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28 de julio de 2019: DOMINGO XVII ORDINARIO “C”


«Orad así: Padrenuestro…»

Gn 18, 20-32: No se enfade mi Señor, si sigo hablando.
Sal 137, 1–8: Cuando te invoqué, Señor, me escuchaste
Col 2,12-14: Os dio la vida en Cristo, perdonándoos todos los pecados.
Lc 11,1-13: Pedid y se os dará.

I. LA PALABRA DE DIOS

La confiada insistencia de Abrahán, cuando intercedía por las ciudades condenadas de Sodoma y Gomorra, halló eco en la paciente condescendencia de Dios.

La segunda lectura expone cómo el misterio Pascual de Cristo se actualiza en el Bautismo y su poder regenerador se aprovecha mediante la fe.

El evangelio nos recuerda algo esencial en la vida del cristiano: el trato de intimidad filial con nuestro Padre. Puesto que somos hijos de Dios, la tendencia y el impulso es a tratar familiarmente con el Padre. Esta intimidad desemboca en confianza. Jesús quiere despertar sobre todo esta confianza filial: «Si vosotros que sois malos sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuanto más vuestro Padre celestial…!»

La oración, por tanto, no es un lujo, sino una necesidad; no es algo para algunos privilegiados, sino ofrecido a todos por gracia; no es una carga, sino un gozo. Los discípulos se ven atraídos precisamente por esa familiaridad que Jesús tiene con el Padre. Viendo a Jesús en oración, le dicen: «Enséñanos a orar».

Las dos parábolas narradas por Jesús nos hablan de la necesidad de orar perseverantemente, con la certeza de obtener lo que se pide; y la disposición de Dios, siempre dispuesto a conceder a sus hijos cosas buenas, el Espíritu Santo.

Si el amigo egoísta cede ante la petición del inoportuno, ¡cuanto más Él, que es el gran Amigo que ha dado hasta su vida por nosotros! Pero esta confianza sólo crece sobre la base del conocimiento de Dios. Lo mismo que un niño confía en sus padres en la medida en que conoce y experimenta su amor, así también el cristiano delante de Dios.

La certeza de «pedid y se os dará» está apoyada en el «¡cuanto más vuestro Padre celestial!» Por tanto, en el fondo, el evangelio nos está invitando a mirar a Dios, a tratarle de cerca para conocerle, a dejarnos sorprender por su grandeza, por su infinita generosidad, por su poder irresistible, por su sabiduría que nunca se equivoca. Sólo así crecerá nuestra confianza y podremos pedir con verdadera audacia, con la certeza de ser escuchados y de recibir lo que pedimos. Es así cuando nuestras oraciones no serán palabras lanzadas al aire en un monólogo solitario.

La oración es parte integrante de la vida cristiana, pero ¿sabemos orar? Jesús enseña a los discípulos a hablar con Dios en espíritu y verdad: el Padre Nuestro; y les exhorta a las actitudes del que ora en verdad. La confianza sencilla y fiel, y la seguridad humilde y alegre son las disposiciones propias del que reza el Padre Nuestro.

Revisemos la frecuencia en el rezo del Padrenuestro. ¿Se está perdiendo su uso? Revisemos la calidad en el rezo del Padrenuestro ¿Es una rutina? Revisemos, sobre todo, las disposiciones interiores en el rezo del Padre nuestro ¿nos sabemos y nos sentimos hijos?

II. LA FE DE LA IGLESIA

El «padrenuestro»,
resumen de todo el Evangelio
(2759 — 2776).

En el Padrenuestro el Señor confía a sus discípulos y a su Iglesia la oración cristiana fundamental. San Lucas da de ella un texto breve con cinco peticiones (Lc 11, 24), San Mateo nos transmite una versión más desarrollada con siete peticiones (Mt 6, 913). La tradición litúrgica de la Iglesia ha conservado el texto de San Mateo.

El Padrenuestro es el corazón de las Sagradas Escrituras. Se llama «oración dominical» porque nos viene del Señor Jesús, Maestro y modelo de nuestra oración. Pero Jesús no nos deja una fórmula para repetirla de modo mecánico. Como en toda oración vocal, el Espíritu Santo, a través de la Palabra de Dios, enseña a los hijos de Dios a hablar con su Padre.

La oración dominical es la oración por excelencia de la Iglesia. Las primeras comunidades recitaban la Oración del Señor tres veces al día, en lugar de las «Dieciocho bendiciones» de la piedad judía. Forma parte integrante de las principales Horas del oficio divino (Laudes y Vísperas) y de la celebración de los sacramentos de la iniciación cristiana: Bautismo, Confirmación y Eucaristía. Inserta en la Eucaristía, manifiesta el carácter escatológico de sus peticiones, en la esperanza del Señor, «hasta que venga«.

Las siete peticiones
(2777 — 2865).

El Padre Nuestro consta de siete peticiones. Las tres primeras tienen por objeto la Gloria del Padre. Las otras cuatro presentan al Padre nuestros deseos.

Podemos invocar a Dios como “Padre” porque así nos lo ha revelado el Hijo de Dios hecho hombre, en quien, por el Bautismo, somos incorporados y adoptados como hijos de Dios.

«Es necesario acordarnos, cuando llamemos a Dios «Padre nuestro», de que debemos comportarnos como hijos de Dios» (San Cipriano). «No pueden llamar Padre al Dios de toda bondad si mantienen un corazón cruel e inhumano; porque en este caso ya no tienen en ustedes la señal de la bondad del Padre celestial» (San Juan Crisóstomo). «Es necesario contemplar continuamente la belleza del Padre e impregnar de ella nuestra alma» (San Gregorio de Nisa).

«El Señor nos enseña a orar en común por todos nuestros hermanos. Porque Él no dice «Padre mío» que estás en el cielo, sino «Padre nuestro«, a fin de que nuestra oración sea de una sola alma para todo el cuerpo de la Iglesia» (San Juan Crisóstomo). El adjetivo «nuestro» al comienzo de la Oración del Señor, así como el «nosotros» de las cuatro últimas peticiones no es exclusivo de nadie. Para que se diga en verdad, debemos superar nuestras divisiones y los conflictos entre nosotros. Los bautizados no pueden rezar al Padre «nuestro» sin llevar con ellos ante Él a todos aquéllos por los que el Padre ha entregado a su Hijo amado. El amor de Dios no tiene fronteras, nuestra Oración tampoco debe tenerla.

La expresión “que estás en el cielo” no designa un lugar, sino la majestad de Dios y su presencia en el corazón de los justos. El cielo, la Casa del Padre, es la verdadera patria hacia donde tendemos y a la que ya pertenecemos.

Al decir “Santificado sea tu Nombre” pedimos que el Nombre de Dios sea reconocido y tratado como santo por nosotros y en nosotros, lo mismo que en toda nación y en cada hombre.

Al decir “Venga a nosotros tu reino” pedimos principalmente el retorno de Cristo y la venida final del Reino de Dios. También pedimos por el crecimiento del Reino de Dios, sirviendo a la verdad, a la justicia y a la paz, en el “hoy” de nuestras vidas.

Al pedir “Hágase tu voluntad en la tierra como en el cielo” pedimos al Padre que una nuestra voluntad a la de su Hijo para cumplir su voluntad, realizar su plan de salvación, para la vida del mundo.

Al pedir “Danos hoy nuestro pan de cada día”, al decir “danos” queremos expresar, en comunión con nuestros hermanos, nuestra confianza filial en nuestro Padre del cielo; “nuestro pan” designa los alimentos y bienes terrenos necesarios para la subsistencia de todos y significa también el “Pan de Vida”: la Palabra de Dios y la Eucaristía.

Al pedir “Perdona nuestras ofensas como también nosotros perdonamos a los que nos ofenden” imploramos la misericordia de Dios para nuestros pecados, la cual no puede penetrar en nuestro corazón si no hemos querido perdonar a nuestros enemigos, a ejemplo y con la ayuda de Cristo.

Al pedir “No nos dejes caer en la tentación”, pedimos a Dios que no nos permita tomar el camino que conduce al pecado. Esta petición implora el espíritu de discernimiento y de fuerza; solicita la gracia de la vigilancia y la perseverancia final.

Al pedir “Y líbranos del mal”, pedimos a Dios, con la Iglesia, que manifieste la victoria, ya conquistada por Cristo, sobre “el príncipe de este mundo”, sobre Satanás, el ángel que se opone personalmente a Dios y a su plan de salvación. Pedimos también que seamos liberados de todos los males, presentes, pasados y futuros, de los que el Maligno es autor o instigador.

El “Amén” final del Padre Nuestro significa nuestro “fiat”, “hágase”, es decir, cúmplanse las siete peticiones: “Así sea”.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«La oración dominical es la más perfecta de las Oraciones. En ella, no sólo pedimos todo lo que podemos desear con rectitud, sino además según el orden en que conviene desearlo. De modo que esta oración no sólo nos enseña a pedir, sino que también forma toda nuestra afectividad» (Santo Tomás de Aquino).

«La oración dominical es, en verdad, el resumen de todo el Evangelio. Por tanto, cada uno puede dirigir al cielo diversas oraciones según sus necesidades, pero comenzando siempre por la oración del Señor, que sigue siendo la oración fundamental» (Tertuliano).

«Recorred todas las oraciones que hay en las Escrituras, y no creo que podáis encontrar algo que no esté incluido en la oración dominical» (S. Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Padre nuestro,
padre de todos,
líbrame del orgullo
de estar solo

No vengo a la soledad
cuando vengo a la oración,
pues sé que, estando contigo,
con mis hermanos estoy;
y sé, estando con ellos,
tú estás en medio, Señor

No he venido a refugiarme
dentro de tu torreón,
como quien huye a un exilio
de aristocracia interior.
Pues vine huyendo del ruido,
pero de los hombres no

Allí donde va un cristiano
no hay soledad, sino amor,
pues lleva toda la Iglesia
dentro de su corazón.
Y dice siempre «nosotros»,
incluso si dice «yo».

Amén.

7 de julio de 2019: DOMINGO XIV ORDINARIO “C”


«Llamados a evangelizar»

Is 66, 10-14: Yo haré derivar hacia ella, como un río, la paz
Sal 65, 1–20: Aclamad al Señor, tierra entera
Ga 6, 14-18: Yo llevo en mi cuerpo las marcas de Jesús
Lc 10, 1-12, 17-20: Como corderos en medio de lobos. Vuestra paz descansará sobre ellos

I. LA PALABRA DE DIOS

En la primera lectura escuchamos una profecía que proyecta, ante una dura realidad, una luz de entusiasmo, fe y esperanza basada en la seguridad de la cercanía de Dios con su pueblo.

La carta a los Gálatas, concluye con un resumen del tema principal de la misma: la vida nueva ha comenzado en Cristo Crucificado.

En el Evangelio, además de a los doce apóstoles, Jesús envió a un grupo más numeroso de discípulos –que avanza una dimensión de universalidad misionera– para anunciar la llegada del Reino de Dios. Jesús les instruye de forma semejante a como lo hizo con los apóstoles.

«¡Poneos en camino!». Todo cristiano es misionero. Bautizado y confirmado, es enviado por Cristo al mundo para ser testigo suyo. En cualquier situación o circunstancia, en cualquier época o ambiente, el cristiano es un enviado, va en nombre de Cristo, para hacerle presente, para ser sacramento suyo. Y las palabras de Jesús revelan la urgencia de esta misión ante las inmensas necesidades del mundo y, sobre todo, por el anhelo de su Corazón. ¿Me veo a mí mismo como un enviado de Cristo en todo momento y lugar?

«No llevéis talega, ni alforja, ni sandalias». El que va en nombre de Cristo se apoya en el poder del Señor. Su autoridad no viene de sus cualidades, ni su eficacia de los medios de que dispone. Al contrario, su ser enviado se pone de relieve en su pobreza, y el poder del Señor se manifiesta en la desproporción de los medios: «No tengo oro ni plata, te doy lo que tengo: en nombre de Jesucristo, echa a andar» (Hch 3,6). Lo más contrario a ser apóstol es la búsqueda de seguridades fuera de Cristo.

En este contexto la expresión «el obrero merece su salario» significa «comed y bebed de lo que tengan», es decir, vivid de limosna. Un enviado de Cristo preocupado por los bienes materiales, más allá de los necesarios para realizar su misión, o que busca su seguridad económica, no puede producir frutos de vida eterna.

«Os he dado potestad para pisotear todo el ejercito del enemigo». Una Iglesia que va en nombre de Cristo, pobre, apoyada sólo en Él, no tiene motivos para asustarse ni desanimarse ante el mal. Con las armas de Cristo –no las de este mundo– ha recibido poder para combatir y vencer el mal.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La misión,
exigencia de la catolicidad de la Iglesia
(849 – 856)

El mandato misionero:
La Iglesia, enviada por Dios a las gentes para ser “sacramento universal de salvación”, por exigencia íntima de su misma catolicidad, obedeciendo al mandato de su Fundador se esfuerza por anunciar el Evangelio a todos los hombres: «Id, pues, y haced discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles a guardar todo lo que yo os he mandado. Y sabed que yo estoy con vosotros todos los días hasta el fin del mundo» (Mt 28, 1920).

El origen y la finalidad de la misión:
El mandato misionero del Señor tiene su fuente última en el amor eterno de la Santísima Trinidad: La Iglesia peregrinante es, por su propia naturaleza, misionera, puesto que tiene su origen en la misión del Hijo y la misión del Espíritu Santo según el plan de Dios Padre. El fin último de la misión no es otro que hacer participar a los hombres en la comunión que existe entre el Padre y el Hijo en su Espíritu de amor.

El motivo de la misión:
Del amor de Dios por todos los hombres la Iglesia ha sacado en todo tiempo la obligación y la fuerza de su impulso misionero: «porque el amor de Cristo nos apremia…». En efecto, «Dios quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento pleno de la verdad» (1 Tm 2, 4). Dios quiere la salvación de todos por el conocimiento de la verdad. La salvación se encuentra en la verdad. Los que obedecen a la moción del Espíritu de verdad están ya en el camino de la salvación; pero la Iglesia a quien esta verdad ha sido confiada, debe ir al encuentro de los que la buscan para ofrecérsela. Porque cree en el designio universal de salvación, la Iglesia debe ser misionera.

Los caminos de la misión:
El Espíritu Santo es en verdad el protagonista de toda la misión eclesial. El es quien conduce la Iglesia por los caminos de la misión. Ella continúa y desarrolla en el curso de la historia la misión del propio Cristo, que fue enviado a evangelizar a los pobres. Impulsada por el Espíritu Santo, debe avanzar por el mismo camino por el que avanzó Cristo; esto es, el camino de la pobreza, la obediencia, el servicio y la inmolación de sí mismo hasta la muerte, de la que surgió victorioso por su resurrección. Es así como la «sangre de los mártires es semilla de cristianos» (Tertuliano).

Pero en su peregrinación, la Iglesia experimenta también hasta qué punto distan entre sí el mensaje que ella proclama y la debilidad humana de aquellos a quienes se confía el Evangelio. Sólo avanzando por el camino de la conversión y la renovación y por el estrecho sendero de Dios es como el Pueblo de Dios puede extender el reino de Cristo. En efecto, como Cristo realizó la obra de la redención en la persecución, también la Iglesia está llamada a seguir el mismo camino para comunicar a los hombres los frutos de la salvación.

Por su propia misión, la Iglesia avanza junto con toda la humanidad y experimenta la misma suerte terrena del mundo, y existe como fermento y alma de la sociedad humana, que debe ser renovada en Cristo y transformada en familia de Dios. El esfuerzo misionero exige entonces la paciencia.

La misión de la Iglesia reclama el esfuerzo hacia la unidad de los cristianos. En efecto, las divisiones entre los cristianos son un obstáculo para que la Iglesia lleve a cabo la plenitud de la catolicidad que le es propia en aquellos hijos que, incorporados a ella ciertamente por el bautismo, están, sin embargo, separados de su plena comunión. Incluso se hace más difícil para la propia Iglesia expresar la plenitud de la catolicidad bajo todos los aspectos en la realidad misma de la vida.

La tarea misionera implica un diálogo respetuoso con los que todavía no aceptan el Evangelio. Los creyentes pueden sacar provecho para sí mismos de este diálogo aprendiendo a conocer mejor cuanto de verdad y de gracia se encontraba ya entre las naciones, como por una casi secreta presencia de Dios. Si ellos anuncian la Buena Nueva a los que la desconocen, es para consolidar, completar y elevar la verdad y el bien que Dios ha repartido entre los hombres y los pueblos, y para purificarlos del error y del mal para gloria de Dios, confusión del diablo y felicidad del hombre.

Vida moral y testimonio misionero
(2044 – 2046)

La fidelidad de los bautizados es una condición primordial para el anuncio del Evangelio y para la misión de la Iglesia en el mundo.

Para manifestar ante los hombres su fuerza de verdad y de irradiación, el mensaje de la salvación debe ser autentificado por el testimonio de vida de los cristianos. El mismo testimonio de la vida cristiana y las obras buenas realizadas con espíritu sobrenatural son eficaces para atraer a los hombres a la fe y a Dios.

Los cristianos, por ser miembros del Cuerpo, cuya Cabeza es Cristo, contribuyen a la edificación de la Iglesia mediante la constancia de sus convicciones y de sus costumbres. La Iglesia aumenta, crece y se desarrolla por la santidad de sus fieles, «hasta que lleguemos al estado de hombre perfecto, a la madurez de la plenitud en Cristo» (E 4, 13).

Llevando una vida según Cristo, los cristianos apresuran la venida del Reino de Dios, Reino de justicia, de verdad y de paz. Esto no significa que abandonen sus tareas terrenas, sino que, fieles a su Maestro, las cumplen con rectitud, paciencia y amor.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Jesucristo ordena a cada fiel que ora que lo haga universalmente por toda la tierra. Porque no dice “Que tu voluntad se haga en mí o en vosotros”, sino “en toda la tierra”; para que el error sea desterrado de ella, que la verdad reine en ella, que la virtud vuelva a florecer en ella y que la tierra ya no sea diferente del cielo» (S. Juan Crisóstomo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Benditos los pies de los que llegan
para anunciar la paz que el mundo espera,
apóstoles de Dios que Cristo envía,
voceros de su voz, grito del Verbo.

De pie en la encrucijada del camino
del hombre peregrino y de los pueblos,
es el fuego de Dios el que los lleva
como cristos vivientes a su encuentro.

Abrid, pueblos, la puerta a su llamada,
la verdad y el amor son don que llevan;
no temáis, pecadores, acogedlos,
el perdón y la paz serán su gesto.

Gracias, Señor, que el pan de tu palabra
nos llega por tu amor, pan verdadero;
gracias, Señor, que el pan de vida nueva
nos llega por tu amor, partido y tierno.

Amén.

30 de junio de 2019: DOMINGO XIII ORDINARIO “C”


Libres para ser esclavos por amor

1 R 19, 16b.19-21: Eliseo se levantó y marchó tras Elías
Sal 15, 1-11: El Señor es mi lote y mi heredad
Ga 4, 31b-5,1.13-18: Vuestra vocación es la libertad
Lc 9,51-62: Jesús tomó la decisión de ir a Jerusalén. Te seguiré a donde vayas

I. LA PALABRA DE DIOS

El profeta Eliseo es figura del seguimiento radical, deja todas sus posesiones y afectos para seguir con generosidad y radicalidad incondicional a su maestro, el profeta Elías.

El apóstol instruye a los nuevos cristianos para que no pierdan la libertad lograda en Cristo y les advierte sobre el uso correcto de esa gracia: el servicio mutuo por amor y el domino de sus pasiones.

Después de anunciar la Pasión, Jesús inicia el camino de Jerusalén. Jesús invita a todos a seguirle, pero se quedan fuera aquellos que no lo hacen en la pobreza y la renuncia a todo lo propio. Seguir a Cristo implica la vida entera, no sólo algunos tiempos o algunas zonas de nuestra existencia. Lo que el profeta Elías no podía exigir, por ser un hombre; Cristo sí puede, por ser el Hijo de Dios. Más aún, no hay otra manera de seguirle: «El que sigue mirando atrás no vale para el Reino de Dios». El seguimiento de Cristo –decisión libre del discípulo– sólo puede ser incondicional, es el Señor quién pone las condiciones. No caben rebajas ni descuentos.

El seguimiento de Cristo no es una cuestión de negociaciones. Poner condiciones es estar diciendo «no», es ya dejar de seguirle. Cristo no quita nada y lo pide todo, porque lo ha dado todo. Y esto es lo que implica ser cristiano: un seguimiento incondicional. No hay dos tipos de cristianos. Sólo es verdaderamente cristiano el que «va a por todas». Cristo comprende la debilidad humana y los fallos motivados por ella, pero no acepta la mediocridad por sistema, el «bajar el listón», los cálculos egoístas. Los apóstoles fueron grandes pecadores: san Pedro llegó a negar a Cristo, san Pablo persiguió a la Iglesia… Pero no fueron mediocres: se dieron del todo, gastaron su vida por Cristo, sin reservarse nada.

El seguimiento de Cristo es la vocación del cristiano. No es la decisión libre del discípulo la única determinación para seguir a Jesucristo. La libertad no es el único valor absoluto. Él quiere ser el único absoluto de nuestra vida. El que se escandaliza porque Cristo exige la renuncia, incluso a cosas buenas, es que no ha entendido nada del evangelio. Ser cristiano no equivale a ser honrado y no hacer mal; eso lo procuran también los seguidores de muchas religiones e incluso muchos ateos. Ser cristiano significa «no anteponer nada a Cristo, ya que Él nada antepuso a nosotros» (San Cipriano), y estar dispuesto a toda renuncia y a todo sacrificio por Cristo.

¿Qué se entiende hoy por libertad? ¿Qué es la libertad para el cristiano? Importante cuestión pues el cristiano ha de ser libre. Más aún: Para ser libre nos liberó Cristo. Libres, porque así nos ha creado Dios. Libres, porque así nos ha redimido de la esclavitud el Señor. Libres para buscar y alcanzar el Bien Supremo. Libres para seguir incondicionalmente a Cristo. Libres para hacernos esclavos por amor.

II. LA FE DE LA IGLESIA

La libertad del hombre
y la moralidad de sus actos
(1730 – 1761)

Dios ha creado al hombre racional confiriéndole la dignidad de una persona dotada de la iniciativa y del dominio de sus actos. Dios quiso “dejar al hombre en manos de su propia decisión”, de modo que busque a su Creador sin coacciones y, adhiriéndose a Él, llegue libremente a la plena y feliz perfección.

La libertad es el poder, radicado en la razón y en la voluntad, de obrar o de no obrar, de hacer esto o aquello, de ejecutar así por sí mismo acciones deliberadas. Por el libre arbitrio cada uno dispone de sí mismo. La libertad es en el hombre una fuerza de crecimiento y de maduración en la verdad y la bondad. La libertad alcanza su perfección cuando está ordenada a Dios, nuestra bienaventuranza.

Hasta que no llega a encontrarse definitivamente con su bien último que es Dios, la libertad implica la posibilidad de elegir entre el bien y el mal, y por tanto, de crecer en perfección o de flaquear y pecar. La libertad caracteriza los actos propiamente humanos. Se convierte en fuente de alabanza o de reproche, de mérito o de demérito.

En la medida en que el hombre hace más el bien, se va haciendo también más libre. No hay verdadera libertad sino en el servicio del bien y de la justicia. La elección de la desobediencia y del mal es un abuso de la libertad y conduce a la esclavitud del pecado.

La libertad hace del hombre un sujeto moral. Cuando actúa de manera deliberada, el hombre es, por así decirlo, el padre de sus actos. Los actos humanos, es decir, libremente realizados tras un juicio de conciencia, son calificables moralmente: son buenos o malos.

El acto moralmente bueno supone a la vez la bondad del objeto, del fin y de las circunstancias. Una finalidad mala corrompe la acción, aunque su objeto sea de suyo bueno.

El objeto de la elección puede por sí solo viciar el conjunto de todo el acto. Hay comportamientos concretos –como la fornicación– que siempre es un error elegirlos, porque su elección comporta un desorden de la voluntad, es decir, un mal moral.

Una intención buena no hace ni bueno ni justo un comportamiento en sí mismo desordenado. El fin no justifica los medios. Una intención mala sobreañadida (como la vanagloria) convierte en malo un acto que, de suyo, puede ser bueno (como la limosna).

Por tanto, es erróneo juzgar de la moralidad de los actos humanos considerando sólo la intención que los inspira o las circunstancias (ambiente, presión social, coacción o necesidad de obrar, etc.) que son su marco. Hay actos que, por sí y en sí mismos, independientemente de las circunstancias y de las intenciones, son siempre gravemente ilícitos por razón de su objeto; por ejemplo, la blasfemia y el perjurio, el homicidio y el adulterio. No está permitido hacer el mal para obtener un bien.

La libertad del hombre es finita y falible. De hecho el hombre erró. Libremente pecó. Al rechazar el proyecto del amor de Dios, se engañó a sí mismo y se hizo esclavo del pecado. La historia de la humanidad, desde sus orígenes, atestigua desgracias y opresiones nacidas del corazón del hombre a consecuencia de un mal uso de la libertad.

El ejercicio de la libertad no implica el derecho a decir y hacer cualquier cosa. Es falso concebir al hombre, sujeto de esa libertad, como un individuo auto suficiente que busca la satisfacción de su interés propio en el goce de los bienes terrenales. Por otra parte, las condiciones de orden económico y social, político y cultural requeridas para un justo ejercicio de la libertad son, con demasiada frecuencia, desconocidas y violadas. Estas situaciones de ceguera y de injusticia gravan la vida moral y colocan tanto a los fuertes como a los débiles en la tentación de pecar contra la caridad. Al apartarse de la ley moral, el hombre atenta contra su propia libertad, se encadena a sí mismo, rompe la fraternidad con sus semejantes y se rebela contra la verdad divina.

Por su Cruz gloriosa, Cristo obtuvo la salvación para todos los hombres. Los rescató del pecado que los tenía sometidos a esclavitud. «Para ser libres nos libertó Cristo». En Él participamos de «la verdad que nos hace libres». El Espíritu Santo nos ha sido dado, y, como enseña el apóstol, «donde está el Espíritu, allí está la libertad». Ya desde ahora nos gloriamos de la «libertad de los hijos de Dios».

La gracia de Cristo no se opone de ninguna manera a nuestra libertad cuando ésta corresponde al sentido de la verdad y del bien que Dios ha puesto en el corazón del hombre. Al contrario, como lo atestigua la experiencia cristiana, especialmente en la oración, a medida que somos más dóciles a los impulsos de la gracia, se acrecientan nuestra íntima verdad y nuestra seguridad en las pruebas, como también ante las presiones y coacciones de mundo exterior. Por el trabajo de la gracia. El Espíritu Santo nos educa en la libertad espiritual para hacer de nosotros colaboradores libres de su obra en la Iglesia y en el mundo.

Toda persona humana, creada a imagen de Dios, tiene el derecho natural de ser reconocida como un ser libre y responsable. Todo hombre debe prestar a cada cual el respeto al que éste tiene derecho. El derecho al ejercicio de la libertad es una exigencia inseparable de la dignidad de la persona humana, especialmente en materia moral y religiosa. Este derecho debe ser reconocido y protegido civilmente dentro de los límites del bien común y del orden público.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«El hombre es racional, y por ello semejante a Dios; fue creado libre y dueño de sus actos» (S. Ireneo).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte.

Tú me mueves, Señor; muéveme el verte
clavado en esa cruz y escarnecido;
muéveme el ver tu cuerpo tan herido;
muévenme tus afrentas y tu muerte.

Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera,
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara,
y, aunque no hubiera infierno, te temiera.

No me tienes que dar porque te quiere,
pues, aunque lo que espero no esperara,
lo mismo que te quiero te quisiera.

Amén.