiempo que fenecemos;
así que cuando morimos
descansamos.

Este mundo bueno fue
si bien usásemos de él
como debemos,
porque, según nuestra fe,
es para ganar aquel
que atendemos.

Amén.