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21 de diciembre de 2025: DOMINGO IV DE ADVIENTO “A”


La maternidad virginal de María y la salvación sólo pueden venir de Dios

Is 7,10-14: Mirad: la virgen está encinta.
Sal 23, 1-6: Va a entrar el Señor; él es el Rey de la gloria.
Rm 1,1-7 Jesucristo, de la estirpe de David, Hijo de Dios.
Mt 1,18-24Jesús nacerá de María, desposada con José, hijo de David.

I. LA PALABRA DE DIOS

La permanencia del pueblo de Dios está apoyada en la promesa de venida de Dios a su pueblo. Una cosa es que Dios se haga historia con el hombre y otra que el hombre deshaga o destruya la historia de Dios con Él.

«El Señor por su cuenta os dará una señal». En la inminencia ya de la Navidad, la Iglesia quiere centrar más y más nuestra mirada y nuestro deseo en Cristo, que viene. Con las palabras del profeta nos recuerda que Cristo es el signo que Dios nos ha dado. Deseamos signos de que el mundo cambie, de que las cosas mejoren. Pero Dios nos da un único signo: Cristo Salvador. Él es la respuesta a todos los interrogantes, la solución a todos los problemas. Cristo nos basta. Sólo hace falta que le acojamos sin condiciones. Si creemos firmemente en Él y le dejamos entrar en nuestra vida, Él hará lo demás, «Él salvará a su pueblo de los pecados».

«La Virgen está encinta y da a luz a un hijo». María está en el centro de la liturgia de este domingo. Cristo nos es dado a través de ella. La virginal gravidez de la Virgen será signo de salvación porque de ella nacerá el «Dios-con-nosotros». Gracias a ella tenemos al Emmanuel. Como si hasta el sí de María, Dios fuera «simplemente» Dios, y desde María, «Dios-con-nosotros». Para darlo al mundo, primero lo ha recibido. 

La vida de la Virgen no es llamativa en actividades exteriores. Al contrario, su vida fue totalmente sencilla. Y, sin embargo, ella está en el centro de la historia. Con ella la historia ha cambiado de rumbo. Al recibir a Cristo y darlo al mundo, todo ha cambiado.

Nuestra vida está llamada a ser tan sencilla, y a la vez tan grande, como la de María. No hemos de discurrir grandes planes complicados. Basta que recibamos del todo a Cristo y nos entreguemos plenamente a Él. Entonces podremos dar a luz a Cristo para los demás y el mundo tendrá salvación.

María da a Jesús, concebido virginalmente, sin concurso de varón, una naturaleza humana verdadera; José aceptó a María como esposa (una desposada era ya, jurídica y socialmente, esposa; pero faltaba la boda propiamente dicha, el rito de «llevar consigo» a casa el desposado a la desposada), y fue él quien puso nombre al hijo de María, transmitiendo así a Jesús sus derechos de descendencia davídica («poner nombre» a un recién nacido supone actuar con autoridad paterna). San José es el ejemplo de quienes saben que hay situaciones vitales que exigen una decisión fundamental desde una visión de fe; que no pueden ser tomadas desde la desnuda voluntad humana, sino desde la que se decide desde Dios.

Las muestras de prepotencia y autosuficiencia, de las que hace gala el hombre de hoy, se ven muchas veces frenadas por la frustración. Pero la sensación de fracaso no suele ser para muchos ocasión de conversión y de buscar soluciones por el camino de Dios, sino para insistir una y otra vez en más soluciones humanas, creyéndose salvadores de todo.

A veces ocurre que los grandes pensamientos o proyectos humanos son sometidos a prueba por el Evangelio, cuando es leído desde la fe; sin embargo, ha de animarnos la convicción de que la fe, lejos de destruir la iniciativa del hombre, le ayuda a descubrir caminos nuevos e insospechados.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, concebido por obra del Espíritu Santo
(497, 498, 496).

La fe en la concepción virginal de Jesús ha encontrado siempre viva oposición, burlas o incomprensión por parte de los no creyentes, judíos y paganos. El sentido de este misterio no es accesible más que a la fe, que lo ve dentro del conjunto de los Misterios de Cristo, desde su Encarnación hasta su Pascua. S. Ignacio de Antioquía da ya testimonio de este vínculo que reúne entre sí los misterios: «El príncipe de este mundo ignoró la virginidad de María y su parto, así como la muerte del Señor: tres misterios resonantes que se realizaron en el silencio de Dios.» 

Los relatos evangélicos presentan la concepción virginal como una obra divina que sobrepasa toda comprensión y toda posibilidad humanas: «Lo concebido en ella viene del Espíritu Santo», dice el ángel a José a propósito de María, su desposada. La Iglesia ve en ello el cumplimiento de la promesa divina hecha por el profeta Isaías: «He aquí que la virgen concebirá y dará a luz un hijo.»

Desde las primeras formulaciones de la fe, la Iglesia ha confesado que Jesús fue concebido en el seno de la Virgen María únicamente por el poder del Espíritu Santo, afirmando también el aspecto corporal de este suceso; esto es, sin elemento humano. Los Padres de la Iglesia ven en la concepción virginal el signo de que es verdaderamente el Hijo de Dios el que ha venido en una humanidad como la nuestra: Así, S. Ignacio de Antioquía (comienzos del siglo II): «Ustedes están firmemente convencidos acerca de que nuestro Señor es verdaderamente de la raza de David según la carne, Hijo de Dios según la voluntad y el poder de Dios, nacido verdaderamente de una virgen… que fue verdaderamente clavado por nosotros en su carne bajo Poncio Pilato… que padeció verdaderamente, como también que resucitó verdaderamente.»

María, siempre Virgen
(499 – 503).

La profundización de la fe en la maternidad virginal ha llevado a la Iglesia a confesar la virginidad real y perpetua de María incluso en el parto del Hijo de Dios hecho hombre. En efecto, el nacimiento de Cristo «lejos de disminuir, consagró la integridad virginal» de su madre. La liturgia de la Iglesia celebra a María como «la siempre-virgen». 

A esto se objeta a veces que la Escritura menciona unos hermanos y hermanas de Jesús. La Iglesia siempre ha entendido estos pasajes como no referidos a otros hijos de la Virgen María; en efecto, Santiago y José «hermanos de Jesús» son los hijos de una María discípula de Cristo (cf Mt 27, 56) que se designa de manera significativa como «la otra María» (Mt 28, 1). Se trata de parientes próximos de Jesús, según una expresión conocida del Antiguo Testamento (cf Gn 13, 8; 14, 16; 29, 15), en el que la palabra «hermano», no siempre significa «hermano de sangre».

La virginidad de María manifiesta la iniciativa absoluta de Dios en la Encarnación. Jesús no tiene como Padre más que a Dios. «La naturaleza humana que ha tomado no le ha alejado jamás de su Padre…; consubstancial con su Padre en la divinidad, consubstancial con su Madre en nuestra humanidad, pero propiamente Hijo de Dios en sus dos naturalezas,» divina y humana.

La oración en comunión
con la Santa Madre de Dios
(2675, 2673, 2674).

Desde el sí dado por la fe en la Anunciación y mantenido sin vacilar al pie de la cruz, la maternidad de María se extiende desde entonces a los hermanos y a las hermanas de su Hijo, que son peregrinos todavía y que están ante los peligros y las miserias. Jesús, el único Mediador, es el Camino de nuestra oración; María, su Madre y nuestra Madre, es pura transparencia de Él: María «muestra el Camino».

A partir de esta cooperación singular de María a la acción del Espíritu Santo, la Iglesia ha desarrollado la oración a la santa Madre de Dios, centrándola sobre la persona de Cristo manifestada en sus misterios. En los innumerables himnos y antífonas que expresan esta oración, se alternan habitualmente dos movimientos: uno «engrandece» al Señor por las «maravillas» que ha hecho en su humilde esclava, y por medio de ella, en todos los seres humanos; el segundo confía a la Madre de Jesús las súplicas y alabanzas de los hijos de Dios, ya que ella conoce ahora la humanidad que en ella ha sido desposada por el Hijo de Dios.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Merced a este vínculo especial que une a Cristo con la Iglesia, se aclara mejor el misterio de aquella mujer que, desde los primeros capítulos del libro del Génesis hasta el Apocalipsis, acompaña la revelación del designio salvífico de Dios respecto a la humanidad. Pues María, presente en la Iglesia como Madre del Redentor, participa maternalmente en aquella dura batalla contra el poder de las tinieblas que se desarrolla a lo largo de toda la historia humana» (san Juan Pablo II).

IV. LA ORACIÓN DEL CRISTIANO

Ruega por nosotros,
Madre de la Iglesia.

Virgen del Adviento,
esperanza nuestra,
de Jesús la aurora,
del cielo la puerta.

Madre de los hombres,
de la mar estrella,
llévanos a Cristo,
danos sus promesas.

Eres, Virgen Madre,
la de gracia llena,
del Señor la esclava,
del mundo la reina.

Alza nuestros ojos
hacia tu belleza,
guía nuestros pasos
a la vida eterna.

Amén.

23 de noviembre de 2025: DOMINGO XXXIV ORDINARIO “C”. NUESTRO SEÑOR JESUCRISTO, REY DEL UNIVERSO


«Jesucristo es el Señor»

2 Sam 5,1-3: Ellos ungieron a David como rey de Israel.

Sal 121, 1-5: Vamos alegres a la casa del Señor.

Col 1, 12-20: Nos ha trasladado al Reino del Hijo de su amor.

Lc 23, 35-43: Señor, acuérdate de mí, cuando llegues a tu Reino.

I. LA PALABRA DE DIOS

David es el ungido del Señor. Es «cristo» o «ungido» (cristo significa ungido). Se ungía a los reyes porque representaban a Dios en medio de su pueblo.

Jesús fue ungido por el Espíritu Santo públicamente en el Bautismo del Jordán. En la cruz es proclamado rey en el título de su condena y en la invocación del malhechor crucificado junto a Él.

La entronización del Rey del universo se hace en la cruz, suplicio de muerte para malhechores. El reinado de Jesucristo es el reinado de Dios, del amor y de la vida. Amor que tiene su máxima expresión en la cruz. Vida que gana para todos los hombres, entregándola en la cruz.

Cristo agonizante manifiesta su realeza sobre la muerte y el pecado. ¡Qué paradoja! A un hombre que es un hombre agonizante como Él, a un hombre que es un gran malhechor –y que recibe en el suplicio el pago justo por lo que ha hecho–, le dice con soberano aplomo: «En verdad te digo: hoy estarás conmigo en el paraíso». Así es como reina Cristo. Ejerce su soberanía salvando. Basta una súplica humilde y confiada para que desencadene todo su poder salvador.

El himno recogido en la carta a los Colosenses acumula título sobre título (Hijo de su amor, imagen del Dios invisible, primogénito de toda criatura, cabeza del cuerpo de la Iglesia, principio, primogénito de entre los muertos, primero en todo) para exaltar la indescriptible grandeza de nuestro Señor. Dios Padre nos ha introducido en el reino de su Hijo gracias a que por la sangre de Cristo hemos sido redimidos, hemos quedado libres de nuestros pecados. Esta sangre que fluye del costado de Cristo inunda todo, lo purifica, lo regenera, lo fecunda, y extiende por todas partes su eficacia salvífica.

El señorío de Cristo no es para someter o tiranizar, sino para liberarnos del dominio de Satanás y así ejercer su influjo vivificante sobre nosotros. Como Cabeza que es, toda la vida de los miembros del Cuerpo depende de que cada uno acoja el señorío de Cristo sobre sí mismo. Más aún, el universo entero sólo alcanzará su plenitud cuando el reinado de Cristo sea total y perfecto y Dios sea todo en todos.

Nunca hemos de olvidar que nuestro Rey es un rey crucificado. En vez de salvarse a sí mismo del suplicio, como le pide la gente, prefiere aceptarlo para salvar multitudes para toda la eternidad. Mirando a este Rey crucificado entendemos que también nuestra muerte es vida y nuestra humillación victoria. Entendemos que el sufrimiento por amor es fecundo, es fuente de una vida que brota para la vida eterna. Mirando a este Rey crucificado se trastocan todos nuestros criterios de eficacia, de deseo de influir, de dominio.

II. LA FE DE LA IGLESIA

Cristo, Hijo único de Dios,
y Señor
(436 – 451)

El nombre de Cristo es la traducción al griego del término hebreo «Mesías» que quiere decir «ungido«. En Israel eran ungidos en el nombre de Dios los que le eran consagrados para una misión que habían recibido de Él. Este era el caso de los reyes, de los sacerdotes y, excepcionalmente, de los profetas. Jesús cumplió la esperanza mesiánica de Israel en su triple función de sacerdote, profeta y rey. Jesús es el Cristo porque «Dios le ungió con el Espíritu Santo y con poder». Era «el que ha de venir», el objeto de «la Esperanza de Israel».

Su eterna consagración mesiánica fue revelada en el tiempo de su vida terrena en el momento de su bautismo por Juan. Durante su vida pública, Jesús aceptó el título de Mesías al cual tenía derecho, pero no sin reservas, porque una parte de sus contemporáneos lo comprendían según una concepción demasiado humana, esencialmente política.

El verdadero sentido de su realeza mesiánica no se ha manifestado más que desde lo alto de la Cruz. Y solamente después de su resurrección su realeza mesiánica podrá ser proclamada por Pedro ante el pueblo de Dios: «Sepa, pues, con certeza toda la casa de Israel que Dios ha constituido Señor y Mesías a este Jesús a quien ustedes han crucificado».

El nombre de Hijo de Dios significa la relación única y eterna de Jesucristo con Dios su Padre: Él es el Hijo único del Padre y Él mismo es Dios. Para ser cristiano es necesario creer que Jesucristo es el Hijo de Dios.

Pedro confiesa a Jesús como «el Cristo, el Hijo de Dios vivo» y Jesús le responde con solemnidad «no te ha revelado esto ni la carne ni la sangre, sino mi Padre que está en los cielos». Este será, desde el principio, el centro de la fe apostólica, profesada en primer lugar por Pedro como cimiento de la Iglesia.

Si Pedro pudo reconocer el carácter trascendente de la filiación divina de Jesús Mesías es porque éste lo dejó entender claramente. Ante el Sanedrín, a la pregunta de sus acusadores: «Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios?», Jesús respondió: «tu lo dices: yo soy». Ya mucho antes, Él se designó como el «Hijo» que conoce al Padre, que es distinto de los «siervos» que Dios envió antes a su pueblo, superior a los propios ángeles. Distinguió su filiación de la de sus discípulos, no diciendo jamás «nuestro Padre» salvo para ordenarles «ustedes, pues, oren así: Padre Nuestro»; y subrayó esta distinción: «Mi Padre y vuestro Padre».

Los evangelios narran en dos momentos solemnes, el Bautismo y la Transfiguración de Cristo, que la voz del Padre lo designa como su «Hijo amado«. Jesús se designa a sí mismo como «el Hijo Único de Dios» y afirma mediante este título su preexistencia eterna. Pide la fe en «el Nombre del Hijo Único de Dios«. Esta confesión cristiana aparece ya en la exclamación del centurión delante de Jesús en la cruz: «Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios», porque es solamente en el misterio pascual donde el creyente puede alcanzar el sentido pleno del título «Hijo de Dios».

Después de su Resurrección, su filiación divina aparece en el poder de su humanidad glorificada: «Constituido Hijo de Dios con poder, según el Espíritu de santidad, por su Resurrección de entre los muertos». Los apóstoles podrán confesar «Hemos visto su gloria, gloria que recibe del Padre como Hijo único, lleno de gracia y de verdad».

El nombre de Señor significa la soberanía divina. Confesar o invocar a Jesús como Señor es creer en su divinidad. «Nadie puede decir: «¡Jesús es Señor!» sino por influjo del Espíritu Santo».

En la traducción griega de los libros del Antiguo Testamento, el nombre inefable con el cual Dios se reveló a Moisés, YaHWeH, es traducido por «Kyrios» («Señor»). El Nuevo Testamento utiliza en este sentido fuerte el título «Señor» para el Padre, pero lo emplea también, y aquí está la novedad, para Jesús reconociéndolo como Dios.

A lo largo de toda su vida pública sus actos de dominio sobre la naturaleza, sobre las enfermedades, sobre los demonios, sobre la muerte y el pecado, demostraban la soberanía divina de Jesús.

Este título –«Señor»– expresa el respeto y la confianza de los que se acercan a Jesús y esperan de Él socorro y curación. Bajo la moción del Espíritu Santo, expresa el reconocimiento del misterio divino de Jesús. En el encuentro con Jesús resucitado, se convierte en adoración: «Señor mío y Dios mío». Entonces toma una connotación de amor y de afecto que quedará como propio de la tradición cristiana: «¡Es el Señor!».

Desde el comienzo de la historia cristiana, la afirmación del señorío de Jesús sobre el mundo y sobre la historia significa también reconocer que el hombre no debe someter su libertad personal, de modo absoluto, a ningún poder terrenal sino sólo a Dios Padre y al Señor Jesucristo.

La oración cristiana está marcada por el título «Señor», ya sea en la invitación a la oración «el Señor esté con vosotros«, o en su conclusión «por Jesucristo nuestro Señor» o incluso en la exclamación llena de confianza y de esperanza: «Maran atha» («¡el Señor viene!») o «Marana tha» («¡Ven, Señor!»): «¡Amén! ¡Ven, Señor Jesús!».

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«En el nombre de Cristo está sobrentendido el que ha ungido, el que ha sido ungido y la Unción misma con la que ha sido ungido: el que ha ungido, es el Padre, el que ha sido ungido, es el Hijo, y lo ha sido en el Espíritu que es la Unción» (S. Ireneo de Lyon).

«Que el Credo sea para ti como un espejo. Mírate en él: para ver si crees todo lo que declaras creer. Y regocíjate todos los días en tu fe» (San Agustín).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Te diré mi amor, Rey mío,
en la quietud de la tarde,
cuando se cierran los ojos
y los corazones se abren.

Te diré mi amor, Rey mío,
con una mirada suave,
te lo diré contemplando
tu cuerpo que en pajas yace.

Te diré mi amor, Rey mío,
adorándote en la carne,
te lo diré con mis besos,
quizá con gotas de sangre.

Te diré mi amor, Rey mío,
con los hombres y los ángeles,
con el aliento del cielo
que espiran los animales.

Te diré mi amor, Rey mío,
con el amor de tu Madre,
con los labios de tu Esposa
y con la fe de tus mártires.

Te diré mi amor, Rey mío,
¡oh Dios del amor más grande!
¡Bendito en la Trinidad,
que has venido a nuestro valle!

Amén.

8 de junio de 2025: DOMINGO DE PENTECOSTÉS “C”


«¡Ven, Espíritu Santo!»

Hch 2, 1-11: Se llenaron todos de Espíritu Santo y empezaron a hablar
Sal 103, 1. 24-34: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra
1 Co 12, 3b-7. 12-13: Hemos sido bautizados en un mismo Espíritu, para formar un solo cuerpo
Jn 20, 19-23: Como el Padre me ha enviado, así también os envío yo. Recibid el  Espíritu Santo.

I. LA PALABRA DE DIOS

«Sopló sobre ellos». Como en una nueva creación, es necesario «el aliento» (el Espíritu) de Dios.

«Recibid el Espíritu Santo». El Espíritu Santo es el aliento divino, dador de vida sobrenatural, como el soplo que infundió vida al primer hombre. Jesús les comunica el Espíritu Santo, primeramente para suscitar y reafirmar en ellos la fe en su resurrección (para que «vean», es decir, para que crean); y luego, para hacer que otros vean, quitando la ceguera del pecado.

«A quienes les perdonéis los pecados, les quedan perdonados; a quienes se los retengáis, les quedan retenidos». Es verdad de fe definida que las palabras de Jesús en estos versículos hay que entenderlas de la potestad de perdonar y de retener los pecados en el sacramento de la penitencia.

En la primera lectura, el significado que san Lucas atribuye a la lista de pueblos y al acontecimiento de que «cada uno los oía hablar en su propia lengua», es «la universalidad» de la predicación, la caída de barreras lingüísticas y raciales ante la invasión del Espíritu de Jesús resucitado; lo contrario de lo que sucedió en Babel. La Iglesia de Cristo nació universal.

La segunda lectura nos habla de los dones espirituales: «Hay diversidad de carismas … a cada cual se le otorga la manifestación del Espíritu para el bien común». La palabra «carismas» (dones) tiene varios significados en el Nuevo Testamento. En sentido técnico es: don gratuito concedido al hombre, por la presencia en él del Espíritu Santo, con una finalidad social: la santificación de los demás, la edificación de la Iglesia. Un carisma auténtico no pretende ser el único, ni el mejor; conoce su propia tarea (la que le corresponde para el bien de los demás), y acepta sus propios límites; respeta y aprecia los otros carismas; no se opone a ellos ni se compara con ellos, no los acapara ni destruye; se somete gozosamente al carisma de gobierno. Existe un orden, una jerarquía, en los carismas, pues su finalidad es el provecho común, la construcción del cuerpo de Cristo, que es la Iglesia. Ese orden entre los carismas tiene una norma suprema: ante todo, y sobre todo, la caridad.

La maravilla primera y fundamental de Pentecostés es una Iglesia viva, llena de vitalidad y de empuje. Ya ese mismo día se convierten tres mil personas con la predicación y el testimonio de Pedro. Y todo el libro de los Hechos no es más que la descripción de una explosión de vida producida precisamente por el Espíritu Santo. A lo largo de él encontramos una Iglesia joven, entusiasmada y capaz de entusiasmar, llena del Espíritu Santo que impulsa a la oración, al testimonio, al apostolado, a darlo todo: una Iglesia llena de la alegría del Espíritu, pobre y desprendida, que anuncia con gozo y convicción a Cristo y que está dispuesta a perderlo todo y dejarse matar por Él.

Esto nos debe llevar a hacer examen de conciencia a todos, pastores y fieles. ¿Tiene nuestra Iglesia de hoy esa vitalidad entusiasmante? Y, sin embargo, el Espíritu Santo es el mismo, no ha perdido fuerza desde entonces. Si hoy no se producen aquellas maravillas, ¿no será que estamos resistiendo al Espíritu Santo?

Dios quiere renovar entre nosotros el prodigio de Pentecostés, realizando las mismas «maravillas» de aquel día. Pecaríamos si esperásemos menos de lo que Dios nos promete.

II. LA FE DE LA IGLESIA

El Espíritu y la Iglesia en los últimos tiempos
(731 – 732)

El día de Pentecostés, la Pascua de Cristo se consuma con la efusión del Espíritu Santo que se manifiesta, da y comunica como Persona divina: desde su plenitud, Cristo, el Señor, derrama profusamente el Espíritu.

En este día se revela plenamente la Santísima Trinidad. Desde ese día el Reino anunciado por Cristo está abierto a todos los que creen en Él: en la humildad de la carne y en la fe, participan ya en la Comunión de la Santísima Trinidad. Con su venida, que no cesa, el Espíritu Santo hace entrar al mundo en los «últimos tiempos», el tiempo de la Iglesia, Reino ya heredado, pero todavía no consumado:

El Espíritu Santo, el Don de Dios
(733 – 736)

«Dios es Amor» y el Amor que es el primer don, contiene todos los demás. Este amor «Dios lo ha derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado».

Puesto que hemos muerto, o al menos, hemos sido heridos por el pecado, el primer efecto del don del Amor es la remisión de nuestros pecados. La Comunión con el Espíritu Santo es la que, en la Iglesia, vuelve a dar a los bautizados la semejanza divina perdida por el pecado.

El nos da entonces las «arras» o las «primicias» de nuestra herencia: la Vida misma de la Santísima Trinidad que es amar «como Él nos ha amado». Este amor (la caridad de 1 Cor 13) es el principio de la vida nueva en Cristo, hecha posible porque hemos «recibido una fuerza, la del Espíritu Santo».

Gracias a este poder del Espíritu Santo los hijos de Dios pueden dar fruto. El que nos ha injertado en la Vid verdadera hará que demos «el fruto del Espíritu que es caridad, alegría, paz, paciencia, afabilidad, bondad, fidelidad, mansedumbre, templanza». El Espíritu es nuestra Vida: cuanto más renunciamos a nosotros mismos, más «obramos también según el Espíritu».

El Espíritu Santo y la Iglesia
(737 – 741)

La misión de Cristo y del Espíritu Santo se realiza en la Iglesia, Cuerpo de Cristo y Templo del Espíritu Santo. Esta misión conjunta asocia desde ahora a los fieles de Cristo en su Comunión con el Padre en el Espíritu Santo: El Espíritu Santo prepara a los hombres, los previene por su gracia, para atraerlos hacia Cristo. Les manifiesta al Señor resucitado, les recuerda su palabra y abre su mente para entender su Muerte y su Resurrección. Les hace presente el Misterio de Cristo, sobre todo en la Eucaristía para reconciliarlos, para conducirlos a la Comunión con Dios, para que den «mucho fruto».

Así, la misión de la Iglesia no se añade a la de Cristo y del Espíritu Santo, sino que es su sacramento: con todo su ser y en todos sus miembros ha sido enviada para anunciar y dar testimonio, para actualizar y extender el Misterio de la Comunión de la Santísima Trinidad.

Puesto que el Espíritu Santo es la Unción de Cristo, es Cristo, Cabeza del Cuerpo, quien lo distribuye entre sus miembros para alimentarlos, sanarlos, organizarlos en sus funciones mutuas, vivificarlos, enviarlos a dar testimonio, asociarlos a su ofrenda al Padre y a su intercesión por el mundo entero. Por medio de los sacramentos de la Iglesia, Cristo comunica su Espíritu, Santo y Santificador, a los miembros de su Cuerpo.

Estas «maravillas de Dios», ofrecidas a los creyentes en los Sacramentos de la Iglesia, producen sus frutos en la vida nueva, en Cristo, según el Espíritu.

«El Espíritu viene en ayuda de nuestra flaqueza. Pues nosotros no sabemos pedir como conviene; mas el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables». El Espíritu Santo, artífice de las obras de Dios, es el Maestro de la oración.

La Iglesia, Templo del Espíritu Santo
(770, 771, 797-801)

La Iglesia está en la historia, pero al mismo tiempo la transciende. Solamente con los ojos de la fe se puede ver al mismo tiempo en esta realidad visible una realidad espiritual, portadora de vida divina. La Iglesia es a la vez: sociedad dotada de órganos jerárquicos y Cuerpo Místico de Cristo; grupo visible y comunidad espiritual; la Iglesia de la tierra y la Iglesia llena de bienes del cielo. Estas dimensiones juntas constituyen una realidad compleja, en la que están unidos el elemento divino y el humano.

«Lo que nuestro espíritu, es decir, nuestra alma, es para nuestros miembros, eso mismo es el Espíritu Santo para los miembros de Cristo, para el Cuerpo de Cristo que es la Iglesia» (San Agustín). A este Espíritu de Cristo, como principio invisible, ha de atribuirse también el que todas las partes del cuerpo estén íntimamente unidas, tanto entre sí como con su excelsa Cabeza, puesto que está todo Él en la Cabeza, todo en el Cuerpo, todo en cada uno de los miembros. El Espíritu Santo hace de la Iglesia «el Templo del Dios vivo».

El Espíritu Santo es el principio de toda acción vital y verdaderamente saludable en todas las partes del cuerpo. Actúa de múltiples maneras en la edificación de todo el Cuerpo en la caridad: por la Palabra de Dios, «que tiene el poder de construir el edificio», por el Bautismo mediante el cual forma el Cuerpo de Cristo; por los sacramentos que hacen crecer y curan a los miembros de Cristo; por «la gracia concedida a los apóstoles» que entre estos dones destaca, por las virtudes que hacen obrar según el bien, y por las múltiples gracias especiales (llamadas «carismas«) mediante las cuales los fieles quedan preparados y dispuestos a asumir diversas tareas o ministerios que contribuyen a renovar y construir más y más la Iglesia.

III. EL TESTIMONIO CRISTIANO

«Es a la misma Iglesia, a la que ha sido confiado el Don de Dios. Es en ella donde se ha depositado la comunión con Cristo, es decir, el Espíritu Santo, arras de la incorruptibilidad, confirmación de nuestra fe y escala de nuestra ascensión hacia Dios. Porque allí donde está la Iglesia, allí está también el Espíritu de Dios; y allí donde está el Espíritu de Dios, está la Iglesia y toda gracia» (San Ireneo).

«Por la comunión con Él, el Espíritu Santo nos hace espirituales, nos restablece en el Paraíso, nos lleva al Reino de los cielos y a la adopción filial, nos da la confianza de llamar a Dios Padre y de participar en la gracia de Cristo, de ser llamado hijo de la luz y de tener parte en la gloria eterna» (San Basilio).

IV. LA ORACIÓN CRISTIANA

Ven, Espíritu divino,
manda tu luz desde el cielo.
Padre amoroso del pobre;
don, en tus dones espléndido;
luz que penetra las almas;
fuente del mayor consuelo. 

Ven, dulce huésped del alma,
descanso de nuestro esfuerzo,
tregua en el duro trabajo,
brisa en las horas de fuego,
gozo que enjuga las lágrimas
y reconforta en los duelos. 

Entra hasta el fondo del alma,
divina luz, y enriquécenos.
Mira el vacío del hombre,
si tú le faltas por dentro;
mira el poder del pecado,
cuando no envías tu aliento. 

Riega la tierra en sequía,
sana el corazón enfermo,
lava las manchas, infunde
calor de vida en el hielo,
doma el espíritu indómito,
guía al que tuerce el sendero. 

Reparte tus siete dones,
según la fe de tus siervos;
por tu bondad y tu gracia,
dale al esfuerzo su mérito;
salva al que busca salvarse
y danos tu gozo eterno.

Amén